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El fracaso de las Comisiones de tecnócratas en el reinado de Michelle Bachelet

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A la democracia representativa, producto de la Revolución Francesa, le ha sucedido el gobierno de tecnócratas. Se supone que la sociedad civil está muerta y es incapaz de dominar los complejos problemas de la red pública; hay que ser muy ingenuo para creer  que la democracia de las Comisiones, por muy amplias que estas sean, son sinónimo de la  democracia sustantiva o, más simplemente, participativa. La separación entre el ciudadano, que posee voto igualitario, y el individuo que pertenece a una clase, denunciada por Marx en Cuestión judía, sigue estando vigente y se radicaliza con el neoliberalismo: si el mercado es el dueño de la sociedad, quienes no poseen acciones que se cotizan en la Bolsa, son simplemente tullidos, que ni siquiera deben ser auxiliados por el Estado, según Hayek y Misses. Cumplir las treinta y seis medidas no es una tarea muy difícil, al menos respecto a aquellas que se pueden resolver administrativamente, es decir, que no necesitan proyecto de ley y, como hay un superávit fiscal, basta con el sí de la Presidenta. Otra cosa muy distinta se refiere a las promesas que requieren un proyecto de ley.

No sé por qué la Presidenta recurre siempre a Comisiones técnicas cuando un problema parece ser inabordable. Veamos la primera Comisión, la de la reforma del sistema de pensiones donde la disyuntiva está clara: de seguir con un sistema de capitalización individual, no cabe duda de que la mayoría de los cotizantes –hombres y mujeres – no alcanzará, ni siquiera, a una jubilación mínima; volviendo a nuestros teóricos del neoliberalismo, no forman parte del sistema y, como derrotados del mercado, no merecen ningún auxilio. Considérese que no menciono a quienes han cotizado sólo unos años o nunca lo han hecho que es, por cierto, un gran porcentaje de mujeres que pueden haberse vinculado tarde al mundo laboral o poseer muchas lagunas previsionales. Además, un 80% de las familias chilenas no ganan más de $300.000; suponiendo que no tuvieran ningún de bache previsional caerían, también, en la pensión mínima.

Es posible que a los genios, seguidores de Mario Marcel, hábil ex jefe de Presupuesto, se les ocurran algunas solucioncillas, por ejemplo, incluir a los Bancos y Aseguradoras en el negocio de la Previsión, serían más ricos que ahora y harían más competitivo el sistema; podrían, también reducir las comisiones de las AFPs y, si se pusieran muy generosos, tapar algunos hoyos previsionales, que serían más que los famosos “eventos” de la Alameda. Pero ni hablar de previsión solidaria: nada con el INP y las antiguas Cajas, (de empleados públicos, particulares…), ya en el colmo, podría pensarse en una pensión única para todas las mujeres que no hayan cotizado nunca. Creo que esta demagógica medida la propuso un tal Lúculo Piñera y que hace arriscar la nariz, a su sola mención, a la Presidenta, salvo que alguien me pruebe lo contrario, la Comisión Marcel será un verdadero fiasco y más inútil que el Armonyl, para conciliar el sueño.

La segunda Comisión, la de la calidad de la educación, no estaba en el programa del gobierno: fue producto de la presión de los “pingüinos”; esta es más amplia y menos tecnocrática que la primera, sin embargo, al juzgar por las opiniones iniciales de sus miembros, consignadas en el Diario oficial del gobierno, El Mercurio, que acapara casi todo el avisaje  fiscal y es la biblia de los políticos incapaces de leer entre líneas la ideología reaccionaria de su línea editorial, nada importante podrá surgir de esta Torre de Babel de la Comisión asesora de la Presidenta; un sector importante es partidario de la educación-empresa; otro, como el vicerrector de la Universidad Diego Portales es partidario de reformar el inútil Consejo Superior de Educación, pero no así los aspectos privatizadores y neoliberales de la LOCE; sólo los representantes de los estudiantes, algunos rectores de universidades estatales y el Colegio de Profesores plantean un rol más significativo del Estado en la educación.

