Un editorial de este diario advertía recientemente los riesgos de la apatía ciudadana, ejemplificado con el descenso de participación en las elecciones internas en Uruguay. También a su manera lo hizo el propio presidente Mujica, en una mesa redonda organizada por la CEPAL en la que reiteró buena parte de las críticas y denuncias que realizara en la ONU, pero añadió el “peligroso descreimiento de las masas en la política”. Síntomas de una crisis de credibilidad en los partidos, en las elecciones y en algunas instituciones republicanas. Se perciben en los dos subsistemas que componen el sistema representativo: la llamada república democrática y el dispositivo de partidos, expresando la crisis actual del conjunto que reproduce e incrementa la desconexión entre representantes y representados.
En el vasto espectro de izquierdas, el síntoma no es exclusivamente atribuible a laxos progresismos o socialdemocracias. En las más radicales, el énfasis es exclusivamente anticapitalista, no antirrepresentativo. Menos aún lo es en materia de crítica al culto a la personalidad, a la infalibilidad del líder, a la ausencia de rotación y distribución del poder. ¿No hay allí tanta o más devoción por el dirigente y la centralización cuanto desconfianza en las capacidades colectivas? ¿No se igualan en sus concepciones político-institucionales a quienes pretenden criticar? La explicación de la apatía política de diversos sectores sociales debe tener en cuenta el factor institucional: la democracia representativa no induce a la participación sino que la desalienta. Las reiteradas tentativas de participación y su resultado político-institucional estéril producen frustración y pasividad en la sociedad civil.
La magnitud del problema y su incidencia en las diversas instancias de la vida política, al que no es la primera vez que dedico estas notas dominicales, requieren tratamiento detenido de cada uno de los institutos políticos en los que se sostiene, o inversamente, en aquellos que permiten revertirlo, al menos parcialmente. El editorial aludido, subraya varios aspectos de la crítica ciudadana que pretende poner en cuestión, entre ellos, “que les pagamos altos sueldos para que no hagan nada”. Precisamente el asunto salarial, encarado como instituto preciso, es un aspecto que dejé abierto en artículos previos. Me permití exponer dos posturas extremas, ambas inmejorablemente intencionadas desde la izquierda. Por un lado la que llamaré “limitativa”, como la fijación de un salario equivalente al de algún trabajador. Por otro, la que llamaré “filantrópica”, de importante tradición en las izquierdas con diferencias en magnitud, que consiste en aprovechar el ostensible privilegio salarial de los cargos electivos y de confianza, para derivar una proporción del estipendio hacia causas políticas de interés como el sostenimiento financiero de los partidos y organizaciones o iniciativas político-sociales.
La primera, rescata –desconozco si conscientemente- el principio de “discriminación positiva”, también llamado de “acción afirmativa”, que a diferencia de la discriminación a secas, pretende establecer políticas que dan a un determinado segmento social desfavorecido, un trato preferencial. Induce a desestimular la postulación de los que el editorial de “La República” menciona como “aprovechadores” e inversamente alentar la integración de trabajadores. La segunda, aún inspirada en la transformación, es estrictamente conservadora y aprovecha las oportunidades del sistema para beneficio de la supuesta transformación que, en lo que al régimen político respecta, así nunca llegará.
