No importa si el feto es persona
por Oscar Cornejo Rideau (Chile)
7 años atrás 5 min lectura
20 febrero, 2017
Desde que el aborto terapéutico se prohibió por la junta militar en 1989 – a meses del retorno a la democracia, y luego de siglos de aceptación- la retórica conservadora y de la Iglesia en particular nos tiene acostumbrados a un sermón que, pese a ser absurdo legalmente, se repite incansablemente en las discusiones legislativas que se han efectuado al respecto. Su argumento es más o menos el que sigue: el embrión o feto es una persona humana tanto como los seres humanos ya nacidos, por lo que tiene los derechos de toda persona y especialmente el derecho a la vida y, en consecuencia, para proteger ese derecho se debe prohibir el aborto en toda circunstancia.
Este razonamiento que parece tener cierta lógica a primera vista implica que defender el aborto terapéutico supone demostrar más allá de toda duda que el feto no es una persona, o peor, que es una persona sin derecho a la vida. Ante esa posibilidad “macabra” los grupos anti-abortistas se han autodenominado “pro-vida”, frente a los otros que seríamos algo así como “pro-muerte” y que, entre otras cosas, queremos destruir la teletón, traficar órganos y – ¿por qué no pensarlo?- realizar nuestro mayor fetiche marxista: comernos las guaguas.
Ahora, más allá de que no existe ningún instrumento internacional, sentencia o ley que diga que el no-nacido es una persona (y que más bien todas las cortes internacionales han resuelto lo contrario) y del hecho notorio de que el aborto terapéutico está permitido prácticamente en la totalidad de los estados del mundo, lo cierto es que esta discusión no tiene en absoluto la relevancia que estas personas pretenden. Y es que aun cuando aceptáramos que el feto es una persona con derecho a la vida, ello no justificaría una prohibición absoluta del aborto y mucho menos del aborto terapéutico y la mayor evidencia de ello es que aun cuando todas las personas -nacidas- somos titulares del derecho a la vida, no deriva de ello tampoco una prohibición absoluta de homicidio.
Si se estudia la protección que recibe el bien “vida” a lo largo de todos los ordenamientos legales presentes y pasados, se aprecia claramente que siempre se han contemplado excepciones a la misma, algunas de ellas son universalmente aceptadas como la “legítima defensa” y el “estado de necesidad”; y otras son mucho más controversiales como la eutanasia, el suicidio asistido o la misma pena de muerte que, paradójicamente, era (y en algunos casos es) defendida a ultranza por los ideólogos “pro-vida” del régimen.
Por ello es que la prohibición del aborto terapéutico, o en los términos que usó Jaime Guzmán en su época, el deber “de tener el hijo aunque salga anormal, no lo haya deseado, sea producto de una violación o aunque de tenerlo, derive su muerte”, es completamente absurda mirada desde los principios del Derecho no solo nacional sino que como disciplina en general, ya que ante el enfrentamiento de lo que son dos derechos igualitarios, dos derechos a la vida (y no como creen los grupos antiabortistas, del enfrentamiento del derecho a la vida del feto y la “mera libertad” de la madre de abortar) nuestra legislación resuelve que la mujer tiene la obligación de renunciar a la suya en favor de su hijo, decide, por tanto, asignarle más valor a la protección de la vida de éste, lo que es una vulneración total al principio de igualdad entre las personas. En efecto, no sólo es que la ley le reconozca al no-nacido el estatus de persona, sino que le reconoce aún mayor protección que a los derechos del propio ser humano nacido, porque, como decíamos, entre los nacidos el homicidio por supervivencia no es sancionado. Ninguno de estos señores cree que cuando alguien amenaza con matarnos debemos entregar pasivamente nuestra vida y, sin embargo, se lo exigen a una madre que enfrenta la terrible desgracia de un embarazo de alto riesgo. Así, pensemos en lo que penalmente se llama “Estado de Necesidad”. Este supuesto ocurre típicamente cuando para proteger un derecho propio se debe sacrificar uno ajeno, como ocurre cuando la vida de una persona depende de la muerte de otra. Un caso como ese no requiere necesariamente de una agresión de una de las partes (como sí se requiere en otras figuras similares como la legítima defensa), sino que simplemente requiere que no haya otra alternativa exigible. Tal sería, por ejemplo, el escenario de dos náufragos que intentan aferrarse a una tabla donde sólo cabe uno de ellos, en el que uno mata al otro empujándolo al mar para intentar sobrevivir. En una situación como esa el derecho exime al homicida de responsabilidad porque, aunque ha matado, lo ha hecho para salvarse, para defender su propio derecho que tenía igual o mayor importancia. Lo mismo ocurriría si ambos sujetos fuesen mejores amigos, o padre e hijo, y aun si quien ha muerto es un inocente e indefenso niño que no tenía culpa alguna en la fatalidad. La razón para esto no es que la ley esté a favor de la muerte, sino simplemente que reconoce sus propios límites: nadie está obligado a lo imposible, a nadie se le puede pedir que renuncie a su propia vida en favor de otro. Algo así podría calificarse como moralmente heroico pero nunca como un deber jurídico.
En otras palabras, respecto del aborto terapéutico no importa si el feto es una persona ni si tiene o no derecho a la vida. Aun cuando los tuviese, es totalmente legítimo que la madre haga primar su propio derecho a vivir sobre el de su hijo y lo mate (suena crudo, pero no menos que exigir que el feto la mate a ella). Negarle esa posibilidad es, en suma, no sólo inconstitucional por violar arbitrariamente su derecho a la vida e igualdad humana sino un crimen de lesa humanidad que nuestro país ha amparado de forma descarada manteniendo intacta una ley que es el más puro legado legislativo de una dictadura cuya tónica fue precisamente esa permanente violación a la humanidad.
En consecuencia, el aborto terapéutico no se opone a la vida, sino que es la defensa de la vida misma la que impone consagrarlo y remediar esta mundialmente vergonzosa situación. Son, justamente, los grupos pro-vida quienes primero deberían tomar conciencia de aquello o, al menos, deberían tener la honestidad de replantearse seriamente su propio nombre.
*Fuente: El Mostrador
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