Marx no vio los peores demonios de la era moderna
por Manuel Riesco (Chile)
6 años atrás 17 min lectura
4 junio, 2018
Karl Marx nació el 5 de mayo de 1818 en el antiquísimo obispado Palatino de Tréveris, Alemania. Cuando recién despuntaba la Primavera de los Pueblos de Europa, que treinta años más tarde y cuando aún no se secaba la tinta de la primera edición de una pocas decenas de ejemplares del Manifiesto Comunista, estallaría gloriosamente derribando los Absolutismos en todas las capitales del continente aún antes que llegaran a matacaballos a cada una las noticias de la caída de las otras. Fue su hijo más auténtico y trascendente, ”el más grande pensador de sus días”, como dijo Federico Engels, su entrañable coautor, compañero y amigo de toda la vida, a las 17 personas que asistieron a su entierro el 14 de marzo de 1883 en el cementerio de Highgate de la floreciente Londres en el apogeo de su revolución industrial. Dos siglos después el mundo entero se lo reconoce.
Marx y Engels a lo largo de toda su vida, estudiaron, comprendieron cómo y porqué aparecía y como funcionaba, la sociedad urbana moderna que recién llegaba al mundo, de la cual se maravillaron y promovieron su advenimiento más que nadie y a lo largo de todas sus vidas, pero al mismo tiempo fueron sus más formidables críticos, identificando las contradicciones que determinan su turbulento y anárquico desarrollo y que algún algún día acabarán con ella. La historia de los dos siglos que siguieron ha confirmado sus visionarias apreciaciones de modo contundente, en la medida que ha venido reproduciendo en sus rasgos esenciales, hasta abarcar por estos días la mitad de la humanidad y avanzar a ritmo vertiginoso sobre la otra mitad, el proceso modernizador que ellos conocieron recién como un embrión.
“Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana: El hecho, tan sencillo, pero oculto bajo la maleza ideológica, de que el hombre necesita, en primer lugar, comer, beber, tener un techo y vestirse antes de poder hacer política, ciencia, arte, religión, etc….Que, por tanto, la producción de los medios de vida inmediatos, materiales, y por consiguiente, la correspondiente fase económica de desarrollo de un pueblo o una época es la base a partir de la cual se han desarrollado las instituciones políticas, las concepciones jurídicas, las ideas artísticas e incluso las ideas religiosas de los hombres y con arreglo a la cual deben, por tanto, explicarse, y no al revés, como hasta entonces se había venido haciendo”.
Quien tenga la suerte de hacer tan sólo un descubrimiento así, ya puede considerarse feliz. Tal era el hombre de ciencia. Pero esto no era, ni con mucho, la mitad del hombre. Para Marx, la ciencia era una fuerza histórica motriz, una fuerza revolucionaria. Pues Marx era, ante todo, un revolucionario. Por eso, Marx era el hombre más odiado y más calumniado de su tiempo. Y puedo atreverme a decir que si pudo tener muchos adversarios, apenas tuvo un solo enemigo personal. Su nombre vivirá a través de los siglos, y con él su obra”. Cierto
Así resumió Federico Engels, en el entierro de Marx su gran aporte a la historiografía universal. Marx lo dijo de modo más sucinto: “Los hombres hacen su propia historia, pero no como se les viene en gana” (18 Brumario de Luis Bonaparte). Resulta irónico que el “postmodernismo” —que “descree de la necesidad histórica y afirma que ésta no sigue un guión sino que va [sólo] al compás de la hegemonía que se alcanza mediante la política articulando intereses de diversa índole”, por usar palabras de un columnista de la plaza que no dice que el último concepto tiene su origen asimismo en Marx—, se puso de moda a raíz de la caída del socialismo, que evidenció precisamente el fracaso del mayor intento de la historia humana por imponer un discurso que se adelantaba a su época, el sueño audaz de pasar directamente del feudalismo al socialismo saltándose el capitalismo, originado en la estela de horrores de la Primera Guerra y sustentado sólo en la hegemonía del poder estatal surgido de la Revolución Rusa.
