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Tunez: Las vastas afueras toman la ciudad

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Una revolución, ¿se puede convertir sencillamente en una
costumbre? ¿Es compatible esa costumbre con las tareas normales de gobierno, la
reproducción de la vida cotidiana, el desfallecimiento natural de las fuerzas?
El gobierno espera lo que los manifestantes temen: el cansancio. Pero en este
domingo de transición hacia "el primer día de normalidad", en el que habrá que
poner a prueba la capacidad del pueblo para quebrarla de nuevo, la avenida
Bourguiba sigue efervescente bajo una luz tan pura, tan radical, que los
edificios y los árboles parecen desnudos y hasta sin piel. Lo que sorprende
estos días en Túnez es que las cosas se repitan; la costumbre de seguir
movilizados, gritando, coreando consignas, protestando. Ahí están los corros
asamblearios, los cafés convertidos en comisiones parlamentarias, los grupos de
manifestantes que, como en un carillón, dan vueltas una y otra vez al bulevar.
Ahí siguen los policías, vestidos o no con sus chalecos blancos, acompañados de
sus mujeres, enarbolando sus pancartas y proclamando a gritos su inocencia de
los crímenes del benalismo; y ahí están las familias ociosas que, en lugar de
ir al Lac o al Belvedere, van con sus hijos a fotografiarse delante de los
tanques. "Manifestarse se ha convertido en un loisir ", dice uno de los nuevos
periódicos viejos de Túnez. A falta de turistas, los tunecinos hacen turismo a
los símbolos de su revolución aún incierta.

Pero en algún sentido la realidad ha llegado a la capital y
la convoca a su alrededor. Los cientos de trabajadores, desempleados,
campesinos, que salieron ayer de distintos pueblos y ciudades del centro-oeste
(el Kef, Jendouba, Sidi Bou Sid, Regueb, Siliana) han llegado muy temprano a
Túnez y, tras reunirse en la avenida Bourguiba, se han desplazado a la Qasba para seguir
protestando delante de la sede del primer ministro.

Hoy otra vez todo ha cambiado allí. La multitud es un
caleidoscopio cuya composición social se modifica de hora en hora, de día en
día. Predominan ahora los rostros tostados por el sol, las mujeres fuertes, los
anchos burnus de lana ruda. Algunos jóvenes vencidos por las fatigas de la
noche duermen amontonados contra el muro del ministerio de Finanzas, buscando
el solcito dominical, con barras de pan y botellas de agua entre las piernas.
Las consignas son las mismas, también los gritos, los cánticos, las banderas:
"I´tizam i’tizam hata iusqut el-nitham" ("movilización movilización hasta
derribar el régimen"). Y los discursos son tan variados que es difícil
encontrar ahí un aglutinante común, fuera de este impulso democrático inmediato
y radical.

Un joven trepa a una farola y despliega la efigie del Che
Guevara estampada en un bandera roja.

Un campesino bigotudo grita "viva el ejército" al paso de
dos soldados.

Mahmud Behlali tiene 50 años y ha llegado desde Sidi Buruis,
en Siliana, junto a otros trescientos compañeros. Su carnet de identidad, que
me enseña, dice que es "’amel yaumi", es decir "jornalero". Se dedica a la
construcción y, cuando hay trabajo, gana 12 dinares al día (6 euros). Tiene
tres hijos y después de pagar el alquiler, el agua y la luz -me dice- no le
queda nada. "El gobierno es un puñado de canallas", insiste una y otra vez
mientras me hace leer en voz alta, para comprobar que realmente la entiendo, la
consigna escrita en árabe que enarbola en un cartón: "Derroquemos el gobierno
que quiere abortar nuestra revolución". Le pregunto si pertenece a algún
partido o algún sindicato y responde que sólo confía en el ejército. Me pide el
cuaderno donde he escrito su nombre para estampar debajo su firma, con el doble
orgullo del que sabe escribir y está dispuesto a comprometer su palabra.

Shidli Adaili, 45 años, padre de cinco hijos, ha venido
desde Jendouba y ha hecho parte del recorrido (setenta kilómetros) a pie. Está
en paro, lo mismo que el hijo de 25 años que lo acompaña. Doscientos más han
llegado con él y exigen la inmediata disolución de un gobierno que les ha
privado de sus recursos y que ha disparado contra sus hermanos. Tampoco
pertenece a ningún partido, pero cuenta que los sindicalistas les han apoyado
desde el principio.

Está también Mehdi, típico exponente de la pequeña burguesía
radical de la capital. Delgado y severo, envuelto en un abrigo negro, su voz no
puede ocultar un cierto resentimiento. Ha hecho dos carreras y un doctorado,
habla cuatro lenguas y malvive gracias al exiguo salario de su mujer, también
licenciada, que es maestra de escuela.

– No te equivoques -me dice señalando la imagen del Che. –
Yo era de izquierdas pero ya no lo soy. Esta es una revolución musulmana y no
comunista. Lo que necesitamos es un Che Guevara musulmán.

