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Racismo, dominación y revolución en Bolivia

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 “El problema en Bolivia es que el país está viviendo un proceso de reformas, sin salirse del marco democrático, pero tanto la oposición como el gobierno actúan como si estuvieran frente a una revolución”, habría declarado Marco Aurelio García, cercano colaborador de Lula en asuntos internacionales, según artículo de José Natanson en Página/12.

Me permitiré no tomar al pie de la letra, sino en irónico sentido, la declaración de Marco Aurelio García, hombre inteligente e informado que no puede dejar de darse cuenta de que si los dos protagonistas del enfrentamiento boliviano creen que se trata de una revolución, esa creencia es la mejor prueba de que, en efecto, lo es. El vicepresidente Álvaro García Linera, en cambio, ha dicho que lo que está en curso es “una ampliación de élites, una ampliación de derechos y una redistribución de la riqueza. Esto, en Bolivia, es una revolución”.

Tiene cierta razón: en Bolivia nomás eso ya sería una revolución como la de 1979 en Nicaragua. Pero lo que está ocurriendo es algo mucho más profundo y va más allá de las élites, la política y la economía. Es un cuestionamiento de los sustentos mismos de la dominación histórica de esas élites, viejas y nuevas. Viene de muy abajo, lo mueve una furia antigua y no lo van a detener las masacres de las bandas fascistas ni los frágiles acuerdos del gobierno con los prefectos de la Media Luna.

La masacre de Pando, con más de 30 campesinos asesinados a sangre fría por los sicarios de la minoría blanca, y las espeluznantes escenas de humillación, dolor y castigo de los indígenas en la plaza pública de Sucre y en las calles de Santa Cruz de la Sierra a manos de bandas de jóvenes fascistas, están diciendo a toda Bolivia que esa minoría blanca sabe bien lo que se juega: su poder no es negociable, sus tierras no se tocan, su derecho de mando despótico reside en el color de la piel, no en el voto ciudadano. La minoría blanca no está dispuesta a “ampliar” en sentido alguno tal derecho despótico, apoyada además en sectores blancos pobres cuya única “propiedad” es ese color de piel que los separa de los indios. Mucho menos dispuesta está a redistribuir propiedad o riqueza.

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La derecha boliviana, las viejas y no tan viejas élites, los dueños y señores de las tierras y las vidas, fueron derrotados por la inmensa revuelta indígena y popular que se inició con la guerra del agua en el año 2000, culminó con la rebelión de El Alto en octubre de 2003 y concluyó con el acceso de Evo Morales a la presidencia en enero de 2005. La nueva Constitución, aún sujeta a referéndum, y otras medidas del gobierno boliviano han sido pasos para consolidar al nuevo gobierno en el terreno jurídico, político y económico.

Este curso fue aprobado una vez más por la enorme mayoría del pueblo boliviano en el reférendum del 10 de agosto: 67 por ciento de los votos –es decir, más de dos tercios–, con puntas superiores a 85 por ciento en las comunidades del Altiplano. La minoría blanca dominante en la región oriental se ha sublevado y, con saña y ferocidad, desafía esos resultados electorales nacionales y amenaza secesión.

Esa minoría sabe bien que no se trata de meras “ampliaciones democráticas” sino de una revolución que cuestiona su poder y sus privilegios, el “entramado hereditario” de su mando despótico. Pues una revolución es uno de aquellos momentos culminantes en que el movimiento insurgente del pueblo toca las bases mismas de la dominación, trata de destruirla y alcanza a fracturar la línea divisoria por donde pasa esa dominación en la sociedad dada.

No se trata de la línea que separa a gobernantes y gobernados, cuestión política, sino de aquella que separa a dominantes y subalternos. El clásico nombre de revolución social se refiere a la subversión de esa dominación social y no solamente política o económica.

Esa línea divisoria es nítida y profunda en Bolivia. No es tan sólo una dominación de clase, que sí existe. Es sobre todo una dominación racial conformada desde la Colonia y confirmada en la República oligárquica desde 1825 en adelante.