Recién al final del siglo 20, uno de los giros más asombrosos e inesperados de la historia ha evidenciado la vigencia de uno de los grandes aportes de Marx al acervo científico universal, el haber desentrañado la esencia de la gran transformación que todavía marca nada menos que el carácter de nuestra época: la transición global de la vieja sociedad agraria y señorial a la moderna sociedad urbanizada y capitalista. Marx describió de modo magistral como en el siglo XVIII esa transformación originó la revolución industrial inglesa del siglo XIX. Pensó, deseó e intentó que caminara aún más rápido en el resto del mundo y en especial en Alemania, y la denominó “Acumulación Originaria del Capital” (El Capital, libro I, capítulo 24).
La urbanización que la subyace sigue siendo, de muy lejos y más que nunca, el fenómeno socio-económico más masivo de la historia humana. Esta transformación auténticamente epocal se encuentra exactamente a medio camino puesto que, según UNFPA, “Estado de la población mundial”, recién el año 2008 y por primera vez en la historia humana los habitantes de las ciudades igualaron en número a los campesinos a nivel global. Pero avanza a ritmo vertiginoso sobre la otra mitad.
Se estima que sólo en China unos 250 millones de campesinos van a migrar a las ciudades en los próximos 15 años. Ello equivale a la población de las 26 mayores ciudades que se han conformado en los tres siglos precedentes, que incluyen todas las venerables capitales de la vieja Europa, las de Norteamérica y Japón y las mayores del mundo emergente. A ello hay que agregar la migración de 416 millones de campesinos en India y 186 millones en Nigeria, que encabezan junto a China los países en pleno proceso de urbanización, que en todo el mundo se sumarán al total de 2.500 millones de nuevos habitantes urbanos que espera la primera mitad del siglo XXI.
Los modestos pasos del campesino y su familia que dejan atrás la forma de vida y trabajo que los han sustentado desde tiempos inmemoriales —y que al hacerlo se transforman en modernos asalariados urbanos razonablemente sanos y educados, cuyas manos adquieren el Toque del Rey Midas porque lo que producen ya no se destina a su propio consumo sino a venderse en el mercado—, a nivel planetario sigue desde el trasfondo determinando: la ley de población, el desarrollo social, económico, cultural e institucional, así como la correlación de fuerzas entre países y regiones y, posiblemente, hasta las denominadas “crisis seculares”, el fenómeno más importante que cada tantas décadas afecta las economías capitalistas más desarrolladas. El curso y ritmo de la urbanización es a su vez determinado por todos estos factores, que confluyen en la trayectoria histórica concreta de cada país y región.
Es el mismo proceso que ha marcado la historia de Chile a lo largo del último siglo, Al igual que sucede por doquier ha llegado, multiplicó la población por cuatro, la esperanza de vida por tres, el valor agregado por el trabajo más de veinte veces, creó la infraestructura física e industrial, y aún está construyendo las modernas ciudades que todavía se transforman a ritmo vertiginoso cada día que pasa. Su curso turbulento fue conducido por el moderno Estado chileno, que nació en 1924 precisamente para cumplir este rol, empujado desde abajo por estallidos populares que se han sucedido cada diez años en promedio. El que se extendió entre 1965 y 1973 merece llamarse Revolución Chilena porque, como en aquella que cada país escribe con mayúscula, su gran fuerza motriz fue el campesinado que despertando de su siesta secular se incorporó masivamente a la acción política e hizo posible las proezas históricas, como la Reforma Agraria y Nacionalización del Cobre, que asentaron para siempre la modernización de Chile. Tras un brutal retroceso de medio siglo, parecido al que han vivido muchas de las grandes Revoluciones modernas, nuestro país se estremece por estos años con los últimos pujos de este parto que ha durado un siglo.
