La interpretación teológica de la muerte de Jesús en la cruz, como sacrificio por nuestros pecados, nos hace olvidar demasiado apresuradamente los reales motivos históricos que lo llevaron al tribunal religioso y político y finalmente al asesinato en la cruz. Cristo no fue simplemente la dulce y mansa figura de Nazaret. Fue alguien que usó palabras duras, no rehuyó polémicas y para defender la sacralidad del templo, usó también la violencia física. El contexto de su vida, como las investigaciones recientes han mostrado, es común al de los campesinos y artesanos mediterráneos, que vivían una resistencia radical pero no violenta contra el desarrollo urbano de Herodes Antipas y el comercialismo rural de Roma, impuesto en la Baja Galilea —tierra de Jesús— y que empobrecía a toda la población. Predicó un mensaje que supuso una crisis radical para la situación política y religiosa de la época. Anunció el Reino de Dios en oposición al reino de César y, en vez de la ley, el amor.
El Reino de Dios presenta dos dimensiones, una política y otra religiosa. La política, se oponía al Reino de César en Roma, que se entendía hijo de Dios, Dios y Dios de Dios, los mismos títulos que los cristianos van a atribuir más tarde a Jesús. Tal atribución a Jesús era intolerable para un judío piadoso y un crimen de lesa majestad para un romano. La otra dimensión, la religiosa, se llamaba apocalíptica y significaba que entre las perversidades del mundo se esperaba la intervención de Dios y la inauguración de un Reino de justicia y de paz. Jesús se afilia a esta corriente. Con una diferencia solamente: el Reino es un proceso que apenas ha comenzado, y se va se realizando a medida que las personas cambian sus mentes y sus corazones. Sólo al término de la historia ocurrirá el gran cambio, con un nuevo cielo y una nueva Tierra. Esa eutopía (realidad buena), no la Iglesia, es el proyecto fundamental de Jesús. Él se entiende como aquel que en nombre de Dios va a acelerar semejante proceso.
Esta concepción de Reino puso en crisis a los distintos actores sociales, los publicanos y saduceos, aliados de los romanos, la clase sacerdotal, los guerrilleros zelotas y, principalmente, los fariseos. Éstos son los opositores principales del Hijo del Hombre, pues en vez del amor predicaban la rigidez de la ley; en lugar de un Dios bueno, «Papá» (Abba), un Juez severo. Para Jesús, Dios es un Padre con características de madre misericordiosa.
Jesús hace de esta comprensión el centro de su mensaje. Entiende todo poder como mero servicio. Rechaza las jerarquías porque todos somos hermanos y hermanas, sin maestros ni padres. La crisis que suscitó, llevó a decretar su muerte en la cruz. Jesús entró en una aguda crisis personal, llamada por los estudiosos «la crisis de Galilea». Se siente abandonado por sus seguidores, vislumbra en el horizonte una muerte violenta, como la de los profetas. La tentación del monte Getsemaní alcanza el paroxismo: «Padre aparta de mí este cáliz». Pero también el propósito de soportar todo y de llevar su compromiso hasta el fin. En la cruz grita casi desesperado: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Aun así continúa llamándolo «Dios mío». La Epístola a los Hebreos afirma: «entre clamores y lágrimas suplicó a Aquel que lo podía salvar de la muerte». Versiones críticas antiguas dicen «y no fue atendido… a pesar de ser Hijo de Dios tuvo que aprender a obedecer por medio de sufrimientos» (5,7-8).
Su última palabra fue «Padre en tus manos entrego mi espíritu», expresión suprema de una confianza ilimitada. De hecho, Jesús es presentado como el prototipo de persona humana que soportó hasta el fin el fracaso del proyecto de vida, creyendo en un sentido radical incluso dentro del absurdo existencial. La resurrección mostró el acierto de tal actitud. Fue la base para proclamarlo más tarde como Hijo de Dios y Dios encarnado.
2008-03-14
* Fuente: http://www.servicioskoinonia.org
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