En esa dominación, ser ciudadano de pleno derecho significa ser blanco o mestizo asimilado. Para llegar a ser ciudadano, un indio tiene que dejar de ser indio y reconocerse y ser reconocido como blanco; romper con su comunidad histórica concreta, la de los aymaras, los quechuas, los guaraníes u otra de las muchas comunidades indígenas bolivianas; y entrar como subordinado recién llegado a la comunidad abstracta de los ciudadanos de la República. No se espera que la República cambie y sea como es su pueblo. Se exige que ese pueblo cambie en sus hombres y sus mujeres, renuncie a su ser y su historia y sea como es la República de los blancos, los ricos, los letrados, los hispano-hablantes –donde, por lo demás, el imborrable color de su piel condenaría siempre a esas mujeres y hombres a una ciudadanía de segunda. Tal es la índole de esta dominación.

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La fuerza de la revolución en curso en Bolivia se sustenta en una antigua civilización, negada en las leyes pero que persiste en los idiomas, las costumbres, las creencias, las solidaridades y las comunidades, tanto rurales como urbanas. Los dominados de piel morena no fueron traídos de otras tierras. Estaban ahí antes, eran y siguen siendo la civilización originaria. El cineasta Jorge Sanginés, en una película inolvidable, la llamó “La nación clandestina”. Guillermo Bonfil la denominó aquí “México profundo: una civilización negada”. Siguiendo sus pasos, la nombré “una civilización subalterna” en mi libro Historia a contrapelo.

Clandestinas, negadas o subalternas, el entramado social y cultural de esas civilizaciones originarias aparece a la hora de organizar las revueltas y las rebeliones de sus herederos y portadores, porque esas rebeliones y revueltas son de raíz tan profunda como profunda es la dominación de matriz racial.

Aquella fuerza viene también del entramado hereditario de los dominados y subalternos que se sublevan para conquistar todos los derechos que esa República racial les niega o les recorta: la dignidad y el respeto, los espacios de libertad y de organización, los recursos naturales de su tierra, la educación, la salud, todo cuanto constituiría el entramado social de una República de iguales.

El antiguo lema republicano “libertad-igualdad-fraternidad” tiene en tales rebeliones su doble: “tierra–justicia-solidaridad”. Pues no hay en esas latitudes libertad sin reparto agrario, igualdad sin justicia para todos, ni fraternidad sin solidaridad interior de las múltiples comunidades y de la comunidad entera de esa nación de naciones que es Bolivia. No se trata sólo de un nuevo orden político y económico. Se trata de lo que en el contexto boliviano constituiría un nuevo orden social. De ahí la violencia bestial de las reacciones de los grupos privilegiados minoritarios y sus sicarios, como en Pando, en Santa Cruz, en Chuquisaca.

Toda Bolivia, y en especial la Bolivia indígena y popular que ganó abrumadoramente el referéndum, ha visto por televisión y ha escuchado por radio esa violencia asesina ejercida sobre sus hermanas y hermanos. Esas imágenes les han vuelto a mostrar, mejor que todos los discursos, lo que ya han conocido y vivido en carne propia y en la de sus padres y abuelos. Han podido ver en vivo y en colores la amenaza de regreso del pasado.

No lo permitirán. Tienen suficientes experiencia y organización para saber cómo responder a la violencia con la violencia si sus gobernantes, de quienes esperan pero a quienes también exigen, no paran y castigan a los criminales, única salida sensata y efectiva que podría derivar de las negociaciones en la presente relación entre las fuerzas enfrentadas.

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La expulsión del embajador de Washington por conspirar con la derecha racista ha contribuido a poner a ésta en su lugar. Pero no la ha apaciguado. La reunión de presidentes sudamericanos en Santiago de Chile ha dado un respaldo al gobierno de Evo Morales y quitado ciertas esperanzas a los golpistas. Pero no los ha desarmado ni maniatado: tienen también sus aliados en esos países.