La caprichosa trayectoria de la urbanización alrededor del planeta a lo largo de los tres últimos siglos está jalonada por la sucesión de las Revoluciones Modernas, cuyos fulgores sucesivos han venido iluminando el curso turbulento de esta ola. A lo largo de más de tres siglos la ha llevado desde Londres hasta Lisboa pasando por París, Viena, Roma, México, San Petersburgo, Estambul, Pekín, Nueva Delhi, Cairo, Habana, Santiago, Teherán, Managua y Johannesburgo, por mencionar algunas. A su paso “todo lo sólido se desvanece en el aire” como escribieron los jóvenes Marx y Engels en el Manifiesto Comunista de 1848.
Agrega Engels en el entierro de Marx: “Pero no es esto sólo. Marx descubrió también la ley específica que mueve el actual modo de producción capitalista y la sociedad burguesa creada por él.” En efecto, Marx y Engels no desarrollaron una teoría economía alternativa, sino completaron el grandioso edificio de la economía clásica.
Los economistas liberales clásicos —Adam Smith, David Ricardo y otros como James Anderson que formuló por primera vez la teoría de la renta— habían descubierto y formulado los conceptos económicos fundamentales, principalmente que el valor de las mercancías es la forma que adopta el tiempo de trabajo cuando sus productos, bienes y servicios, se venden en el mercado, descubrimiento de Smith que al decir de Marx “cambió el curso del pensamiento humano”. Descubrieron asimismo que el dinero es necesariamente una mercancía, es decir un producto del trabajo humano que toma la forma de valor al intercambiarse por otras y que por cualidades especiales puede representar el de todas las demás, y que monedas son los nombres nacionales que asumen cantidades determinadas de material dinero en los Estados que imponen su curso forzoso y lo reemplazan en todas sus funciones excepto servir de medida de valor.
Los clásicos explicaron que el mercado asigna un sobreprecio a las mercancías escasas, que cambia a cada instante siguiendo las veleidades de la demanda, un imán para la especulación que, junto a producción para consumo final como en el resto de las mercancías, se convierte en el segundo componente de aquella y a veces determina su precio, como ocurre con el “súper ciclo” de materias primas que sigue el ciclo secular de las economías desarrolladas ¡exactamente al revés! Se venden por encima de su valor generando rentas, que son transferencias de valor desde las mercancías no escasas, los que se venden por debajo de los suyos a costa de la ganancia capitalista media. Los liberales clásicos distinguieron de este modo las tres grandes clases sociales modernas, trabajadores, capitalistas y rentistas, definidas precisamente porque cada uno de ellos vive principalmente de cada una de las tres partes en que se divide el valor agregado (PIB): salarios, ganancia y renta, la fórmula trinitaria de Adam Smith,
Los grandes economistas liberales representaron en el plano intelectual a los nacientes capitalistas industriales y fueron tenaces adversarios de los rentistas, a quienes consideraban con justicia parásitos de aquellos. Capitalistas y rentistas se han enfrentado constantemente y de forma más o menos aguda desde los albores de la producción capitalista en el siglo XIX y hasta nuestros días. Lo demuestra el hecho que todos los Estados modernos han aplicado las recomendaciones de David Ricardo nacionalizando sus recursos naturales estratégicos —como los hidrocarburos, por ejemplo— y la mayoría capta la totalidad de la renta de los mismos explotandolos en exclusividad o aplicando significativos royalties y otros impuestos específicos. El Estado chileno asimismo ha nacionalizado todos sus recursos mineros y pesqueros y todavía explota directamente alrededor de un tercio de los primeros, pero mediante la infame ley de concesiones mineras y pesquera los ha vuelto a entregar en su mayor parte a título gratuito a grandes empresas rentistas que los explotan sin pago significativo alguno.
Los clásicos descubrieron que la tecnología no crea valor, sino sólo lo transfiere desde los productores más ineficientes a los innovadores, otorgando una transitoria pero significativa ganancia extraordinaria a estos últimos mientras el resto no adopta las nuevas tecnologías o son desplazados por la competencia al interior de cada mercado, e identificaron la innovación así estimulada como el motor que otorga a la producción capitalista su energía revolucionaria. Asimismo, que las ganancias comerciales e intereses bancarios son parte de las ganancias de los capitalistas que operan en la producción y venden al por mayor, hacia los minoristas, y de todo ellos a quienes les prestan el dinero para financiar sus operaciones, respectivamente.
