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Inmigrantes

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Los he contemplado encaramados en camiones de forma inverosímil, para iniciar otra etapa más de un viaje tan largo como arriesgado a través del Sahara. Los he buscado en las estaciones de autobuses, en poblaciones perdidas en el empobrecido corazón de Africa, siempre de paso. Los he visto buscar trabajo en lo que saliera, allá donde paraban, para conseguir unas monedas que les permitieran resistir y proseguir la marcha. Los he fotografiado, mientras recorrían a pie algún tramo de su interminable camino. Los he descubierto en la oscuridad de la noche, tras haber pasado las horas de luz escondidos, en las proximidades de alguna de las fronteras que debían burlar para conquistar su destino. Los he encontrado, desfallecidos, ante las puertas de algún misionero español, suplicando ayuda. Los he oído quejarse de los abusos que sufrían, de los esfuerzos sobrehumanos a que se veían obligados, de las penalidades que debían afrontar.  Me han explicado muchas veces los motivos de su desesperado empeño, su ambición de escapar a la cadena perpetua de miserias que pesa sobre sus pueblos.

Me han hablado de lo que habían dejado atrás, de los niños que crecen sin futuro, de las familias que aguardan sus giros. He discutido con ellos las raíces económicas de ese racismo que perciben en algunas conductas, cuando notan que se les discrimina más por pobres que por negros. Hemos conversado largamente en los comedores y albergues de la Cruz Roja, en los centros de acogida de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado, en las oficinas de Karibú o en los parquecillos donde suelen pernoctar. Creo que los conozco, que he logrado entender sus miradas desamparadas cuando desembarcan, casi desfallecidos, de los cayucos o cuando sienten la desconfianza de otros viajeros en un vagón del metro. La piel negra destaca entre una multitud de blancos tanto como la piel blanca resulta llamativa en medio de una multitud de negros. Tal vez por eso nos parezcan tantos los inmigrantes que llegan a nuestras costas del sur.

Los rumanos, los polacos, los búlgaros son menos visibles, aunque el número de los que cruzan los Pirineos sea considerablemente mayor. Como lo es, también, el de quienes desembarcan en Barajas tras cruzar el Atlántico. Es más fácil distinguir a un boliviano o a un ecuatoriano que a un magrebí. Argelinos y marroquíes parecen españoles de hace sesenta años, semejantes en sus ropas -incluso en sus rasgos físicos, con bigotes antiguos- a actores y figurantes de películas como "Surcos" en la que se retrataba la dureza de la emigración interior de posguerra. Es imposible distinguir a un argentino, a un chileno, a un uruguayo sin oírlos hablar.

Dicen que la visibilidad de los subsaharianos, abandonados a su suerte en un vacío legal absurdo, inquieta a la opinión pública española. Pero, ¿quién es realmente esa señora?  Está claro que preocupa a los editorialistas, a la voz de las empresas, de los principales medios de comunicación. Y que ha terminado por asustar al gobierno, temeroso de lo que puedan reflejar las encuestas en unas vísperas electorales que cada vez se anuncian con mayor anticipación.

Por eso se proclaman imposibles endurecimientos políticos, y hasta se promete ponerle puertas al mar después de haber intentando ponérselas al campo. Sin embargo la realidad es tozuda, más allá de conveniencias y miedos políticos: no se puede expulsar a todos los "sin papeles" ni impedir que continúen llegando.

Una vieja deuda
Esa legión de desesperados que se rebelan ante el destino amargo que el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional han escrito, al dictado de las grandes corporaciones económicas que gobiernan a los gobernantes, surge del fondo de nuestra propia Historia. Forman una riada humana incontenible de acreedores individuales, que vienen a cobrar una vieja deuda colectiva. (Y no tan vieja, ya que se sigue incrementando con las distintas formas de latrocinio que escondemos con eufemismos como libre mercado). La inmensa mayoría de sus integrantes ni siquiera lo sabe. Muy pocos lo sospechan, algunos lo intuyen, pero no pueden saberlo: se lo impide el mismo sistema económico que los empobreció. Lo hace para que nunca lleguen a exigir la reparación histórica a que tienen derecho, desde la devolución de riquezas acumuladas a su costa hasta la memoria histórica de los crímenes que se cometieron contra ellos. Los pagarés morales que nos presentan no tienen escritas cantidades de dinero ni reivindicaciones políticas. Lo único que piden es trabajo. Quieren vendernos lo único que les queda: capacidad laboral, fuerza y habilidad para un tajo ajeno. Por una vez, esperan que se lo compremos en lugar de robárselo, como en tantas ocasiones desde la esclavitud hasta el neocolonialismo. Aceptan que serán explotados, saben que su trabajo contribuirá a que, como siempre, se enriquezcan los privilegiados por esa Historia de injusticias contadas como hazañas. Y tienen que resignarse al pequeño beneficio de un salario muchas veces injusto, cuando la falta de papeles aumenta su indefensión.

Recordar o preguntar para comprender
Claro que los entiendo. Es preciso un acto de mala voluntad para no comprenderlos. Todos somos testigos de cómo se conforman con malvivir, privándose de cuanto no resulte imprescindible, para enviar sus ahorros a sus familias. Modestas remesas de dinero que habrán de resultar decisivas en sus lugares de origen. Quien necesite ejemplos para entenderlo, que se de una vuelta por Extremadura o por Galicia, que pasee por sus campos y ciudades con los ojos abiertos y pregunte. Oirá las mismas respuestas que si lo hace por la serranía de Cuenca, en Ecuador: el dinero de los emigrantes.

Y si algunos barrios de Madrid o algunos pueblos de Levante empiezan a parecer distritos ecuatorianos, conviene recordar que la ciudad con mayor número de gallegos no es la Coruña, sino Buenos Aires. Quien prefiera ejemplos macroeconómicos, que repase las cifras de ingresos en divisas de la España franquista: antes del gran negocio con el turismo, el dinero exterior llegaba en los envíos de tres millones de emigrantes españoles. El diez por ciento de la población total de España – no de su población activa sino del total – había optado por la misma solución que los africanos, los latinoamericanos, los europeos del este, con quienes nos cruzamos cada día. Dicen los periódicos que el superávit de la Seguridad Social coincide con las cifras aportadas por los inmigrantes. Sospecho que se trata de una estimación prudente. Hace menos de veinte años se especulaba con que el continuo crecimiento del déficit acabaría recortando sus aplicaciones. Nadie imaginaba entonces que nuestras jubilaciones quedarían garantizadas por la mano de obra inmigrante. Tampoco nadie lo proclama abiertamente ahora, pese a que resulta evidente.

Hace tiempo que aprendí a entender a los migrantes: mucho antes de que ellos llegaran masivamente a España, yo había visitado a los españoles que, en distintas y sucesivas oleadas, habían ido en busca de trabajo a América o Europa. En lo esencial, aquellos y estos son iguales. El impulso, la necesidad, el sueño que los mueve es el mismo.  
2 de febrero de 2007
Enviado por SERPAL
Servicio de Prensa Alternativa.
Nuestra página: www.serpal.info
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