Venezuela: Paisaje después de la batalla
por Jorge Gómez Barata (Argenpress)
17 años atrás 4 min lectura
La fortaleza de un haz de varas no depende de las varas sino de la cuerda que las une. En las etapas iniciales, cuando las transformaciones ocurren a ritmos vertiginosos y la revolución depende del entusiasmo de las masas y del respaldo popular, expresado de modo directo e inmediato y cada día es preciso responder a maniobras hostiles, lo más importante es lograr y consolidar la participación, no institucionalizarla.
En realidad los aparatos políticos y estatales tradicionales, pesadas estructuras verticales, inevitablemente jerarquizadas y escalonadas y con tendencias a la burocratización, suelen carecer de la flexibilidad necesaria para reaccionar con el dinamismo que lo cambiante de las situaciones y los escenarios requieren y su disposición para la autocrítica es mínima.
En coyunturas en que lo decisivo es la comunicación entre el pueblo y el liderazgo, que promueve el consenso en torno a realizaciones concretas y metas compartidas, difunde ideas movilizadoras y, actuando como catalizador une, la prematura institucionalización de la participación puede ser contraproducente.
En América Latina donde los procesos revolucionarios en marcha se vinculan a la inconclusa independencia y a una edificación nacional iniciada doscientos años atrás y todavía inacabada, las plataformas de la revolución deben ser lo más ancha posible y sus banderas y consignas, mientras más generales e inclusivas, mejor.
En momentos en que lo nacional prevalece y la unidad es la prioridad, los enfoques clasistas más que ayudar pueden estorbar y la institucionalización desde arriba, daña más que beneficia. Esas circunstancias son particularmente intensas en procesos que trascurren por cauces convencionales, que no es posible modificar, sino que han sido legitimados por la propia revolución que los usó para acceder al poder.
Algunas experiencias históricas, como la chilena, intentaron unir en un haz a fuerzas de la izquierda que formaron un frente unido, conservando su identidad y su independencia, en torno a una figura de la altura y capacidad de consenso como Salvador Allende. A esa fórmula se había acudido en coyunturas específicas, como la lucha antifascista y es una receta de la que en algunos casos se ha servido la derecha.
A riesgo de repetirme, prefiero reiterar la idea de que “partido” viene de partidarios o de parte y que su existencia necesariamente implica distinciones que, en etapas tempranas, pueden conducir a divisiones y al establecimiento de jerarquías y de aparatos, más de poder que de participación, usualmente extraños al espíritu de la revolución que, a la larga crean sus propios intereses, favorecen o distinguen a sus integrantes y, al operar en ámbitos locales y regionales, entorpecen la orientación desde el centro.
En cualquier caso, en las condiciones de los procesos revolucionarios latinoamericanos desplegados pacíficamente y canalizados por vías convencionales, creadas al amparo de la democracia liberal, no hay recetas para el trabajo de masas, la actividad sindical o el funcionamiento de los partidos políticos. Es cierto que es preciso crear, pero hay que hacerlo sin prisa y sin comprometer la vigencia del liderazgo.
Hasta el presente la propaganda imperial había logrado instalar estereotipos que colocaron a la revolución en la antípoda de la democracia, imagen que en Venezuela, Bolivia y Ecuador comienza resquebrajarse. Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa han probado ser más demócratas, de lo que lo fueron los burgueses y oligarcas que los precedieron. Según la regla clásica de la democracia liberal, nunca hubo en Sudamérica elecciones más limpias ni lideres tan auténticos.
La idea de Evo Morales de refundar un país que quedó contrahecho en el primer intento; la de Correa de hacer una Revolución Ciudadana y la de Chávez de avanzar en un diseño socialista para la nueva época, unido a los empeños desarrollistas no oligárquicos en otros países, asociado al renacer del sandinismo y a otras opciones en Centro América, presentan un panorama enteramente nuevo, en el que no se puede acudir a recetas del pasado ni a caminos trillados.
Ser a la vez revolucionarios y demócratas es un aporte bolivariano, tanto a la idea de la democracia como a la de la revolución. Bienaventurados los que reflexionan, persisten y rectifican, porque de ellos será la victoria.
* Fuente: www.argenpress.info
Recomendamos ver video: El pueblo quiere el poder
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