El problema no es Trump, sino nosotros
por John Pilger (Inglaterra)
8 años atrás 13 min lectura
Traducido por teleSUR
Divide y vencerás, así se llama; o la política de identidad en la cual la raza y el género disimulan la clase y permite el ondeo de la bandera de lucha de clases. Trump entendió esto.
El día de la investidura de Donald Trump, miles de escritores en Estados Unidos van a expresar su indignación. «Para poder sanar y seguir adelante…», dicen los Escritores en Resistencia «quisiéramos superar el discurso político, en favor de un enfoque inspirado sobre el futuro, y cómo nosotros siendo escritores podemos presentar una fuerza unida para la protección de la democracia».
Además «urgimos a los líderes locales y los oradores evitar usar el nombre de políticos o adoptar cierto ‘anti lenguaje’ como centro del evento de Escritores en Resistencia. Es importante asegurar que las organizaciones sin fines de lucro, que tienen prohibido hacer campaña política, se sientan seguras en participar y patrocinar estos eventos». Por tanto la protesta real debe evitarse, pues no está excenta del pago de impuestos.
Compare esta babosada con las declaraciones del Congreso de escritores estadounidenses, sostenido en el Carnegia Hall de Nueva York en 1935, y luego a los dos años. Esos eran eventos eléctrizantes, donde los escritores discernían sobre cómo confrontar los terribles eventos que acontecían en Abyssinia, China y España. Telegramas de Thomas Mann, C. Day Lewis, Upton Sinclair y Albert Einstein eran leídos en voz alta, en los que se reflejaba el miedo sobre un gran poder que estaba fuera de control yq ue ya no se podía discutir de arte y literatura sin la política, o de hecho, sin una acción política directa.
«Un escritor» como lo dijo Martha Gellhorn al segundo congreso «debe ser un hombre de acción ahora…Un hombre que ha dado un año de su vida a las huelgas del acero o a los desempleados, o a los problemas de los prejuicios raciales, que no ha perdido o malgastado su tiempo. Este es un hombre que sabe a dónde pertenece. Si has de sobrevivir a estas acciones, lo que tengas que decir después de ello será verdad, necesariamente real e imperecedero».
Estas palabras hacen eco sobre la unción y la violencia de la era de Obama y el silencio que conspiró con sus decepciones.
Que la amenaza del poder rapaz – tan desenfrenado mucho antes de la llegada de Trump – ha sido aceptado por los escritores, muchos de ellos privilegiados y celebrados, y por aquellos quienes cuidan el portal de la crítica literaria y la cultura, incluida la cultura popular, esto es controversial. No para ellos la imposibilidad de escribir y promover literatura despojada de política, a pesar de quien ocupe la Casa Blanca.
Hoy, el falso simbolismo lo es todo, la «identidad» es todo. En 2016, Hillary Clinton estigmatizó a millones de electores como una «cesta de deplorables, racistas, homofóbicos, sexistas, islamofóbicos…» y un largo etcétera. Este insulto fue presentado en un mitin del movimiento GLBT como parte de su cínica campaña para ganarse las minorías, insultando a una mayoría blanca en gran parte de clase trabajadora. Divide y vencerás, así se llama; o la política de identidad en la cual la raza y el género disimulan la clase y permite el ondeo de la bandera de lucha de clases. Trump entendió esto.
«Cuando la verdad es remplazada por el silencio», dijo el poeta soviético disidente Yevtushenko, «el silencio es una mentira».
Este no es un fenómeno estadounidense. Hace unos años, Terry Eagleton, entonces profesor de literatura inglesa en la Universidad de Manchester, entendió que por primera vez en dos siglos, no existía un poeta británico eminente, un escritor de teatro o un novelista preparado para cestionar las columnas del estilo de vida occidental.
