La historia del estudiante de Criminalística que demandó a Chile
Es sábado por la mañana. Juan Pablo vendió siete kuchenes por el barrio, y debe volver a casa a preparar las empanadas del domingo. Pero su regreso tardará. Hay tres casas a las que debe cortar el pasto. Con el alargador al hombro, Juan Pablo recorre los jardines de sus vecinos con la máquina prestada por la madre. Juan Pablo estudia dos carreras universitarias, pero en la casa nadie sabe. De día, su cerebro se concentra en Ingeniería en Gestión Turística. Pero de noche, trata de descubrir su verdadera vocación en una carrera que a varios tiene locos por el barrio. La publicidad la vio en todos lados: en la universidad, en las micros y hasta en el diario. De noche, Juan Pablo estudiaba Criminalística en secreto. Le apasionaba la biología y la ciencia que se mezclaba con la investigación, con la posibilidad de aclarar un crimen, con la idea libertadora de entregar la prueba clave para que una familia acongojada descansara con justicia. Pero no podía contarlo en casa. Antes ya había estudiado Ingeniería Pesquera y Comercio Exterior. Sabía que no lo iban a apoyar. Tampoco podía pedir otro crédito, pues ya estaba encalillándose con el Fondo Solidario. Así, en el secreto, en el sigiloso camino de no rendirse a encontrar el verdadero gusto por el trabajo, a Juan Pablo no le quedó más que agarrar la cortadora de pasto por las tardes, y las manzanas cocinadas en postre alemán por la mañana. Pero no le alcanzó. Era 2003 y ochenta lucas todavía era demasiada plata. Juan Pablo tuvo que recurrir a su papá. Viajó desde Puente Alto, donde vivía con su mamá, hasta Las Condes, donde reside su padre luego de la separación, pero le dijeron que no, que estaba perdiendo su tiempo estudiando esa carrera, que era una locura, que no contara con su apoyo. “Arréglatelas solo”. Todo estaba dispuesto al fracaso, al abandono, otra vez, de lo que se pensaba era lo definitivo. Sin embargo, Juan Pablo no aflojó. Dejó de cortar pasto, abandonó un rato los kuchenes que aprendió a preparar cuando el destino separó a sus papás, cuando a su mamá le comenzó a faltar la plata, y se lanzó de lleno a ser un asalariado. Congeló la Ingeniería en Turismo y entregó toda su humanidad a un solo objetivo: Criminalística, la carrera de moda que seguía cautivando a niños que todavía no saben qué quieren ser en la vida. Juan Pablo se convirtió en maestro termoformador en una fábrica de caucho. Tenía que meter sus manos a máquinas con temperaturas de trescientos grados para sacar suelas de zapatos que le pagaban, a trato, a nueve pesos. Había sacrificio, pero por lo menos El Perro, el dueño de la empresa, no lo cacheteaba cuando se equivocaba, como sí lo hacía con los obreros que llevaban décadas trabajando en lo mismo, esos que sólo llegaron a segundo básico. Juan Pablo cree que no le pegaban porque lo veían leyendo, estudiando, en el afán de convertirse ya pronto en un perito.
Las horas con las manos acaloradas dentro de guantes hirviendo le pasaron la cuenta a Juan Pablo. La tendinitis lo llevó a cambiar de rubro. Aprovechando sus conocimientos en cocina, se convirtió en maestro freidor del Dogguis. También preparó la exquisita comida mexicana del Friday’s, en el Parque Arauco. Costó, siempre costó, pero el trabajo le permitió egresar de la carrera que creía la suya sin deudas. La pagó solo, se las arregló solito, como también se las arregló para acudir a la Universidad de Chile para poder hacer su tesis de grado. En la UTEM no lo pescaron cuando presentó la idea de estudiar el comportamiento de los insectos en los cadáveres. La entomología no estaba desarrollada en Chile y, para Juan Pablo, observar las larvas y gusanos consumiendo un cuerpo podrían aportar relevantes datos para hacer justicia. Finalmente, en el campus Antumapu de la Chile lo dejaron ocupar libremente sus potreros para jugar con los chanchos que el propio Juan Pablo debió comprar. Luego de preparar a sus chanchos, Juan Pablo los tuvo que matar. Fue traumático, tanto así que en ese momento aparecieron las primeras manchas blancas del vitíligo que lo acompaña hasta hoy en sus manos de treinta y seis años. El trabajo de Juan Pablo con los cerdos era de vanguardia. Incluso lo visitaron funcionarios de la PDI para felicitarlo, para decirle que su investigación podría ser muy útil para Chile, pero que lamentablemente no lo iba a ser. Desde la criminología Juan Pablo no iba a ser útil. Y aquí vino la noticia: le dijeron que su carrera era una estafa, que no cumplía con los semestres requeridos para desempeñarla, y que sólo los policías estaban facultados para trabajar en ello. El vitíligo se extendió. La cabeza se vino abajo, y las ganas de aportar a Chile, también. Juan Pablo había sido estafado. La única carrera que terminó, la única que lo convenció como vocación, nunca existió. Años de estudio, secretos, cortes de pasto y trabajos precarios para nada. No sirvió cortar el pasto. No sirvió deformarse los dedos durante horas bajo el ardor de máquinas que masacran caucho.
