Hace algunos años, a propósito de los conflictos que se crearon al interior del gobierno de Bachelet con la visita de un grupo de parlamentarios a La Paz, escribí un artículo titulado “Un mar de posibilidades para Bolivia”. Ahí defendía, una vez más, el justo derecho de la nación altiplánica a acceder a territorio marítimo con total soberanía, sin los artilugios heredados del tratado de 1904 que estableció un indigno tutelaje de nuestro país al comercio y al usufructo del mar para esa nación hermana. Al margen de la maraña de códigos y disposiciones legales que los leguleyos quieran desprender de ese tratado, los concreto es que Chile afianza su negativa total a acceder a los requerimientos bolivianos en dos cuestiones centrales: una histórica y otra de derecho, y que son, respectivamente, el triunfo de nuestro país en la lejana Guerra del Pacífico, de la que han transcurrido más de 130 años, y en el tratado de 1904 firmado por los beligerantes para consolidar la paz.
Respecto de la guerra que hace más de un siglo enfrentara a Perú, Chile y Bolivia, es decir la cuestión histórica, existen argumentos tan añejos como el conflicto mismo que no sirven para avalar las posiciones de ninguno de los países, ni el demandante ni el demandado, si se trata de cohonestar las posiciones enfrentadas en los tiempos actuales para lo cual se acude a un juez foráneo como lo es el tribunal de La Haya. No sirven los hitos heroicos de batallas ganadas o perdidas con honor o sin él, para justificar ya sea un rechazo tajante a reconsiderar los términos de un tratado, o para enarbolar como argumento las injusticias de un conflicto ocurrido hace más de un siglo, con el fin de consolidar una aspiración largamente sentida por nuestros hermanos bolivianos.
Respecto a la cuestión de derecho, es decir los términos del tratado de 1904, un tratado que, como siempre ocurre en estos casos, fue la imposición del vencedor sobre el derrotado, tampoco vale revisar sus articulados buscando el resquicio que permita denunciarlo, ya sea a favor o en contra de los argumentos de cada parte. Se hace necesario resolver la cuestión mirando hacia adelante, a la luz de los nuevos tiempos, de los aires renovados que soplan sobre nuestra América donde, por primera vez desde la gesta de Bolívar, es posible atisbar un acercamiento continental sobre la base de la justicia social, de la defensa de los intereses comunes ante el ancestral atropello venido del norte, tanto de Estados Unidos como del colonialismo europeo.
Chile tiene que considerar que los tratado que se establecen como consecuencia de una guerra, nunca son auténticamente justos y, tarde o temprano, sus resultados se vuelven nefastos. Basta recordar el tratado de Versalles, si se quiere hablar de la historia más reciente de la Humanidad, aquel que puso fin a la Primera Guerra Mundial. Su articulado resultó tan draconiano, tan avasallador en cuanto a la cesión de territorios y a las indemnizaciones que los vencidos debían pagar a los vencedores, que resultó imposible para el pueblo alemán cumplirlos sin la debacle económica que le sobrevino, y cuya principal consecuencia fuera una pobreza enorme que cayó sobre los hombros del pueblo germano. Esta miseria ─que fuera la consecuencia de dicho tratado─ concitó el odio y el resentimiento de las masas convirtiéndolas en el caldo de cultivo para el surgimiento del nazismo, y la justificación enarbolada por estos criminales para desatar la Segunda Guerra Mundial. Por si usted no lo sabe, los intereses de la deuda que se le impuso a Alemania en 1918 en Versalles, recién se terminaron de pagar en el año 2004.
Por su parte Bolivia, creyendo blindar más su demanda, retrotrae la historia hacia el resultado de la Guerra del Pacífico poniendo el énfasis en lo que significó la pérdida de su acceso al mar a manos del país vencedor, en este caso Chile. La opinión pública chilena, que es la que debe presionar a sus gobernantes para resolver este asunto con pragmatismo y racionalidad, es particularmente sensible frente a cualquier cuestionamiento de la parte histórica de ese conflicto, a sus resultados bélicos, a sus batallas y sus héroes que pasaron a ser parte del acervo nacional, reforzados aún más con el resultado de la guerra.
