Eybens, Francia 6 de abril 2020
Tal vez lo que me sucede, le suceda a miles de millones. Tal vez lo que sentí ayer seamos miles de millones en sentirlo. Tal vez entonces, quizás, quién sabe, no todo esté perdido.
Puedo observar con estupefacción los horrores más grandes, y no me quiebro. Puedo analizarlo, escribirlo, denunciarlo y no lloro, no surge la emoción. Así fue como pude escribir un libro (*) sobre los torturadores de la dictadura. Puedo observar el horror desde afuera. Soy capaz de hacerlo, no sé por qué, es inquietante incluso.
Hace un par de meses un vecino tuvo un accidente con una sierra eléctrica. Corrí a ayudar, sangraba mucho del tobillo. No tengo nociones de primeros auxilios pero le hice un punto de compresión mientras esperábamos a la ambulancia. Le dolía mucho que le apretara. No sentí nada, no sé lo que me pasa, no es falta de empatía, es como si mi corazón tuviese una coraza, en todo caso, hice lo que tenía que hacer y el vecino se salvó.
Estoy consciente de todo el daño que seres humanos pueden infligir voluntaria o involuntariamente a otros seres humanos, se ve todos los días. Basta informarse. No hay límite al egoísmo, a la maldad y a la estupidez humana. Temas para denunciar sobran. Y me cuesta mucho imaginar una puerta de salida. ¿Lucidez? ¿Cinismo? Lo ignoro.
Pero ayer, confinada en mi casa, protegida, en plena crisis del Covid-19, escuché en la radio hablar de la solidaridad increíble que se pone en ruta. Todos sabemos de la abnegación de los que trabajan en estos momentos para asegurar los servicios básicos, sabemos de la abnegación, voluntaria de muchos, obligada de otros, y en particular la del personal de salud que está en primera línea y arriesgando la propia vida en la lucha contra la muerte. Pero ayer escuché algo más, algo que no me esperaba, escuché de empresas (algunas pocas) que se ponen a trabajar sin contar las horas, de manera desinteresada, renunciando al interés lucrativo para fabricar lo que se necesita con urgencia en los servicios de reanimación de los hospitales. Sí eso es nuevo. Algo en las palabras que escuché, una frase, no sé exactamente cuál fue, algo logró atravesar todas mis corazas internas. Vislumbré que aún era posible olvidar al dios dinero y conectarse colectivamente a lo mejor del hombre.
Y de manera completamente inesperada surgió de mi pecho, de lo más profundo de mi ser un llanto potente, contenido probablemente desde hace décadas.
Un llanto de esperanza de un renacer posible como humanidad.
Un llanto, como el que quisiera tener la Pachamama, de una lluvia bienhechora que haría nuevamente correr libres las aguas por los ríos despojados, que devolvería la vida a las tierras resecas, que llenaría los campos de flores, los árboles de frutos y de alegría los corazones de todos.
No sé si esa humanidad es posible. Lo que hoy sí sé hoy, y con certeza, es que esa es la humanidad que deseo con todas mis fuerzas. Una humanidad fraterna, generosa, solidaria, unida, en la que la vida de cada ser humano sea respetada de igual manera, una humanidad que respete también la tierra y la naturaleza.
Tal vez lo que sentí ayer seamos miles de millones en sentirlo.
Tal vez entonces, quizás, quién sabe, no todo esté perdido.
*Fuente: Politika
Notas:
▪Se refiere a la novela Piedras Blancas publicada bajo el nombre de escritora Maria London
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