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América Latina frente al «neoliberalismo soberanista» de Trump -Entrevista con Alvaro García Linera

América Latina frente al «neoliberalismo soberanista» de Trump -Entrevista con Alvaro García Linera
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25 de enero de 2025

Vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera gobernó el país junto a Evo Morales durante trece años (2006-2019). Teórico político, es autor de una obra de inspiración marxista centrada en la emancipación indígena. En esta entrevista, analiza los retos a los que se enfrenta América Latina tras la reelección de Donald Trump. Proclama su aislacionismo, pero Álvaro García Linera cree que la presión imperialista podría aumentar sobre el subcontinente: en un momento de desglobalización y regionalización de las cadenas de valor, América Latina vuelve a ser un proveedor clave de materias primas para Estados Unidos. Aboga por la integración regional, con el objetivo de ayudar a la región a emerger como polo independiente. Y repasa los procesos progresistas en América Latina, en los que él fue uno de los protagonistas.

¿Cuál es su análisis del regreso de Donald Trump al poder y sus implicaciones para América Latina?

La victoria de Trump era previsible. En tiempos de crisis económica, de transición de un régimen de acumulación y dominación a otro, las posiciones centristas se vuelven insostenibles. El centro-izquierda y el centro-derecha parecen ser parte del problema. En estos tiempos de crisis, vivimos sacudidas sísmicas: las élites se fracturan, el centro desaparece y surgen posiciones radicalizadas. Desde la derecha, Trump encarna el nuevo espíritu de la época.

Esta era está marcada por un declive mundial del globalismo. Trump encarna una combinación de proteccionismo como reacción al globalismo y la recuperación de las aspiraciones soberanistas frente a la globalización – en una forma mórbida. Esta vía ambigua, híbrida y anfibia del «neoliberalismo soberanista» está empezando a ponerse a prueba en algunas partes del mundo -pensemos antes en Giorgia Meloni en Italia, Viktor Orban en Hungría o Jair Bolsonaro en Brasil.

¿De qué se trata este «neoliberalismo soberanista»? Es un intento de salir de la crisis del globalismo neoliberal.

América Latina, antaño considerada insignificante en la era del globalismo triunfante, vuelve a ser una zona codiciada.

¿Qué significará esto para América Latina? Se verá atrapada en la disputa entre una China en expansión, que depende de las cadenas de valor mundiales, y unos Estados Unidos en contracción, que necesitan regionalizar sus cadenas de valor. América Latina ya está vinculada a China por cadenas de valor mundiales, pero Estados Unidos quiere integrarla en su esfera de influencia regional. China tiene ventaja porque dispone de dinero para invertir. Estados Unidos no. Ante esta falta de recursos, cabe esperar que Estados Unidos elija la vía de la fuerza para imponer esta regionalización de las cadenas de valor.

El nombre de Marco Rubio, nombrado secretario de Estado por Donald Trump, aparece en grabaciones de audio vinculadas al golpe de Estado de 2019 en Bolivia [senador republicano de origen cubano, Rubio es conocido por su hostilidad visceral hacia la izquierda latinoamericana (nota del editor)]. Se le cita como intermediario entre los golpistas bolivianos y los lobbies estadounidenses. ¿Cómo interpreta su nombramiento como Secretario de Estado? ¿Prevé un giro intervencionista o una política de continuidad con los demócratas?

No habrá continuidad. Los demócratas encarnaron los restos del viejo globalismo, a pesar de decisiones soberanistas evidentes, como la subida de aranceles. Trump, en cambio, tiene una propuesta clara: un nuevo modelo económico para Estados Unidos, salvajemente capitalista, que implica un nuevo régimen de acumulación. América Latina juega un papel importante en este modelo por su proximidad geográfica.

Si algún lugar ha de convertirse en un sustituto de las importaciones, un lugar al que puedan recurrir las cadenas de valor, ése es el subcontinente latinoamericano. ¿Se canalizará esta tensión a través de los flujos financieros o del uso de porras? Dados los numerosos problemas económicos a los que se enfrenta Estados Unidos, no puede competir con China en términos de flujos financieros. No podemos competir con los cientos de miles de millones de dólares invertidos por China en el acceso a las materias primas.