No existe una Shelley que hable de los pobres o un Blake para los sueños utópicos, ningún Byron para condenar la corrupción de la clase dominante, ni un Thomas Carlyle o un John Rsukin que revele el desastre moral del capitalismo. No hay un equivalente viviente de un William Morris, un Oscar Wilde, un HG Wells o de un George Bernard Shaw. Harold Pinter fue el último en alzar su voz . Entre las voces insistentes de la actualidad del feminismo de consumo, ninguna hace eco de Virginia Wolf quien describió «el arte de dominar a otras personas…de gobernar, de asesinar y de adquirir tierras y capital».
Hay algo a la vez mercenario y profúndamente estúpido acerca de los escritores famosos cuando se aventurar a salir de su mundo y levantan la bandera de alguna «causa». En la sección del diario The Guardian de las revisiones del 10 de diciembre había una foto de Barack Obama mirando al cielo y las palabras «Amazing Grace» y «Adios al jefe». La adulación continuaba página tras página. «Era una figura vulnerable de muchas maneras…Pero la gracia, su gracia lo abarcaba todo: en manera y forma, en argumento e intelecto, con humor y frescura…es un tributo de lo que ha sido y de lo que puede ser nuevamente…Parece que sigue luchando y aún es un campeón a nuestro lado…la gracia…los niveles casi irreales de su gracia…».
Yo he fusionado estas frases. Hay otras mucho más glorificantes y libres de mitigación. Gary Younge, uno de los jefes de The Guardian y defensor de Obama, siempre se ha cuidado de mitigar, de decir que su héroe «pudo haber hecho más», ¡ah! pero es que hubo «soluciones calmadas, medidas y consensuales».
Ninguna de estas, sin embargo, pudo superar al escritor estadounidense Ta-Nehisi Coates, quien recibió la copiosa suma de 625 mil dólares a modo de beca por parte de una fundación de tendencia liberal. En un ensayo interminable para The Atlantic titulado «Mi presidente era negro», Coates otorga un nuevo significado a la postración católica. El capítulo final que lleva por nombre «Cuando te fuiste, tomaste todo de mí contigo», una frase de una canción de Marvin Gaye, describe al ver a Obama «saliendo de la limosina, levantándose sobre el miedo, sonriendo, saludando, desafiando la desesperanza, desafiando la historia, desafiando la gravedad». La ascensión, nada menos.
Uno de los aspectos persistentes de la vida cultural política de Estados Unidos es ese extremismo cultista que raya en el fascismo. Le fue dada expresión y se reforzó en los dos mandatos de Barack Obama. «Creo en el excepcionalismo estadounidense con cada fibra de mi ser», dijo Obama, quien expandió el pasatiempo militar favorito de su país: bombardeos y escuadrones de la muerte (de operaciones especiales) como no otro presidente lo ha hecho desde la Guerra Fría.
De acuerdo a una encuesta del Consejo de Relaciones Exteriores, en solo 2016 Obama lanzó 26.171 bombas. Esto equivale a 72 bombas diarias. Bombardeó los pueblos más pobres de la tierra, en Afganistán, en Libia, Yemen, Somalia, Siria, Irak y Pakistán.
Cada martes, como lo reportó el New York Times, él personalmente seleccionaba quienes serían asesinados en su mayoría por misiles infernales disparados desde drones. Bodas, funerales y pastores fueron atacados, junto a aquellos que intentaban recoger los restos de estos «blancos terroristas». Un líder senador republicano, Lindsay Graham estimó que los drones de Obama asesinaron a 4.700 personas. «A veces caen inocentes y detesti eso», declaró, «pero hemos eliminado a varios miembros importantes de Al Qaeda».
Como el fascismo de los años 30, las grandes mentiras se despachan con la precisión de un metrónomo, gracias a los medios omnipresentes cuya descripción ahora se parece a la del fiscal de Nuremberg: «Antes de una gran agresión, con algunas excepciones a conveniencia, se inició una campaña de prensa calculada para debilitar a sus víctimas y preparar al pueblo alemán psicológicamente…En el sistema de propaganda…la prensa diaria y la radio eran las armas más importantes».