Pero el gran descubrimiento de la economía clásica ha resultado una verdad bien incómoda para los economistas posteriores ligados al empresariado, que son los más y han aplicado considerable ingenio para intentar prescindir, al menos de la boca para afuera, de este concepto fundacional de la economía moderna. En efecto, si el trabajo humano aplicado a la producción de bienes y servicios que se venden en el mercado es la exclusiva “fuente, origen y naturaleza de la riqueza moderna de las naciones” como descubrió la indagación de Adam Smith ¿de donde proviene entonces la ganancia capitalista?
Marx y Engels —el segundo según el primero y unos diez años después del Manifiesto— descubrieron que el salario no paga el trabajo sino la fuerza de trabajo. No retribuye el valor agregado en cada proceso productivo determinado, el que se sigue midiendo rigurosamente y cuya sumatoria conforma el producto interno bruto (PIB), la variable principal de la economía moderna, sino lo que necesitan los trabajadores para vivir junto a sus familias, que se mide como “pago al factor trabajo” y en Chile es poco más de un tercio del PIB mientras en los países desarrollados alcanza ya a dos tercios del mismo. El salario no se determina en el mercado del bien o servicio producido, sino en el de la canasta que conforma el índice de precios a consumidor (IPC).
Como antes el esclavismo y feudalismo, el capitalismo es también un régimen de explotación en que una parte de la jornada se destina a mantener a los trabajadores y el excedente es apropiado por la elite, legítimamente a condición que respeten aquella y destinen la mayor parte de éste a financiar íntegramente la reproducción económica —el “ahorro nacional”— y los llamados “asuntos del espíritu” —arte, ciencia, educación y cultura en general—. Lo específico es que, a diferencia de los modos de producción anteriores en que la división de la jornada era patente puesto que se desarrollaban separadas una de otra en el tiempo y en el espacio, ahora es invisible porque ambas partes toman la forma de valor.
Junto a la contradicción entre sus grandes clases sociales, que seguirá existiendo mientras perdure, Marx identificó las otras contradicciones principales del capitalismo, especialmente la que enfrenta el interés de cada capitalista individual en reducir constantemente el trabajo y la necesidad del conjunto de ellos por incrementarlo para aumentar el PIB y las ganancias en general. La constante Innovación —que Marx analiza de modo brillante mostrando que, junto a nuevas maquinarias e inventos, consiste esencialmente en avances en la organización de la producción, lo que lo ha convertido en el “gurú de gurúes” empresariales actuales según propia confesión de éstos—, es el motor del capitalismo en pos de “ganancia extraordinaria”, pero reduce el trabajo global al abaratar las mercancías, lo que genera una constante atracción y repulsión de obreros, los que se trasladan masivamente de unas a otras industrias y ramas productivas, con crisis y períodos de cesantía intermedios.
Marx demuestra asimismo que la transferencia de valor desde capitalistas “lerdos” a innovadores no sólo sucede al interior de cada industria, sino ocurre asimismo y masivamente desde las industrias intensivas en mano de obra a las intensivas en medios de producción, reduciendo los precios de los primeros y subiendo los segundos por debajo y encima de sus respectivos valores, hasta que igualar la rentabilidad de los capitales invertidos en ambas. Completó así la función o matriz de transformación de valores en precios descubierta por los clásicos.
El constante aumento en la “composición orgánica del capital”, es decir, la proporción entre el capital invertido en medios de producción y fuerza de trabajo, originada en la innovación, tiende necesariamente a reducir la tasa de ganancia, siendo compensada en parte por el abaratamiento de los primeros y el aumento en la tasa de explotación de los segundos, La concentración y centralización de capitales —capitalistas grandes devoran a los pequeños— lo compensa asimismo en parte pero ahoga la innovación,siendo compensada a su vez en parte por la constante aparición de innovadores que desplazan a los establecidos.