De ahí que las alusiones descalificatoria de Bolivia hacia un hecho que, insistimos, ocurrió siglo y medio atrás, más que ayudar a inclinar la balanza de la opinión pública del pueblo chileno hacia la legitimidad de sus aspiraciones marítimas, provoca una instintiva animadversión en contra de cualquiera que formule esa idea cuestionadora de lo que son las páginas de una historia que es propia de un país. ¿Que la del Pacífico fue una guerra injusta? Ninguna guerra es justa si se mira con la estructura moral de un ser auténticamente humano. ¿Que la historia la escriben los vencedores? Cierto, pero lo que acaeciera en los campos de batalla de esa guerra y de todas las ocurridas en el mundo, las razones y sinrazones que la motivaron y cualquiera haya sido su resultado, sólo puede ser criticado de manera global como un hecho inmoral, repudiable en lo que significa lanzar a pueblos contra pueblos para servir, en último término, a la voracidad de un poder económico que no conoce nacionalidad y que ha estado siempre detrás de los innumerables conflictos bélicos de la historia de la Humanidad.
Hay que desarrollar en la base del pueblo chileno una idea diferente, es decir el convencimiento de que las aspiraciones bolivianas de una salida soberana al mar son incuestionablemente legítimas, porque ello ayudará al desarrollo económico de un país hermano que ha estado rezagado frente al progreso de las otras naciones americanas, entre otras cosas, por su aislamiento continental. Es difícil, sin embargo, cambiar este sentimiento nacional si a ello no ayudan los sectores del chovinismo reaccionario, y los del poder económico de los que ven en el resurgimiento económico de Bolivia, si concreta una salida al mar, una amenaza a sus mezquinos intereses. Más aún si al intento de concitar un apoyo mayoritario a favor del pueblo boliviano, no contribuyen ni siquiera los partidos y dirigentes de la izquierda chilena de quienes se podría esperar una actitud internacionalista y de integración que favorecería el afianzamiento de la idea latinoamericanista.
Por último, un hecho que pudiera aparecer anecdótico, pero que no lo es tanto a la luz de los planes geopolíticos a los que son tan adictos los militares. Hace unas décadas dos detestables rufianes de la época negra de las dictaduras, Banzer y Pinochet, se juntaron a discutir este mismo asunto teniendo nuestro gorila nacional una sorprendente inclinación a buscar una solución soberana en cuanto a la salida al mar para Bolivia. ¿Qué pasaba? ¿Acaso Pinochet anidaba en su negra conciencia un sentimiento de solidaridad internacionalista? Sabido es que el único aporte del dictador chileno al internacionalismo fue integrar la Operación Cóndor con sus criminales aliados que tiranizaban gran parte de Latinoamérica. Pero entonces cómo, se preguntará usted. Nada, señores, como acostumbraba a decir el sátrapa. Las cuentas que sacaba Pinochet y sus subalternos de uniforme eran en el fondo bastante pragmáticas. La entente Perú-boliviana, derrotada militarmente dos veces en el siglo XIX por Chile, más el ancestral encono del militarismo argentino siempre amenazante al otro lado de la cordillera, aconsejaba ─insisto que geopolíticamente─ una acción audaz como la de atraer a Bolivia hacia nuestro lado con un corredor de territorio soberano que, de paso nos alejaba limítrofemente del revanchismo peruano, latente desde siempre. Un corredor, pensaba don Pinocho, ¡qué me dice usted! Maquiavélico, ¿verdad? Cierto, pero tremendamente pragmático, reconozcámoslo si queremos ponernos a resguardo del espiral de la historia que pudiera el día de mañana situarnos otra vez en un escenario parecido al de 1879.
A propósito, usted, que es erudito en cuestiones históricas, seguramente se recordará de otro corredor, el de Danzig, que formó parte del nefasto Tratado de Versalles ya citado. ¿Qué fue lo ocurrió con ese pedazo de tierra que el Tratado le entregó a Polonia? Por favor, no me exija tanto y averígüelo usted mismo, sacando, de paso, sus propias conclusiones.
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