Tomemos la catástrofe de Libia. En 2011 Obama acusó al presidente Muamar Gadafi de organizar un «genocidio» en contra de su pueblo. «Sabíamos…que si esperábamos un día más, Bengasi, una ciudad del tamaño de Charlotte, podría sufrir una masacre que habría resonado en toda la región y que habría manchado la conciencia del mundo».
Esta era la mentira conocida de las milicias islamistas que enfrentaban la derrota en contra de las fuerzas del gobierno libio. Se convirtió en la historia de los medios y la OTAN – dirigida por Obama y Hillary Clinton- lanzó 9.700 «excursiones» en contra de Libia, las cuales más de un tercio estuvieron dirigidas a blancos civiles. Se utilizaron ojivas nucleares, las ciudades de Misrata y Sirte fueron bombardeadas a sus cimientos. La Cruz Roja identificó las fosas comunes y la UNICEF reportó que «la mayoría (de los niños asesinados) eran menores de 10 años».
Con Obama los Estados Unidos han extendido sus operaciones de «fuerzas especiales» secretas a 138 países, o al 70% de la población del mundo. El primer presidente afroamericano lanzó lo que equivale a una invasión de gran escala en África. Un reminiscente de la repartición de África hecha a finales del siglo XIX, el Comando Africano Estadounidense (AFRICOM) ha construido una red de suplicantes entre los regímenes colaborativos africanos que están dispuestos a los sobornos estadounidenses y su armamento. La doctrina del Africom del «soldado a soldado» inserta a soldados estadounidenses en cada nivel de mando desde los generales a los oficiales, solo faltan los cascos blancos.
Es como si la orgullosa historia de la liberación de África desde Patricio Lumumba a Nelson Mandela, estuviese consignada al olvido por una nueva élite de amos negros cuya «misión histórica» , como lo advirtió Frantz Fanon hace medio siglo, es la promoción de un «capitalismo desenfrenado pero camuflado».
Fue Obama quien en 2011 anunció lo que se conocería como el «pivote a Asia» en el cual casi dos tercios de las fuerzas navales estadounidenses serían transferidas al Pacífico para «confrontar a China», en palabras del Secretario de Defensa. No había amenaza de China, la acción era innecesaria. Fue una provocación al extremo para mantener al Pentágono y a sus locos felices.
En 2014, la administración Obama supervisó y pagó por un golpe fascista en Ucrania en contra de un gobierno democráticamente electo, amenazando a Rusia en su frontera occidental por donde Hitler invadió a la Unión Soviética, con la pérdida de 27 millones de vidas. Fue Obama quien posicionó misiles en el este de Europa dirigidos a Rusia, fue el ganador del Premio Nóbel de la Paz quien aumentó el gasto para ojivas nucleares a un nivel superior que el de cualquier otra adminstración desde la Guerra Fría – habiendo prometido, en un emotivo discurso en Praga «ayudar al mundo a deshacerse de las armas nucleares».
Obama, el abogado constitucionalista, procesó a más informantes que cualquier otro presidente en la historia, a pesar de que la constitución los protege. Declaró a Chelsea Mannin culpable antes de culminar el juicio que fue una farsa. Se negó a perdonar a Manning quien ha sufrido durante años un trato inhumano el cual Naciones Unidas considera tortura. Ha perseguido un caso totalmente falaz en contra de Julian Assange. Prometió cerrar el campo de concentración de Guantánamo y no lo hizo.
Siguiendo el desastre en las relaciones públicas del gobierno de George W. Bush, Obama, el delicado operador de Chicago via Harvard, se alistó para recuperar lo que el llama el «liderazgo» alrededor del mundo. La decisión del Comité del Premio Nóbel fue parte de esto: uns suerte de empalagoso racismo a la inversa que beatificó al hombre por no otra razón sino que él era atractivo a las causas de los liberales y, por supuesto, el poder estadounidense, si no a los niños que asesina empobrecidos mayormente en países musulmanes.