Sin embargo, no sólo los gobiernos juegan. En Bolivia las organizaciones indígenas y populares del oriente, del altiplano y de los valles están en movilización y algunas literalmente en pie de guerra. No parecen dispuestas a dejarse o a dejar la solución encerrada en la mesa de negociación entre el gobierno y los prefectos asesinos.

Un manifiesto del Gran Pueblo Chiquitano, de Oriente, decidió el 15 de septiembre que “han llegado a su límite de la tolerancia y hacen que el sentido de sobrevivencia y furia del Pueblo Chiquitano renazca para combatir a brazo partido por su Territorio, Dignidad y Autonomía Indígena”. En consecuencia, decide “ratificar nuestra consecuencia y lucha inquebrantable para defender los resultados del proceso constituyente, el cual ha recogido nuestras demandas históricas […] ¡para que nunca más volvamos a ser esclavos ni sirvientes de los grupos de oligarcas y terratenientes de Santa Cruz!”; y “advertir a las Autoridades Cívicas y Prefecturales del departamento de Santa Cruz que los territorios indígenas titulados y en proceso de saneamiento son intocables, irreversibles e imprescriptibles”.

Un pronunciamiento de las Organizaciones Sociales del Oriente exigió el 17 de septiembre “al Parlamento y el Gobierno Nacional no tocar la nueva Constitución Política del Estado aprobada en Oruro el 9 de diciembre de 2007, sobre todo el capítulo de autonomías, puesto que allí se encuentran las principales demandas de más de 25 años de lucha reivindicativa. Nuestros caídos y nosotros, humillados y perseguidos, planteamos, marchamos y morimos por nuestra liberación y de todo el pueblo boliviano”.

Una denuncia de la Coordinadora de Pueblos Étnicos de Santa Cruz, el 17 de septiembre, dice: “Quienes asaltaron nuestras oficinas son mandados y pagados por los traficantes de tierras, latifundistas y esclavizadores de hermanos indígenas y por el Prefecto, Alcalde y Comités Cívicos, quienes se oponen a nuestra histórica demanda posicionada en la Nueva Constitución Política: las autonomías territoriales indígenas, sin subordinación a ningún nivel autonómico, que tiene carácter irrenunciable, pues es la base de nuestra liberación como pueblos”.

En este terreno, el de una revolución cuyos hacedores y protagonistas no están dispuestos a dejársela arrebatar ni a negociarla cualesquiera sean el costo y la violencia que los terratenientes y los racistas impongan, están los enfrentamientos en Bolivia. Tal vez la salida no sea inmediata. Pero, como en octubre de 2003, si aquéllos no ceden el desenlace por ellos buscado se resolverá en las calles y los campos. Es uno de los motivos de la alarma de los gobiernos de los países limítrofes.
Lunes, 22 de septiembre de 2008

* Fuente: El Clarín

Nota biográfica sobre el autor:

Adolfo Gilly nació en Buenos Aires en 1928, y es profesor de Historia y Ciencia Política de la Universidad Nacional Autónoma de México. Autor del libro “La revolución mexicana” (1971) del que se han publicado ya 30 ediciones, y que ha sido traducido al Inglés, Francés y Griego. Legendario redactor del semanario mexicano "La Jornada", Gilly ha escrito, también, libros sobre la Revolución Cubana, el movimiento zapatista y sobre Nicaragua.
            
Es necesario que las nuevas generaciones conozcan el trabajo de este gran intelectual argentino radicado en México, que ya cumplió los 80 años, varios de los cuales pasó en la siniestra prisión mexicana de Lucumberri (El Palacio Negro) donde escribió su obra “La revolución mexicana”, la cual en su edición original en castellano, llevaba el título "La revolución Interrumpida", el cual fue traducido en inglés como: “The Mexican Revolution: A people's history”, que ayuda a comprender mejor el verdadero tema de este brillante libro.
HHB

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