Creo que Estados Unidos tratará de compensar su déficit financiero en sus relaciones con América Latina exacerbando su intervencionismo. El objetivo será imponer una «Ruta de la Seda Norteamericana» autoritaria y militarizada, opuesta a las «Nuevas Rutas de la Seda» chinas, basada en flujos de inversión, infraestructuras y crédito.

Marco Rubio no es un elemento esencial: estamos ante un cambio en el régimen de acumulación, que se está regionalizando. América Latina, antaño considerada insignificante en la era del globalismo triunfante, vuelve a convertirse en una zona codiciada.

Así pues, asistimos a un intento de resucitar la retórica de la «guerra contra las drogas», que siempre ha sido un caballo de Troya para el intervencionismo estadounidense [la «guerra contra las drogas» se refiere a las campañas contra el narcotráfico que han prevalecido en Estados Unidos desde los años ochenta, a menudo dirigidas por la agencia estadounidense Drug Enforcement Administration (DEA) nota del editor]. Hoy coexisten dos modelos: países como Colombia y México han abandonado los métodos coercitivos en favor de un enfoque estructural para atajar las causas del narcotráfico. Ecuador, en cambio, ha reanudado su «guerra contra las drogas» con métodos represivos tradicionales bajo la presidencia de Daniel Noboa. Ha sido aplaudido por Estados Unidos, por una muy buena razón: la «guerra contra las drogas» les abre las puertas de Ecuador. El gobierno de Noboa dio pasos explícitos para permitir el regreso de las bases militares estadounidenses al país. Sin embargo, es probable que este intento de revivir la «guerra contra las drogas» sea limitado.

En su apogeo, la «guerra contra las drogas» tenía dos objetivos principales: ejercer una forma de control territorial mediante bases militares (Ecuador, Colombia, Bolivia) y una presencia policial. En segundo lugar, limitar la entrada de drogas en el mercado norteamericano. Este enfoque coordinado ha cambiado en la última década: las drogas producidas en América Latina se destinan ahora principalmente al mercado europeo. Esto ha reducido la urgencia de la lucha contra el narcotráfico en América Latina. El «Plan Colombia» movilizó mil millones de dólares; en Bolivia, ascendió a cien millones de dólares. Hoy, estas cantidades se han reducido a unos pocos millones.

A efectos de control político y militar, este discurso podría reactivarse, pero ya no gozaría de la misma legitimidad ante el electorado estadounidense, cuya preocupación ya no es la cocaína latinoamericana, sino las fábricas de fentanilo que operan en los propios Estados Unidos. Así que no creo que vuelva a ser un tema central. Como sugirió el jefe del Mando Sur, será la propia presencia china la que justifique el regreso de Estados Unidos. Por ejemplo, hay quien habla del puerto de Chancay, construido en Perú por China, como posible punto de entrada de buques militares chinos. Una idea absurda, pero que podría ser recogida. Creo que la lucha contra la presencia china se esgrimirá como un imperativo de seguridad nacional.

En realidad, se trata simplemente de una lucha por el control de las cadenas de valor. La transición energética requerirá muchas materias primas. Según la Agencia Internacional de la Energía estadounidense, entre 2025 y 2050 habrá que multiplicar por diez o doce los volúmenes de materias primas estratégicas para garantizar esta transición. Una gran parte de estos recursos se encuentran en África y América Latina, y las dos grandes potencias mundiales tratan de acceder a ellos. El resto es sólo literatura.

En este sentido, China tiene ventaja. Ha sido mucho más astuta en los últimos veinte años, invirtiendo sin imponer condiciones y desarrollando infraestructuras viarias y portuarias, mientras que Estados Unidos, dando por sentada a América Latina, no ha invertido nada y ahora se encuentra en una posición de debilidad económica. Para paliar esta carencia se necesitaría una inversión masiva, del orden de varios cientos de miles de millones de dólares. Si Estados Unidos no está dispuesto a comprometer tales recursos, intentará compensarlo con medidas coercitivas: intervención, presión, chantaje, presencia policial y militar, etc.

