Martes, 9 de mayo de 2017
Queridos lectores,
Imagínense por un momento un hombre que por arte de un oscuro sortilegio fuese convertido en hormiga, pero que aún conservase la capacidad de razonar como hombre. Pensando simplemente en su supervivencia, su nueva condición tendría algunas desventajas, pero también algunas ventajas. Como hormiga sería diminuto, con lo que no necesitaría comer mucho para mantenerse y el mundo estaría lleno de cosas que podría ingerir; sin embargo, al ser tan pequeño, le costaría más acceder a algunos sitios, y podría pasar menos tiempo sin comer antes de morir de lo que sería capaz de soportar un hombre.
Nuestro hombre-hormiga, o nuestra hormiga-hombre, sería, como todas las hormigas, ciego. Y sin embargo tendría otros sentidos muy agudizados, y en particular la capacidad de percibir ciertas fragancias.
Ahora imaginemos a nuestro hombre-hormiga en medio de una pradera. Tiene hambre y no tiene otras hormigas a las que seguir. No sabe qué hacer, pero es consciente de que debe actuar rápido si no quiere morir. Pero no sabe dónde ir. Se mueve primero en una y luego en otra dirección, sin saber qué hacer, hasta que de repente percibe una fragancia. Un olor exquisito, de algo comestible: una manzana. Si consigue llegar a ella está salvado.
Al principio el olor es sutil, casi indiscernible entre tantos olores de la pradera. Pero nuestra hormiga-hombre domina ya lo suficiente sus nuevos sentidos como para avanzar en la dirección de ese olor. Ahora ya lo percibe con toda claridad, la manzana está cerca, casi puede saborearla. Avanza hacia ese olor sublime, cada vez más intenso. Ya casi está.
Pero algo no va bien. Fue avanzando y el olor se volvía más intenso, pero ya no. Ha llegado a un punto donde ya no sabe cómo seguir. Parece que avance hacia donde avance el olor se va debilitando, y nuestro hombre-hormiga retrocede, para no perder el rastro; así, repetidas veces avanza en diferentes direcciones, primero en un sentido y luego en el contrario. Desesperado de no conseguir llegar a su objetivo, empieza a dibujar una espiral, haciendo círculos cada vez más amplios centrados en el punto donde percibe mejor el olor, pero no consigue nada. La manzana está allí, pero no la encuentra, no puede alcanzarla. El desgraciado hombre-hormiga de nuestra historia, atrapado en su lógica de búsqueda de hombre más que de hormiga, dará vueltas en círculo sin encontrar nunca la manzana y al final muriendo de hambre.
Una hormiga de verdad no tendría este problema. Seguiría una trayectoria errática, sin rumbo definido. Quizá ella no llegase a la manzana, pero una hormiga de verdad nunca está sola, y algunas de sus muchas compañeras acertarían a subir por el tronco de un árbol un poco distante, y quizá unas pocas acabaran yendo por la rama de donde colgaba, a cierta distancia del suelo, la jugosa manzana que anhelaba nuestra hormiga-hombre. Después, y tras haber arrancado algunos trozos para llevar a casa, irían marcando el camino de regreso y eso favorecería que otras hormigas, aunque no todas, llegasen hasta la manzana. Al final, todas las hormigas llegarían al hormiguero, donde todas compartirían el botín del día.
El problema del hombre-hormiga es no comprender que se mueve en dos dimensiones pero intenta alcanzar algo que está en una tercera dimensión, justo encima de su cabeza. El hombre-hormiga es tan ciego a esa tercera dimensión como lo es a las otras dos, pero las otras dos las puede experimentar con sus patas y sus antenas. Percibe la manzana, pero no puede llegar a ella porque no puede volar. Se coloca en el suelo justo debajo de la manzana, oliéndola cerca pero sin poder llegar a ella, y emprende una búsqueda, primero sistemáticamente siguiendo varias direcciones diferentes, finalmente corriendo en espiral sin saber realmente dónde va, sin atreverse a alejarse del punto donde más cerca estuvo de la manzana pero desde donde nunca la podrá alcanzar.
