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¿Son las elecciones elemento consubstancial a la democracia?

¿Son las elecciones elemento consubstancial a la democracia?
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06 de agosto de 2024

ELECCIONES Y DEMOCRACIA

La Carta de las Naciones Unidas no exige a sus estados miembros tener un sistema democrático de gobierno para ser miembro de ella. No puede hacerlo ni podría[1]. A pesar de lo señalado, la referida entidad se refiere a la democracia sin definirla; y, sin embargo, no vacila en señalar cuáles han de ser los requisitos fundamentales para considerarla como tal. De entre ellos, la realización de elecciones se presenta como uno de los que debemos considerar verdadera ‘conditio sine qua non’ para la existencia de ese concepto.

En efecto, en un documento publicado en la página web de la referida organización, intitulado ‘Paz, dignidad e igualdad en un planeta sano’, en el acápite ‘La democracia y los derechos humanos’, se puede leer lo siguiente:

“Los valores de libertad y respeto por los derechos humanos y el principio de celebrar elecciones periódicas y genuinas mediante el sufragio universal son elementos esenciales de la democracia”[2].

En materia de Derecho Internacional tales exigencias no siempre se cumplen a cabalidad. Existen numerosos estados en donde no hay democracia y, por lo tanto, no hay elecciones. Y otros en donde, existiendo aquella, sus características son tan peculiares que, si bien responden a las exigencias de la ONU, entorpecen de todas maneras el ejercicio de la soberanía.

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Podemos concluir, si, que la democracia, para las Naciones Unidas, es un sistema de gobierno en el que existe separación de ‘poderes’, partidos políticos, y se realizan periódicamente elecciones que han de ser libres, secretas e informadas. Y, por supuesto, el respeto irrestricto a los derechos humanos. Se trata de cuatro requisitos que no pueden faltar, por lo que, la sola existencia de ‘elecciones’ no basta para definirla como tal: se requiere que haya partidos, separación de ‘poderes’ y respeto a los derechos humanos. El problema radica en que las elecciones se encuentran inextricablemente unidas a la existencia de partidos, en un sistema donde la representación del ‘pueblo’ la ejercen aquellos. De manera que la democracia exige elecciones; y, para que éstas se realicen, menester es la existencia de partidos políticos que, tomando la representación de la comunidad nacional, proceden a designar los candidatos. Esta circunstancia hace que la democracia constituida de esa manera pasa a denominarse ‘democracia representativa’, en contraposición a la llamada ‘democracia directa’, que se ejerce sin mediación partidaria.

POR QUÉ ELEGIR DETERMINADOS CANDIDATOS

No existen antecedentes ciertos que permitan conocer cuál o cuáles fueron las razones que llevaron a estimar al proceso eleccionario como el instrumento más apropiado para el ejercicio de la democracia. Puede suponerse que la circunstancia de haber vivido dentro de un sistema en donde la designación de los cargos era una función privativa de la autoridad autoerigida obligó a los constructores del sistema capitalista a inclinarse por una forma aparentemente más justa que la anterior y pronunciarse a favor de la elección. Porque, bajo el sistema feudal, el monarca (o el señor feudal) procedía, según su parecer, a la designación de quien había de preocuparse de ciertos asuntos de gobierno. Tal vez por ello se estimó al derecho a elegir como el más adecuado para el nuevo tipo de sociedad que se instalaba. El problema fue que tan loables intenciones no innovaron, en absoluto, respecto del carácter autoritario de la nominación porque:

1. El derecho a proponer los nombres de los candidatos se entregó a los partidos políticos; el rey o el señor feudal (en su caso) fue reemplazado por las organizaciones políticas. Y,

2. La designación fue reemplazada por la elección, manteniéndose el carácter autoritario de la nominación. La circunstancia que, hoy, a quienes detentan los cargos públicos se les conozca bajo el nombre de ‘autoridades’ (personas con autoridad para ejercer los mismos) contiene, implícito, el regreso a los viejos tiempos, bajo otras condiciones, bajo otros respectos.

Por eso, en la moderna sociedad, la elección de quienes van a administrar las relaciones y necesidades del conjunto social radica en las manos de otros señores. Y eso constituye una verdad irredargüible, una verdad que no admite prueba en contra: el ‘pueblo’ no administra la sociedad de la que es parte consubstancial. Solamente elige a quien ha de administrar a esa estructura social. Y esa labor ha de ejercerla con su participación (voluntaria u obligatoria) en elecciones periódicas que han de ser libres, secretas e informadas, lo que constituye uno de los pilares fundamentales de lo que se conoce como la moderna ‘democracia’.  Premisa, por lo demás, que jamás fue aceptada por los clásicos de la ciencia social, profundamente críticos, incluso, a la existencia de los parlamentos, e inclinados, más bien, al ejercicio de la democracia directa.