En 2019, la administración estadounidense apoyó un golpe de Estado en Bolivia. Los oficiales que se rebelaron tenían vínculos con el Departamento de Estado. Claver Carone, funcionario del Departamento de Estado, intervino directamente para supervisar a los militares en su acción golpista. Acciones de este tipo podrían multiplicarse en América Latina, con Estados Unidos sustituyendo la inversión por la acción coercitiva y una mayor presencia policial.

Ante estas tensiones en el subcontinente, la izquierda aboga por una cooperación regional. ¿Cómo se configuraría y cómo reaccionaría ante el declive de la globalización neoliberal?

En esta lucha titánica, cada país latinoamericano, considerado individualmente, es insignificante: una hormiga frente a un elefante. Pero si estas pequeñas voces se unen, la voz del subcontinente se hará oír. Para ello se necesitan mecanismos de integración fundamentales. Podemos soñar con la unificación nacional latinoamericana, pero no sería realista a corto plazo. Lo que sí podemos prever son acuerdos regionales basados en grandes ejes temáticos: negociaciones comerciales, justicia medioambiental, fiscalidad, etc. Estos acuerdos temáticos, que serían concretos y menos grandilocuentes, permitirían a América Latina hablar con una voz más fuerte ante las grandes potencias.

Esta integración debe apoyarse en recursos que permitan la creación de infraestructuras comunes y la nivelación de ciertas desigualdades. Aquí radica el problema: se han destinado pocos recursos a la integración y las infraestructuras.

Frente al retroceso del globalismo, América Latina ha mostrado un camino alternativo, con la llegada al poder de gobiernos progresistas. Sus reformas, a menudo poco radicales, han marcado sin embargo una ruptura en la forma en que el Estado interviene en la distribución, la protección del mercado interior y la ampliación de derechos. Si nos fijamos en los debates actuales en Estados Unidos y Europa sobre las políticas industriales, la soberanía energética y agrícola, o la protección de determinadas industrias estratégicas, se trata de discusiones que América Latina ya tenía hace 20 años.

Tras la primera oleada de progresismo en la década de 2000 [marcada por las presidencias de Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa y los Kirchner (Nota del editor)], la izquierda está ganando de nuevo aquí y allá – en México, por ejemplo, donde Claudia Sheinbaum fue elegida triunfalmente. ¿Cómo ve esta segunda ola?

Es justo hablar de dos olas progresistas. México, que viene después de los demás países latinoamericanos, cuenta con la ventaja de una experiencia acumulada que le permitirá beneficiarse de un mayor impulso. Sin embargo, hay que permanecer vigilantes: los síntomas de los límites del progresismo latinoamericano ya empezarán a aparecer, como ya ha ocurrido en Brasil, Argentina, Bolivia y Uruguay. México se encuentra actualmente en una fase de ascenso, pero es precisamente en el éxito que encuentran los experimentos progresistas donde encuentran sus límites.

En tiempos de crisis, la izquierda tiene que señalar con el dedo: a la oligarquía, a la casta, a los ultrarricos.

En Bolivia, el progresismo ha sido un éxito, sacando de la pobreza al 30% de la población, redistribuyendo la riqueza y empoderando a los pueblos indígenas. Pero este éxito tiene sus límites: una vez alcanzado un objetivo, puede dejar de tener sentido. La sociedad evoluciona, las demandas cambian y las estructuras sociales se transforman. Por eso, para seguir avanzando, es necesario poner en marcha reformas de segunda generación.

El problema al que se enfrenta actualmente América Latina es que, tras unas reformas de primera generación relativamente exitosas, su impulso se ha detenido. El sistema de redistribución de la riqueza y la intervención del Estado en el mercado interno han dado sus frutos, pero ahora hay que reinventar la forma de producir riqueza. América Latina, por ejemplo, heredó un modelo extractivista. En lugar de dejar que los beneficios se vayan al extranjero, hemos conseguido reinyectarlos en nuestras economías, internalizando los beneficios para financiar la justicia social y ampliar los derechos.

Sin embargo, este sistema se vuelve vulnerable cuando materias primas como el petróleo o el litio pierden su valor. Esto plantea la cuestión de su sostenibilidad. Para que la redistribución de la riqueza deje de depender de las fluctuaciones del mercado, hay que crear un nuevo modelo productivo menos dependiente del precio mundial de las materias primas. Esto representa una reforma de segunda generación, que no se limita a cambiar la distribución de la riqueza, sino que implica transformar el sistema de producción.

