
Ahora es a mí a quien me dan ganas de gritar mientras escribo esto, porque los saharauis también se me habían casi borrado de la memoria; y eso que he estado un par de veces en los campamentos de refugiados, y que siempre me he sentido muy próxima a su causa, y que en total habré escrito una veintena de reportajes y artículos sobre ellos. Pero los años pasan como una lluvia de plomo, y la implacable política marroquí de represión y aplastamiento, junto con la atroz indiferencia de la comunidad internacional, han conseguido enterrar en vida a este pequeño, heroico, tenaz pueblo. Y lo peor es que la indiferencia no es sólo de los Gobiernos, sino también de las organizaciones supuestamente progresistas, porque de los palestinos se habla mucho, pero de los pobres saharauis nadie dice nada, aunque su situación sea aún más crítica. Pero, claro, son un puñado de gente sin petróleo ni interés geoestratégico. A nadie parece importarle su sufrimiento.
Vergüenza. Siento vergüenza personal por mi desmemoria, pero, sobre todo, siento una infinita vergüenza colectiva, porque España es la culpable de este drama. Durante casi cien años les colonizamos de manera indolente: en todo ese tiempo sólo hubo un saharaui que llegara a la universidad (se hizo médico). A mediados de 1975 les prometimos la independencia, y los inocentes saharauis se lo creyeron. Tres meses más tarde, el 14 de noviembre, se firmó en Madrid un acuerdo que dividía el Sáhara entre Marruecos y Mauritania: “Nos traicionaron y vendieron como ovejas”. Los españoles nos retiramos a todo correr y Marruecos invadió el Sáhara de manera brutal. Todas las personas que pudieron, hombres y mujeres, niños y viejos, huyeron a través del desierto sin víveres y con lo puesto, mientras los marroquíes los bombardeaban con napalm. En las primeras semanas llegaron a morir miles de niños por las enfermedades y el hambre. Por fin, Argelia les ofreció instalarse en la Hamada, que es el desierto más inhóspito del mundo, un infierno de piedra en donde sólo viven escorpiones y víboras. Y ahí están todavía.
Son unos 125.000 y llevan 40 años en tiendas provisionales de refugiados. Sensatos, pacíficos y estoicos, lo han intentado todo sin recurrir al terrorismo, y nosotros se lo premiamos así: con olímpica ignorancia de sus derechos y de su dolor. Marruecos ha incumplido una y otra vez las resoluciones de la ONU y ha cometido todo tipo de tropelías, pero España sigue besándose con ese monarca alauí al que tanto quiere nuestra Corona. Y no sólo no hemos defendido jamás a los saharauis, sino que además hemos sido el principal proveedor de armas a Marruecos, de esas armas con las que después los aniquilan. No quiero ni pensar en la desesperación que deben de sentir los refugiados, en su negro convencimiento de que no hay salida: “Marruecos nos está matando a fuego lento”. Puede que algún día todo ese sufrimiento se transmute en violencia terrorista y entonces les condenaremos y nos frotaremos las manos. Convertidos en malos, se acabó la culpa
*Fuente: El PaisSemanal
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