Por consiguiente, las elecciones nos convocan a elegir a quienes van a dictar las normas que nos van a regir, a quienes nos van a juzgar y a los que van a administrar la nación con plenas facultades para designar al escalafón inmediatamente inferior. En suma, nos convocan para que, a través del uso del voto, prolonguemos por un período más la vigencia de la desigual estructura social y así sucesivamente. Es la función primordial que hemos de realizar.

“Marx percibió magníficamente esta esencia de la democracia capitalista al decir en su análisis de la experiencia de La Comuna: ¡a los oprimidos se les autoriza para decidir una vez cada varios años qué mandatarios de la clase opresora han de representarlos y aplastarlos en el Parlamento!”[3]

LAS ELECCIONES COMO LEGADO DE LAS CLASES DOMINANTES A LA SOCIEDAD

Las elecciones, pues, constituyen el indiscutible legado que las clases dominantes de Inglaterra, Francia y Estados Unidos dejaron a las clases dominadas de Occidente, luego de su indiscutible triunfo por imponer el modo de producción que hoy impera. Y, como tal, la ‘izquierda’ raras veces las objeta. No así la ‘derecha’ que, cuando el gobierno queda en manos de sus adversarios, tiene por misión objetarlas. Alegará, plañideramente, sentirse víctima de un fraude electoral o, si la situación se torna favorable a sus intereses y ha logrado captar la atención de la comunidad (nacional y/o internacional), llamará en su auxilio a las Fuerzas Armadas alegando la imprescindible necesidad de un ‘golpe de estado’, cuadro que se ha repetido hasta la saciedad en el curso de la historia. Estamos acostumbrados a que eso suceda; en suma, estamos acostumbrados a perder. Porque la repetición crea costumbre y la costumbre, cultura. Por lo que resultan válidas las palabras de Richard Dawkins cuando, refiriéndose a grupos en donde se establece una jerarquía dominante, nos recuerda:

“Lo que sucede es que los individuos que están acostumbrados a ganar tienden a tener aún más posibilidades de ganar, mientras que aquellos individuos que están acostumbrados a perder se tornan cada vez más propicios a perder”[4].

Jamás las elecciones fueron impuestas por razones científicas; constituyen, solamente, un instrumento político de dominación.

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Por eso, a menudo, permiten a una potencia dominante desconocer los resultados electorales de otra nación y le brindan la excusa para intervenir en ella e instalar allí gobiernos títeres bajo la excusa de defender la democracia, aunque la Carta de las Naciones Unidas jamás haya contemplado tal intervención en artículo suyo alguno. El concepto de soberanía pasa, de esa manera, a ser letra muerta, como asimismo los principios de autodeterminación de los pueblos o libre autonomía de los estados y no intromisión en los asuntos internos de otro[5]. La dominación sigue ejerciéndose a través de la historia. Podemos entender de esta manera que un analista haya querido precisar más, aún, esta relación, señalando:

“En el matrimonio democracia y liberalismo lo que les importa es lo segundo, y lo primero, entendido como la expresión de la voluntad de un pueblo para tomar el destino en sus propias manos, ha sido solo un instrumento al servicio de los intereses económicos”[6].

PÉRDIDA DE LA CONFIANZA CIUDADANA

Las elecciones constituyen hoy uno de los tantos actos públicos que realizan los ciudadanos. Un acto que es supervigilado por instituciones públicas. Pero, ¿qué sucede cuando la confianza ciudadana, en las instituciones públicas, se va al suelo? ¿Qué sucede con la estructura jurídico/política de la nación?

Lo expresado recientemente dice relación con los resultados que pone de manifiesto la encuesta CEP de fines de julio recién pasado en la que, dentro de los datos considerados ‘preocupantes’,

“[…] hay uno que nos parece central: un 69% de los encuestados señala que ‘mucha gente o casi todas las personas’ en el sistema público estarían involucradas en situaciones de corrupción”[7].

Ese es el problema central. El deplorable panorama que nos presentan los ‘elegidos’ impide pensar en una solución basada en el accionar de los mismos. ‘No se le piden peras al olmo’ dice un viejo adagio. Porque no se le puede pedir que no sea corrupto quien ha hecho de la corrupción su forma de vida.

“Esta cifra es alarmante en cuanto a la credibilidad de nuestro sistema público, especialmente si consideramos otros síntomas, como el deficiente funcionamiento del sistema político. Si nuestra sociedad no confía en sus instituciones políticas, administrativas y sociales, es muy difícil que podamos avanzar en soluciones o respuestas de políticas públicas a los flagelos que vive nuestra sociedad”[8].

No va, por lo mismo, en esa dirección, la posible solución al reemplazo de la elección por otro medio. Los problemas difíciles no tienen soluciones fáciles.