Este es el llamado de Obama. No es muy diferente de un silbato para llamar perros: inaudible para la mayoría, irresistible a los enamoradizos y tontos, especialmente para los «cerebros liberales remojados en el formaldehído de la política identitaria», como lo explica Luciana Bohne. «Cuando Obama entra a una habitación», saltó George Clooney a decir «quieres seguirlo a alguna parte, a cualquier parte».
William I. Robinson, profesor de la Universidad de California y miembro de un grupo no contaminado de pensadores estratégicos que han mantenido su independencia durante estos años al no seguir al pie de la letra la doctrina post 11 de septiembre, escribió hace unos días: «Puede que el presidente Barack Obama haya hecho más que cualquiera para asegurar la victoria de Donald Trump. Si bien la elección de Trump ha disparado una rápida expansión de corrientes fascistas entre la sociedad civil de Estados Unidos, un resultado fascista para el sistema político dista de ser evitable…pero la lucha de resistencia requiere de claridad, el analizar cómo es que llegamos a este precipicio. Las semillas del fascismo del siglo XXI fueron plantadas, fertilizadas y regadas por la administración Obama y la elite libera política en bancarrota.
Robinson señala que «ya sea en sus variantes del siglo XX o XXI, el fascismo es sobre todo una respuesta a una profunda crisia estructural del capitalismo, como aquella de la década del 30 y la que inició con la crisis financiera de 2008…Hay una línea casi recta de Obama a Trump… La negación de la élite liberal a desafiar la ambición desmedida del capital trasnacional y su empeño en la política identitaria que sirvió para eclipsar el lenguaje de la clase trabajadora y las clases populares…empujando a los trabajadores blancos hacia una identidad de nacionalismo blanco, ayudando a loa neofascistas a organizarlos».
El germinadero es la República de Weimar creada por Obama, un escenario de pobreza endémica, policía militarizada y cárceles inhumanas: las consecuencias del extremismo de mercado, el cual bajo su mandato alcanzó a transferir 14 billones de dólares de dinero público a las arcas de las empresas criminales de Wall Street.
Quizá su mayor «legado» sea la cooptación y desorientación de cualquier oposición posible.
La engañosa revolución de Bernie Sanders no aplica. La propaganda es su victoria. Las mentiras sobre Rusia -en cuyas elecciones los Estados Unidos han intervenido abiertamente – han sido el hazmereir de periodistas de fama autoimpuesta. En el país que constitucionalmente tiene la prensa con mayor libertad en el mundo, el periodismo libre ahora solo existe en sus excepciones más honorables.
La obsesión con Trump es una fachada para muchos de esos que se autoproclaman «liberales de izquierda», como para reclamar una decencia política. No son de «izquierda», y tampoco son especialmente «liberales». Gran parte de la agresión de Estados Unidos hacia el resto de la humanidad provino de las administraciones conocidas como liberal demócratas, como la de Obama. El espectro político de Estados Unidos se extiende desde el centro mítico a una derecha lunática. La «izquierda» está representada por renegados sin hogar, a quienes Martha Gellhorn describió como «una fraternidad extraña y completamente admirable». La autora excluyó a aquellos que confunden la política con una fijación con sus ombligos.
Mientras ellos «sanan» y «avanzan», ¿Será que el movimiento de Resistencia de los Escritores y otros anti Trumpistas reflexionan al respecto?
Más aún: ¿Cuándo será que un movimiento genuino de oposición se levante?, Rabiosos, elocuente, todos para uno y uno para todos. Hasta que retorne la política real a la vida de las personas, el enemigo no será Trump sino nosotros mismos.
Gracias a: teleSUR
Fuente: http://johnpilger.com/articles/this-week-the-issue-is-not-trump-it-is-ourselves-
Fecha de publicación del artículo original: 16/01/2017
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