¿Qué palancas se pueden accionar?

Para llevar a cabo estas reformas, necesitamos revisar el sistema fiscal. Cuando los precios de las materias primas eran altos, no había necesidad de reformas fiscales de gran calado, porque los excedentes comerciales permitían financiar la redistribución. Hoy, la situación ha cambiado. Pocos países han introducido reformas fiscales progresivas, como Bolivia, que ha intentado introducir un sistema más justo. Para que el progresismo perdure, es crucial introducir reformas que incluyan una mayor tributación de las grandes fortunas.

También tenemos que introducir políticas medioambientales más ambiciosas. En las reformas de primera generación necesitábamos recursos inmediatos. Ahora es crucial desarrollar políticas medioambientales más estrictas para garantizar la sostenibilidad a largo plazo del modelo económico.

Las presidencias de Gustavo Petro en Colombia y Claudia Sheinbaum en México podrían dar lugar a un híbrido de reformas de primera y segunda generación. Pero existe un riesgo: todo dependerá de la lucidez de los movimientos progresistas y de la audacia de los dirigentes. En tiempos de crisis, se necesita un chivo expiatorio, alguien a quien culpar. La estrategia de Kamala Harris de promover el consenso y la unidad ha fracasado. Este tipo de retórica tiene su lugar en un periodo de estabilidad, pero en tiempos de crisis hay que señalar con el dedo: a la oligarquía, a la casta, a los ultrarricos. Hay que encontrar un adversario al que enfrentarse.

Yo no diría que la política económica de Javier Milei ha fracasado: a corto plazo, ha conseguido reducir la inflación

Entre los líderes de la derecha latinoamericana, es Javier Milei quien más claramente pretende proponer un modelo alternativo. Qué opina de los primeros meses de su presidencia?

Yo no diría que la política económica de Javier Milei ha fracasado, aunque ha tenido un coste social considerable. A corto plazo, ha conseguido reducir la inflación, pero a costa de una recesión, de despidos y de la destrucción de la industria local. Se encuentra en una situación paradójica: aunque ha conseguido domar la inflación, esto no es sostenible, entre otras cosas porque los dólares no entran. El FMI no ha proporcionado ninguna ayuda significativa y, aunque las principales empresas argentinas han invertido en estrategias financieras en el extranjero, es probable que los resultados económicos a largo plazo sean insostenibles.

Lo que hace que la victoria temporal de Milei sea complicada para la izquierda es que, en el lado de la oposición, no hay una verdadera contrapropuesta. Cuando se pregunta a alguien cómo resolver la inflación, todo el mundo permanece en silencio. Esta falta de alternativa permite a Milei conservar cierta legitimidad, a pesar de la naturaleza destructiva de sus medidas.

En Bolivia, la izquierda se desgarra. El ex presidente Evo Morales y el actual jefe de Estado Luis Arce mantienen una lucha fratricida. ¿Cómo ve usted la situación?

Lo que estamos presenciando en Bolivia es una lucha entre dos personalidades que expresa algo más profundo: la transición de la primera a la segunda ola progresista. Esta lucha es sintomática de la disminución de la eficacia de las reformas.

Las discusiones dentro del partido MAS no giran en torno a este tema, sino al candidato para las próximas elecciones presidenciales. Esto revela otra limitación, que tiene que ver con el carácter altamente personalizado del proceso progresista boliviano. Evo Morales encarna un liderazgo indígena, y hay que recordar que el Estado plurinacional es obra de los pueblos indígenas. ¿Podrá continuar? ¿O sufrirán los pueblos indígenas una especie de expropiación por parte de las clases medias criollas?

La tercera cuestión es cómo pasar del liderazgo carismático al liderazgo rutinario. Nadie ha encontrado aún la solución. No ha funcionado en Bolivia, Argentina, Ecuador o, en cierta medida, Brasil -donde Dilma Rousseff parece haber sido un mero paréntesis antes del regreso de Lula-.

-Traducción desde el francés al castellano por software

*Fuente: LVSL

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