No comparto ninguna de las dos opciones, aunque le reconozco a la primera el mérito de bloquear el usufructo privado de la función pública. Sin embargo no es el único modo si ese es el objetivo, que también hago propio. Tal aprovechamiento deviene del privilegio económico y la eternización en la política. Ambos deben limitarse, pero el privilegio es una medida relativa, no sólo respecto a una media económica, un oficio, o la ausencia de propiedad, sino a un ingreso precedente. En las sociedades de clase, la desigualdad salarial y de ingresos en general es la regla, no la excepción y es indispensable partir de lo existente. La igualación en la esfera ciudadana, no guarda correlato en el capitalismo con igualdad alguna en la esfera despótica de la economía. La prerrogativa desaparece si el salario en la función pública mantiene exactamente al mismo nivel que antes de asumirla y ésta resulta a la vez, un transitorio pasaje en la vida laboral del postulante. Limitarla drásticamente, salvo alguna excepción, conlleva un perjuicio. Mi conclusión es que debe incorporarse un instituto que llamaré de “desprofesionalización” que implica retribuir a todos (sin excepción) los cargos políticos con el/los salario/s correspondiente a los ingresos declarados y documentados previos a su asunción, para poder ejercer su nueva actividad con plena dedicación. Lo concibo como un pequeño paso hacia una mayor colectivización de la política. El fundamento último es que no existe el oficio de político de forma tal que quien temporalmente asume una función pública llega con un oficio y una remuneración y debe volver luego a ejercerlo. Inversamente, reconocerlo como oficio y remunerarlo como tal, implicaría responder el siguiente interrogante. ¿En qué consejo de salario, con qué representantes y contra qué patronal se negocia su magnitud? Igualar los salarios de los políticos con algún parámetro, es un modo de afirmar encubiertamente el oficio que cuestiono. No por ello debe negarse o vulnerarse el principio de igualdad ciudadana, sino tratar de lograr que ese mismo propósito igualitario se extienda hacia la totalidad de la vida social, o para decirlo en términos más llanos aún, que la distribución de la riqueza también resulte equivalente. Entretanto, invocando nuevamente la crudeza, habrá que reconocer que los burgueses, los rentistas y parásitos diversos, tienen también los mismos derechos a elegir y ser elegidos. Esta propuesta no se contradice con el igualitarismo social. Si tienden a equilibrarse las remuneraciones en toda la sociedad, el instituto seguiría teniendo plena vigencia.
Soy consciente de la necesidad de mediatizaciones y la contemplación de ciertas excepciones, particularmente para con los trabajadores o los más desfavorecidos. La más evidente es la necesidad de hábitat para quienes viven en otras localidades, que debe contemplarse, tanto como la necesidad de viajar periódicamente a reunirse con sus seres queridos y atender sus cuestiones personales. Otra batería de institutos que regulen el financiamiento de la política y garanticen infraestructura, podrá compensar la desigualdad. Un buen ejemplo es la construcción prevista por el Sveriges Riksdag, la asamblea legislativa sueca, que desde la década del ´90 erigió edificios con pequeños apartamentos (los últimos de los cuales son monoambientes de 18 metros cuadrados) con cocina y lavaderos en áreas comunes, al estilo hostel. Los legisladores carecen de servicio doméstico, pero también de secretaria propia, asesores, choferes, etc. Lejos de esto, entretanto en nuestros países, deberá calcularse un plus para asegurar la mudanza. Otra excepción a contemplar es el de los trabajadores precarizados o en negro o los cuentapropistas con escaso nivel de blanqueo salarial, aquellos casos en los que no puedan documentarse con precisión los ingresos, etc. que deberán fijarse por aproximación y contexto, aunque no de los rentistas puros, es decir sin salario, ya que no lo necesitan para reproducirse como tales. El caso de alguien momentáneamente desocupado, es más simple aún con sólo contemplar su/s último/s empleo/s.
Intento pensar en un principio de igualdad real y no formal, como creo que expresan las propuestas limitativas. Principio basado en la satisfacción de las mismas necesidades hasta la asunción que a la vez impidan posteriormente el provecho privado o el mejoramiento económico personal del futuro representante o jerarca. La fijación de una idéntica retribución para todos los cargos en cualquier caso seguiría siendo desigual, en más o en menos, respecto a otras magnitudes salariales en la sociedad. No resuelve la desigualdad social.
Por último, un aspecto a considerar es que varias funciones y cargos, particularmente en el Poder Ejecutivo (eludo aquí el judicial, ya que merece tratamiento específico en otra oportunidad) requiere de mucho más que acuerdos políticos, programáticos, o particular confianza, sino también de conocimientos del área o temática, idoneidad, talento e iniciativa. Las dos concepciones de las que me distancio, desestimulan la postulación de los más capaces que seguramente tienen una trayectoria laboral destacada. Si un candidato es muy capaz, no lo va a descubrir la ciudadanía mediante la propaganda política ni sus compañeros de militancia antes que el capital, la universidad o el estado. Ya tendría que haber demostrado sus habilidades y tendrá un sueldo proporcional a tal exhibición para el mercado laboral local.
Para domar al mercado (laboral y de bienes) es indispensable la política. Pero los políticos no deberían pasar por encima del mercado laboral. Al hacerlo, pisoteando la política, aplastan la energía social transformadora.
La enferman de apatía.
– El autor, Emilio Cafassi, es ciudadano uruguayo, Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar
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