Juan Pablo se sacó un 6,7 en su tesis, pero no se tituló. Con el fantasma de la estafa no estuvo dispuesto a juntar las trescientas lucas que le pedía la UTEM para entregarle un cartel que más que un orgullo pasaría a ser una burla, una cruz, una carga que algunos no pudieron soportar. Compañeros de Juan Pablo agobiados por el crédito Corfo, ese que permitía estudiar con un interés del 8%, se suicidaron. Madres quedaron al desamparo, condenadas al duelo, a la consecuencia eterna de la estafa, mientras a Juan Pablo le ofrecían convertirse en PDI de manera express para olvidar el trauma. Pero Juan Pablo dijo “no quiero ser rati”. No se quería salvar solo, no se quería conformar en la exclusividad del consuelo mientras los sueños de sus compañeros terminaban en la muerte voluntaria.
Con el daño vivo, Juan Pablo realizó su primer acto de lucha. Junto a varios compañeros entraron a la oficina de Miroslav Mimica, el autor intelectual del fraude, el inventor de la carrerea inexistente, y le revisaron todo. La oficina era de lujo: bar, tragos y diversión. Luego, vino la demanda colectiva. Era 2007, el mismo año en que miles comenzaban a endeudarse con el flamante Crédito con Aval del Estado (CAE), cuando Juan Pablo organizó al resto de las víctimas para poner la primera demanda colectiva por publicidad engañosa. El juicio duró nueve años. En 2016, la justicia chilena decretó la derrota de los estudiantes. Una nueva derrota para los que se habían suicidado, una nueva derrota para los padres que se quedaron sin hijos y que ahora no encuentran el descanso en la justicia, una nueva derrota para Juan Pablo, a quien una década de sueños y pesadillas le había cambiado la vida.
Entre el 2007 y el 2016, Juan Pablo retomó las empanadas y los kuchenes, y también comenzó a vender motores eléctricos en una empresa en la que empezó de junior. El mismo 2007 se matriculó en Derecho en la Universidad Central, su quinta carrera. La dejó al año por cara, y siguió ascendiendo en una empresa de la que no le gustaba nada. Juan Pablo necesitaba vida, sangre, batallas. Por eso, ante el agotamiento de los años, renunció por estrés a la venta de motores en 2011, el año en que millones salieron a las esquinas a decir que no querían seguir endeudándose por estudiar. La explosión de conciencia permitió que en 2013 naciera Deuda Educativa, el proyecto que hasta hoy consume y llena los días de Juan Pablo, quien retomó los estudios del Derecho en la Universidad SEK y la Academia de Humanismo Cristiano, donde congeló, otra vez, en 2016.
Juan Pablo dice que son dos millones los chilenos que están endeudados con el CAE, el Fondo Solidario, créditos universitarios o Corfo. Y la densidad se nota: mientras trabaja de procurador en la oficina del abogado que está llevando adelante la demanda colectiva de los deudores del CAE, Juan Pablo recibe llamados cada cinco minutos en el teléfono especial que tiene para atender a quienes quieren firmar por el fin de los abusos. Lo llaman niñas de Valdivia, de San Ramón, de todo Chile. Son los titulados que si ganan setecientos mil pesos deben pagar entre 70 y 120 lucas a sus acreedores, dependiendo de cuánto les haya subido la cuota según el atraso. Son los que no quieren pagar cuatro veces lo que costaba sus carreras. Son los que están hartos de postular a un crédito hipotecario y no conseguirlo porque la ejecutiva les dice que ya tienen un crédito hipotecario, el mismísimo CAE.
Juan Pablo nunca ha dejado de preparar empanadas. En su casa tienen un horno industrial, y dice que su sueño es dejarle a su mamá una amasandería. Dice que pronto ya se tiene que ir del hogar maternal, como ya lo hizo su hermano. Pero cuesta. Cuesta independizarse cuando el país te ha puesto todo en contra para desarrollarte, cuando una universidad pública te estafa y queda impune. Juan Pablo viajó hace meses a Washington. Allá demandó al Estado chileno ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Tiene fe. Desde la Cancillería ya han reaccionado, asustados por la justicia internacional. Y a Juan Pablo se le nota contento, cada vez más vivo. Brilla contestando el teléfono, hablando de la educación como un derecho social. Y brilla también afirmando que otra vez retomará los estudios de Derecho. Cree que, ahora, por fin encontró su verdadera vocación. Quizás su verdadera vocación no era experimentar con gusanos en los chanchos. Su verdadera vocación siempre ha sido la justicia, pero ahora es otro tipo de justicia la que lo va a hacer feliz, una justicia colectiva, una justicia para todos los que de alguna manera han sufrido lo que ha sufrido él. “Me obsesiono con las causas y me hace feliz. Al fin encontré mi vocación. Gracias a que me estafaron en la UTEM encontré mi vocación: ser dirigente social, organizar a la gente”.
Y la gente se está organizando.
*Fuente: CiperChile
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