Cada cierto número de años —alrededor de siete en promedio desde 1825 hasta ahora—, la tasa de ganancia se ve constreñida por atochamiento en todos los mercados, lo que hace subir las rentas y con ello los precios de medios de producción que dependen de factores escasos y asimismo los salarios, al tiempo que bajan los de bienes finales por saturación de mercados, lo que genera una plétora o exceso de capital, brusca reducción de la inversión y precipita el movimiento cíclico a través de sucesivas crisis. Éstas no se originan en el subconsumo de los obreros —siempre se inician cuando éste es máximo y terminan cuando se ha reducido a un mínimo, pero la tasa de ganancia se ha recompuesto—, sino en la contracción del consumo productivo de los capitalistas, que es el más importante en la demanda agregada, a su vez gatillado en uno y otro sentido por los sucesivos vaivenes de la tasa de ganancia.
Marx analizó en forma pionera que en su circulación, el capital asume tres formas, capital dinero, capital productivo y capital comercial, que se corresponden con las respectivas fracciones de capitalistas. Comprobó que el producto social de un periodo debe satisfacer condiciones de forma y valor, parte debe estar constituida por medios de producción (sector I) y otra por medios de consumo (sector II), los cuales a su vez toman forma de bienes salarios es decir, de consumo masivo, y de lujo. Para que el capital circule, la suma de salarios debe ser igual al valor de los bienes salarios de los trabajadores ocupados en el periodo y los nuevos requeridos para ampliar la producción, y la plusvalía debe ser igual al valor de los medios de producción necesarios para reproducir los consumidos en el periodo y los requeridos para ampliar la producción, más el consumo suntuario de los capitalistas. Mostró que el sector I crece siempre más que el II y es el que determina los movimientos de la demanda agregada,
Descubrió finalmente la “ley general de acumulación”, los trabajadores deben “salir del proceso productivo tal como entraron, es decir, obligados a vender nuevamente su fuerza de trabajo”, porque son quienes ponen los huevos de oro del capital, para lo cual los salarios no pueden exceder el costo de vida, lo que requiere un “ejército industrial de reserva” que los mantenga a raya, y conduce a crecientes diferencias sociales. Todo ello se agudiza en forma desmedida si los Estados no juegan un rol que las atenúe, lo que también sucede con la relación salarial misma.
Federico Engels concluye su elegía en el entierro de Marx diciendo que “Dos descubrimientos como éstos debían bastar para una vida.
Quien tenga la suerte de hacer tan sólo un descubrimiento así, ya puede considerarse feliz. Tal era el hombre de ciencia. Pero esto no era, ni con mucho, la mitad del hombre. Para Marx, la ciencia era una fuerza histórica motriz, una fuerza revolucionaria. Pues Marx era, ante todo, un revolucionario. Por eso, Marx era el hombre más odiado y más calumniado de su tiempo. Y puedo atreverme a decir que si pudo tener muchos adversarios, apenas tuvo un solo enemigo personal. Su nombre vivirá a través de los siglos, y con él su obra”. Cierto.
Para suerte suya, si bien Marx y Engels apreciaron y denunciaron que la era moderna viene al mundo “chorreando sangre y lodo por todos sus poros, de los pies a la cabeza”, no llegaron a conocer los peores demonios que la acompañan —la depredación de la naturaleza, la guerra y el fascismo; el último es el peor porque en su irracionalidad criminal y suicida puede azuzar los otros hasta el paroxismo catastrófico—.y sólo al siglo siguiente revelarían su espantosa dimensión. Reaparecen de modo recurrente como sucede por estos mismos días y pueden poner en riesgo la supervivencia misma de la especie humana.
Hay sin embargo motivos de optimismo, como dijo Eric Hobsbawm, uno de sus discípulos contemporáneos más fieles, lúcidos, sutiles y destacados, cuando visitó Chile hace veinte años, precisamente porque sobrevivimos aprendimos porqué se desatan estos demonios y como maniatarlos.
*Fuente: El Mostrador
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