POSIBLES CAUSAS DEL DESPRESTIGIO DE LA ELECCIÓN COMO FORMA DE GENERAR ‘AUTORIDADES’[9]

El desprestigio de las elecciones, como forma de generar ‘autoridades’, parece encontrarse en su propia generación. Sabemos que las nominaciones de candidatos se realizan a través de los partidos políticos. No debe llamar la atención que, en consecuencia, los vicios de esas colectividades infecten el funcionamiento de ese sistema. El desprestigio de uno acarrea el desprestigio del otro. Más, aún, cuando los cargos a llenar, por efectos del modelo neoliberal, establecen odiosas diferenciaciones de ingresos, para los que triunfan en las elecciones, respecto de quienes se desenvuelven en el resto de la sociedad. Las brechas entre representantes y representados se manifiestan en toda su extensión y las intenciones de ocupar tales cargos para servir a la comunidad ceden el paso a las apetencias personales por lograr mejores estándares de vida para sí y sus familias.

Las remuneraciones altas, groseramente altas, de estos ‘representantes populares’, inevitablemente, los separan de quienes dicen representar. Es natural que, de esa manera, les resulte difícil entender los problemas de quienes viven en una situación diferente a ellos. Más, aún, dentro de un régimen de economía social de mercado, en donde los cargos públicos son bienes que se transan, como cualquier otro bien, en el mercado de la política: la consecución de uno de esos cargos es un acicate que impulsa la competencia cerrando el paso a la cooperación. No debe sorprender que muchos de ellos quieran ser reelegidos, una y otra vez: al renovarse sus mandatos, sus ‘empleos’ también se renuevan.

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Pero eso no es todo: tienen a su cargo la administración de fondos fiscales que pueden emplear en provecho propio; la corrupción, entonces, se manifiesta en los actores políticos como forma normal de comportamiento. Por supuesto que todas esas circunstancias hacen nacer una suerte de complicidad entre sujetos ubicados, incluso, en extremos contrapuestos, burocratizándolos y originando entre ellos formas de defensa corporativa e induciéndolos a tolerarse y protegerse mutuamente. Es el momento en que comienza a constituirse una verdadera ‘elite’ cuyos actores no se separan únicamente del plano en el que se desplazan sus electores sino robustecen sus cuotas de poder al conectarse con otras ‘elites’. Entonces, la incorporación de familiares y dependientes se hace costumbre. Porque el nepotismo se manifiesta como la mejor forma de pagar los servicios que se prestan mutuamente. Preocuparse de los problemas sociales pasa a ser letra muerta pues, quienes antes eran enemigos pasan, más tarde, a ser amigos. Las diferencias sociales, que antes eran anatema, por efectos de la repetición, adquieren rasgos de normalidad.

¿Se pueden solucionar estos problemas? Aparentemente, sí. Tal vez, equiparando los sueldos de los representantes con los de los representados, disminuyendo los períodos de ejercicio de los cargos públicos, impidiendo las relecciones, en fin. Pero, ¿sería posible eso? ¿Estarían las ‘elites’ dispuestas no sólo a aceptar esas propuestas, sino a proponerlas e impulsar su aprobación en el Parlamento? No nos parece plausible. Tales estamentos podrían desaparecer, los partidos dejarían de ser partidos, sus dirigentes no serían tales y no podrían ejercer el poder. Y puesto que se trata de organizaciones que no poseen vocación suicida resulta difícil suponer que estarían dispuestos a renunciar a sus privilegios. De hecho, en cierta medida, la forma de limitar el período eleccionario fue conocida en tiempos de la Patria Vieja y comienzos de la Nueva; y no fue aceptada. Testimonio de ello es aquella conversación que sostuvo Manuel Rodríguez Erdoyza con el ungido Director Supremo Bernardo O’Higgins, a propósito de su nominación para un cargo en el extranjero. Como bien lo recuerda Ricardo Latcham, el inmortal guerrillero le manifestó a su interlocutor, al respecto, lo siguiente:

“-Ud. ha conocido, señor Director, perfectamente mi genio. Soy de los que creen que en esto de los gobiernos republicanos deben cambiarse cada seis meses o cada año lo más, para que de este modo nos probemos todos, si es posible y es tanarraigada esta idea en mí, que si fuera Director y no encontrasequién me hiciera revolución, me la haría yo mismo. ¿No sabe Ud. que también se la traté de hacer a mis amigosCarrera?”[10]

OTRAS FORMAS DE MANIFESTAR LA VOLUNTAD SOCIAL

La elección o, si se prefiere, el derecho a elegir, no es la única forma de ejercer la voluntad social: Como ya lo hemos señalado, también puede la designación servir para ello, a pesar de ser bastante antigua y estar muy desprestigiada. Porque no estamos hablando aquí de una designación a la manera de la Edad Media, sino sobre la posibilidad de realizar nombramientos aprovechando otros recursos. Entendemos, ese concepto, inmerso en todos los adelantos tecnológicos que nos ofrece el desarrollo actual de las fuerzas productivas y, en especial, los que presenta la inteligencia artificial (IA). Y, por supuesto, la voluntad del actor político, la aquiescencia de quien va a participar en el proceso de designación lo que implica, además, evaluar sus aptitudes. No se trata, por consiguiente, de obligar a prestar servicios en la administración pública a la generalidad de los ciudadanos sino de hacerlo con aquellos que tienen la voluntad e interés de realizar tales funciones.