Está Firas, un joven estudiante de primer curso de
empresariales, más acomodado, usuario de facebook, al que tenemos que reprimir
para que abandone el inglés y vuelva al árabe o al francés. Está escandalizado
con la posición de la UE
y con la corrupción del régimen de Ben Alí.

– ¿Sabes por qué no hay McDonald’s ni Starbuck’s en Túnez?
-me pregunta. -Porque la familia Trabelsi quería la mitad de los beneficios.

Está también Saddam, bello como un gran ángel de barro,
sonriente, feliz, dientes y ojos rutilantes, envuelto en una bandera con el
retrato del Che Guevara. Es la segunda que vemos. Saddam tiene 26 años y está,
como casi todos, en paro. Ha venido de Regueb y cuando le pregunto por la
gestión de la vida cotidiana en su ciudad me responde que todos los días hay
una concentración y que se ha formado un Consejo de Defensa de la Revolución en
colaboración con el sindicato y otras fuerzas políticas hasta ahora prohibidas
y reprimidas. Levanta la nariz y abre bajo ella los dedos cerrados en un gesto
casi de bailarín: "Respiramos la libertad". Un compañero suyo interviene
excitado para decirme que Consejos como el de Regueb se están creando en todos
los pueblos y ciudades próximas.

Y está Sameh, una mujer robusta y sencilla de aspecto
inteligente y bonachón. Interviene vivazmente en todas las conversaciones,
citando una y otra vez el precio del avión personal de Ben Alí: ¡cuatro mil
millones de dinares! Trabajaba de secretaria en una empresa del Lac, pero como
no la consideraban moderna ni elegante la despidieron hace seis meses. Desde
entonces hace pequeños trabajos de informática en casa. Entre ella y su marido,
jefe de una imprenta, ganan 900 dinares al mes (450 euros), la mitad de los
cuales se va en el pago del alquiler. No soporta la idea de que los cambios
sean sólo formales o beneficien de nuevo únicamente a unos pocos.

Se me acerca luego un hombretón de aspecto triste. Lleva un
niño sobre los hombros y otros dos de la mano. Su abatimiento contrasta con la
alegría de uno de sus hijos, de unos 5 años, que corea las consignas contra el
gobierno y baila al ritmo de las voces. El hombre se llama Atf y me pide que
cuente esta historia: el día 14 de enero, fecha de la huida de Ben Alí, él y 23
personas más fueron detenidas, conducidas a la comisaría de la Qasba y fichadas por
pertenecer a un partido ilegal (lo que niega con firmeza) antes de ser
encerradas en los sótanos, donde durante cinco días fueron golpeadas (con
piedras, asegura) y privadas de agua y alimentos. Según su testimonio, fueron
liberadas finalmente gracias a la intervención del ejército, ante el cual han
presentado una denuncia. ¿Qué piensa entonces de las manifestaciones de
policías? ¿Cree que son sinceros? Niega tajantemente, con miedo y rabia, y
añade que sólo se fía del ejército.

A continuación se me acerca Azzedin Fatnazi, padre de tres
hijos sin trabajo desde hace 8 años. Es un hombre delgado y también melancólico
que sostiene un papelito en la mano. No entiendo enseguida de qué se trata.
Luego, mientras él cuenta acalorado su historia, me percato de que es una
petición de "subsidio social" firmada en el año 2003. Nunca se lo concedieron
porque se negó a pagar un soborno al funcionario. Me insiste para que cuente
que en Túnez, bajo el régimen que Ghanoushi quiere maquillar y mantener, nadie
consigue trabajo si no es a cambio de dinero. "Está prohibido ser honrado",
proclama.

Este es el Túnez real, sofocado, oculto bajo el teatro de
flores del turismo y la avalancha de mercancías del Carrefour y el Geant. ¿Una
revolución de jazmines? Nada más banal y romántico que este cliché forjado por
los medios occidentales -y la embajada de los EEUU- para despuntar la aspereza
de una revuelta de humillados y ofendidos que ha sobrevivido, se ha organizado,
ha ido tomando forma a espaldas de los tres barrios de la capital que los
extranjeros y los ricos llamaban Túnez. Es la revolución del 14 de enero. La
revolución del pueblo roto. La revolución de un país completamente desconocido.

Uno tiene la impresión de que va a ser muy difícil contenerla
y muy difícil dirigirla, hasta tal punto es pacífica e irregular. Nació en las
vastas afueras sin aurora y se contagió de barrió en barrio, de villa en villa,
hasta alcanzar la capital. Pero ahora quiere también tomarla, la capital.
Mientras escribo estas líneas nuevos manifestantes llegan a la Qasba desde Kasserine y
cientos de personas, alimentadas y abrigadas por la solidaridad de los vecinos,
de los sindicatos, de los parientes, se preparan para violar el toque de queda
y pasar la noche ante la puerta del Primer Ministerio. Túnez ya no existe;
empieza Túnez.

Mañana las escuelas deben recomenzar su actividad; mañana
comienza también una huelga indefinida convocada por el sindicato de enseñanza.
¿Podrá soportar el gobierno esta obstinada costumbre de luchar?

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la
autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para
publicarlo en otras fuentes.

*Fuente: Rebelión

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