La metáfora del hombre-hormiga nos sirve para ilustrar el dilema en el que las sociedades occidentales llevan tiempo atascadas: la falta de dimensionalidad de los debates. En los dos últimos años hemos visto diversos países enfrentarse a una elección crucial y siempre dicotómica: el referéndum en Grecia, el Brexit, la elección de Donad Trump… El pasado fin de semana fue el turno de Francia, con la elección entre Emmanuel Macron y Marine Le Pen, ganada – para gran alivio de los mercados financieros y de la Comisión Europea – por el primero. En todos estos casos, una sociedad que ve peligrar su modo de vida, una sociedad que se sabe deslizándose lenta pero inexorablemente hacia su colapso, busca nuevas direcciones hacia dónde moverse. Al igual que el hombre-hormiga de nuestro relato, la sociedad se mueve primero siguiendo líneas rectas: al principio lo hizo en el eje clásico izquierda-derecha, pero al estar éstos cada vez más desacreditados (como en Francia, donde ni el Partido Socialista ni la conservadora UPM colocaron a un candidato para la segunda vuelta de las elecciones) se van buscando nuevas direcciones. No es casualidad que toda la sucesión de elecciones que comentamos sean dicotómicas: es un movimiento entre dos puntos extremos, es una búsqueda en línea recta, unidimensional. Es la estrategia más banal, pero también la que como sociedad nos ha funcionado mejor hasta ahora. No hacía falta nada más complicado.
Por supuesto que la búsqueda lineal no permite salir del problema, sólo oscilar «debajo de la manzana» sin resolver nada. Es decir, las dos opciones que se plantean identifican correctamente cuál es el problema a resolver (llegar a la manzana), que típicamente es devolver el bienestar a una clase media que se siente amenazada; sin embargo, la dirección sobre la que proponen moverse no avanza nada en la resolución de ese problema y cuanto más se avanza hacia un extremo más se agravan los problemas, con lo que surge la reacción de ir en el sentido contrario. No es por tanto casualidad que delante de elecciones de carácter dicotómicas las sociedades aparezcan como «divididas», y con frecuencia las dos opciones están cerca del 50%, ganando una de ellas por poco margen. Esta división en partes virtualmente iguales muestra que los argumentos que se usan por una y otra parte son igual de convincentes (o de poco convincentes), y en el fondo lo que muestran es que la elección es prácticamente al azar, como resultaría de lanzar una moneda al aire. Es natural, puesto que ninguna de las dos opciones es buena y ninguna de las dos solucionará realmente el problema. Por volver al caso Macron-Le Pen (bastante análogo al de Clinton-Trump) no saldremos de la crisis ni «fomentando el crecimiento» (cosa ya imposible) ni «fomentando el nacionalismo» (cuando dependemos tanto de las materias primas que vienen del exterior).
A medida que se va instalando entre los ciudadanos la convicción de que ambas opciones son igual de inútiles, la abstención va creciendo, como ha sucedido en la última elección presidencial en Francia, donde la participación, a pesar de lo aparentemente crucial del momento, ha sido la menor en años (aún con niveles de abstención, 25%, que en España se considerarían bajos). Llegará un momento, a medida que la desesperación cunda entre las clases medias que se vean desposeídas, que se abandonará este movimiento lineal entre dos opciones enfrentadas e igualmente inútiles y comenzará el movimiento en espiral, probablemente cuando el nivel de abstención sea tan alto que reste toda legitimidad a la votación dicotómica.
La llegada a este punto de búsqueda afanosa y desesperada de soluciones vendrá empujada por la necesidad de la mayoría de la población. Lo comentábamos hace poco, al discutir sobre el fin del crecimiento: más de la cuarta parte de la población española está en riesgo de pobreza y exclusión, y eso cuando el PIB lleva dos años en buenas tasas de crecimiento – en contraste con los países de nuestro entorno. Toda la posibilidad de remontar desde el hoyo donde estamos es que el crecimiento continúe y a buen ritmo, pero eso es una quimera: en España se crecerá mientras el petróleo continúe barato y no se desencadene una nueva crisis financiera, pero lo último depende de un monumental castillo de naipes de derivados globales sobre los que nadie, y menos España, tiene ningún control; y con respecto a lo primero es sólo cuestión de tiempo, y no precisamente demasiado, que la fortísima desinversión de las compañías petrolíferas lleve a una súbita caída de la producción de petróleo y a que se dispare el precio del barril. Pero es igual, nuestros despistadísimos expertos siguen creyendo que el fracking va a remontar en EE.UU., confundiendo las ventas a precio de saldo y liquidación por cierre de las compañías de servicios con mejoras en eficiencia, y no anticipando el problema que ya ven en el horizonte de unos pocos meses tanto HSBC como la Agencia Internacional de la Energía. En este momento, con tanta ceguera y soberbia como se está prodigando, el hecho de dar por liquidados los problemas con el petróleo y resto de recursos naturales hará que la bofetada sea épica. Sin un cambio de rumbo rápido, la Gran Recesión que se desencadenará dejará pequeña la de 2008, con la diferencia de que ahora estamos, a nivel social, mucho peor que entonces.