Elección y designación pueden ser formas de ejercer la participación directa de la comunidad en los asuntos que le conciernen. Pero no son ambas las únicas; también puede serlo el sorteo o la tómbola con resultados más o menos similares.

Una situación similar ofrece la solución del sorteo o tómbola que, también, es una forma de nominar personas para el desempeño de determinadas funciones. En este caso, y a diferencia del anterior, el azar prima por sobre la voluntad humana. Requiere, en consecuencia, de la previa selección de quienes están interesados en participar en dicho sorteo y reúnan las condiciones de interés y aptitudes. Y, por cierto, de un modelo construido con la ayuda del instrumental adecuado que ofrecen los adelantos tecnológicos.

La transformación de la forma de realizar la selección de las autoridades no se limita a las indicadas precedentemente; porque las formas puras, que presenta cada una, poseen elementos que pueden intercambiarse hasta construir proposiciones alternativas con aspectos propios de unas y otras.

LAS ELECCIONES QUE SE AVECINAN

No parece necesario señalar aquí, una vez más, que la voluntad política de innovar en el sentido de ajustarse a los principios del derecho ayuda a la convivencia nacional e internacional; lamentablemente, no parece ser materia de interés para los distintos órganos del Estado o vaya a ser tratada por los mismos, al menos, en lo inmediato. Volver la vista hacia las organizaciones sociales, a las Juntas de Madres, a las Juntas Vecinales, a los sindicatos, a las organizaciones de derechos humanos, a los colegios profesionales, a las organizaciones deportivas, en fin, y centrar en ellas la esperanza de los cambios, puede, tal vez, ser más efectivo. Impulsar la participación inmediata de todas en la cuestión social, incitarlas a formar una Asamblea Constituyente, ayudar en la coordinación de sus propuestas, difundir sus proclamas y noticias, promover sus marchas y colaborar en la propagación de sus iniciativas, aunque se nos moteje de ‘octubristas’, tales parecen ser formas efectivas de construir una nueva forma de relación social. Tal empresa implica, también, desprendernos de los lastres que nos han legado los viejos sistemas de dominación. Pero, a la vez, establecer una forma segura de emprender la construcción de una nueva sociedad, tarea que se hace cada vez más urgente frente las adversidades que nos empieza a presentar en forma ineludible el cambio climático.

Santiago, agosto de 2024

Notas.

[1] Si lo hiciera debería dejar fuera a una enorme cantidad de Estados que, por no reunir los requisitos exigidos para ser considerados en calidad de tal, no son democráticos.

[2] Documento de las Naciones Unidas ‘Paz, dignidad e igualdad en un planeta sano’, que se encuentra disponible en INTERNET.

[3] Lenin, Vladimir Ilich: “El Estado y la Revolución”, Empresa Editora Nacional ‘Quimantú’ Ltda., Santiago, 1972, pág.108.

[4] Dawkins, Richard: “El gen egoísta”, Salvat Editores S.A., Barcelona, 202, pág. 108.

[5] Estos principios son complementados con la llamada ‘Doctrina Estrada’, enunciada por el diplomático mexicano Genaro Estrada, según la cual ningún Estado o gobierno requiere del reconocimiento de otros países para proclamar su soberanía que, por lo mismo, se encuentra implícita en el concepto mismo de nación.

[6] Argandoña Besoaín, Andrés: “Dictaduras menos malas: la derecha y su verdadera relación con la democracia”, ‘El Desconcierto’, 02 de agosto de 2024.

[7] Campos, Gustavo; Espinoza, Rodrigo y Jofré, Hugo: “Encuesta CEP y corrupción en el sector público: una dramática percepción”, ‘El Mostrador’, 02 de agosto de 2024.

[8] Campos, Gustavo; Espinoza, Rodrigo y Jofré, Hugo: “Encuesta CEP y corrupción en el sector público: una dramática percepción”, ‘El Mostrador’, 02 de agosto de 2024.

[9] Por razones de espacio, no nos referimos, en esta parte, al rol que desempeñan los medios de comunicación y el control de la propaganda.

[10] Latcham, Ricardo A.: “Vida del guerrillero Manuel Rodríguez”, Editorial Nascimento, Santiago, 1932, pág. 221.

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