La tercera Comisión es mucho más tecnocrática, por la complejidad del tema,  que las dos primeras. Su presidente, Edgardo Boeninger, una especie de Maquiavelo de la DC, es un gran admirador de la obra económica de la dictadura de Daniel López Pinochet, y siempre ha sido el ideólogo de la aceptación de los Artículos permanentes de la Constitución de 1980 y de la “democracia de los Acuerdos”; estaba pintado para ser el jefe de una Comisión de “cabezas de huevo”, en la reforma del sistema binominal, en base a un sistema aceptable para la derecha política; pero el tiro le salió por la culata al proponer aumentar a 150 los diputados y a 50 los senadores, planteando un sistema proporcional, con base en colegios plurinominales, mediante los cuales se dividiría el país en una serie de distritos que se pretendía cumplirían con la equivalencia entre electores y escaños a proveer. Está claro que a la derecha no le conviene cambiar el binominal – cerrojo heredado de Daniel López – por un sistema proporcional, basado en sistema de cifras repartidoras, (del belga D´Hont) que, históricamente, siempre ha favorecido a los partidos mayoritarios.

Si bien, los concertacionistas dicen apoyar el sistema proporcional, no pueden estar conformes que, por la acción de un grupo de tecnócratas, les destruya los distritos que se han adjudicado vitaliciamente; no conozco el caso de alguna casta, en la historia, que haya hecho dejación de su poder voluntariamente; en general, han sido las revoluciones electorales las que han sacado de sus sillones a los oligarcas apernados en el poder, así ocurrió, en 1920, con don Arturo Alessandri. Por lo demás, las reformas electorales jamás han sido producto de un consenso. Veamos una a una: en 1891, fue se precisó una guerra civil intraoligárquica para instalar la libertad del sufragio y la comuna autónoma, que favoreció a radicales y conservadores; en 1958, fue necesaria una alianza izquierdista, llamada “bloque de saneamiento democrático”, compuesta por socialistas, falangistas y radicales que, aprovechando la ausencia de la derecha en la sala, impuso la ley electoral, redactada por el falangista Jorge Roger, que instauró la cédula única, para evitar el cohecho; cuenta don Manuel Rivas, en su historia política parlamentaria, que los diputados jóvenes de la Alianza Liberal pudieran aprobar una reforma electoral, aprovechándose de la ausencia de la oposición.

La derecha política no ha inventado nada; el sistema binominal no les pertenece: claramente no es un invento del entonces ministro Sergio Fernández, es una vil copia de un proyecto presentado por el diputado nacionalista, el historiador Alberto Edwards que, posteriormente, probó su simpatía por los regímenes autoritarios al convertirse en miembro del gabinete del “caballo” Carlos Ibáñez, en 1927. La idea era la misma: dividir el país en pequeños distritos que eligieran dos diputados cada uno y así garantizar la igualdad entre mayorías y minorías. (Si el lector quiere comprobar la veracidad de mi afirmación, le ruego leer la Historia Política y Parlamentaria, Biblioteca Nacional, pág. 245-246; o los trabajos de Felipe Portales, Los mitos de la democracia chilena).

Claro está que en el año 1911, en la república plutocrática predominaba el parlamento o, más bien, el Club de la Unión y hoy, la Presidenta, es una reina absoluta por el régimen, en extremo presidencialista, heredado de Daniel López Pinochet. La casta de comienzos del siglo XX es “frondista” y, la actual, versallesca.

No creo que la democracia de las comisiones tecnocráticas pueda
reemplazar a la democracia representativa. Afortunadamente, los nuevos diputados y senadores no son unos robots, dispuestos a decir sí a cualquier capricho del ejecutivo; sólo cree en esa teoría el servil Camilo Escalona, pero yo estoy seguro de que discutirán, una a una, cada idea salida de estos tecnócratas funcionarios, incapaces de aceptar la más mínima crítica.
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Belén

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