Será precisamente esa inestabilidad social subsiguiente a la próxima e intensa oleada recesiva la que hará que cada vez más países occidentales abandonen la búsqueda unidimensional, a través de ejes un candidato frente a otro (Clinton vs Trump, Macron vs Le Pen) o de una alternativa frente a la otra (Sí vs No en Grecia, Leave vs Remain en el Reino Unido) y comiencen a establecerse dinámicas más complejas, los caminos en espiral del hombre-hormiga. Ese momento será especialmente delicado, porque se caracterizará por el surgimiento de un montón de iniciativas y una tendencia a que múltiples actores actúen desorganizadamente cada uno por su cuenta; las diversas administraciones pondrán en marcha planes diferentes y a veces contradictorios, y en general habrá una pérdida de credibilidad del poder. El movimiento en espiral puede acelerar nuestro colapso como sociedad, sobre todo porque algunas de las cosas que aún se podían mantener consistentemente en la etapa anterior (por ejemplo, la estabilidad de la red eléctrica) podrían perderse en el proceso.
Que lo que suceda a la inútil oscilación dicotómica sea un movimiento en espiral o que sea algo más útil y eficaz depende completamente de tener una buena comprensión de las raíces profundas del problema. El problema es no querer alejarse de ese punto central de la pradera, donde el olor de la manzana es más intenso pero al tiempo desde donde la manzana es inalcanzable. Hay que lanzarse a explorar otras direcciones, y hacerlo no de forma solitaria, sino colectiva.
Nuestro problema es que la sociedad, tal y como está estructurada, no puede garantizar los niveles de bienestar general que conoció en las pasadas décadas. Nuestro bienestar se asentaba en una gran disponibilidad de energía abundante y asequible, cuya cantidad crecía cada año. Eso se acabó. Probablemente hemos superado ya el pico del petróleo, y si no lo hemos hecho aún nos falta muy poco. El pico del carbón y del uranio parecen también superados, y en cuanto al pico del gas natural seguramente se va a producir antes de una década. Las energías renovables tienen muchas limitaciones y no tienen capacidad de cubrir el agujero que dejan tras de sí las no renovables, sobre todo con la rapidez que éstas irán descendiendo.
Por tanto, nuestro rumbo es el del descenso energético, pero eso no significa que nuestra decadencia y eventual colapso sea inevitable. No. Es cierto que dentro de nuestro paradigma económico actual esta crisis no acabará nunca, pero en realidad la mayor parte de la energía se derrocha porque tiene un sentido económico hacerlo. Hay que abandonar la idea del crecentismo y explorar nuevos caminos, hay que lanzarse a buscar el tronco de ese árbol por el cual trepar a la manzana.
Hemos dejado de ser el Homo invictus, el hombre que se creía todopoderoso aupado en su abrumadora tecnología que estaba apuntalada por una cantidad ingente de energía; y al comenzar a faltar ésta nos hemos convertido en un nuevo hombre, el hombre-hormiga, pero no uno cualquiera, sino uno que se resiste a aceptar su nueva condición hormiguil, las nuevas reglas del juego, con sus nuevas limitaciones (por ejemplo, la ceguera) pero también sus ventajas (por ejemplo, la capacidad de trepar por las paredes). Si dejamos de ser hombre-individuo y comenzamos a ser hombre-sociedad, si nos movemos juntos explorando todos los caminos para conseguir nuestra manzana, el bienestar de la mayoría, lo podremos conseguir. Hace falta, simplemente, que primero nos liberemos de toda nuestra soberbia.
Salu2,
AMT
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