12 de octubre de 2022
Para definir nuestro espacio de posibilidad histórica, debemos entender nuestro lugar dentro de la trayectoria de nuestra civilización.
Todos nosotros, italianos, europeos, occidentales, nos encontramos dentro de una fase de crisis epocal, potencialmente terminal, del mundo liberal que tomó forma hace poco más de dos siglos.
Que esta forma de civilización, a diferencia de todas las que la habían precedido, estaba afectada por contradicciones internas autodestructivas ya había sido puesto de manifiesto por el análisis marxista a mediados del siglo XIX. Los principales elementos internamente contradictorios estaban claros ya entonces, por mucho que Marx centrara su mirada en la línea de fractura social (tendencia a la concentración oligopólica y a la pauperización de las masas), mientras que carecía, por razones históricas obvias, de la percepción de otras salidas críticas inherentes a las mismas contradicciones (no había conciencia de la posibilidad de la extinción de la especie por la guerra, que se convirtió en una posibilidad después de 1945, ni la idea de la relevancia del impacto degenerativo del progresismo capitalista sobre el sistema ecológico). Un sistema que sólo vive si crece y que al crecer consume a los individuos y a los pueblos como medios indiferentes para su propio crecimiento produce siempre, necesaria y sistemáticamente, tendencias al colapso.
La lectura marxista, tal vez demasiado condicionada por sus propios deseos, preveía como forma del colapso por venir un colapso revolucionario, en el que las mayorías empobrecidas se rebelarían contra los oligopolios plutocráticos. El colapso que, en cambio, se presentó a los ojos de la siguiente generación fue la guerra, una guerra mundial como conflicto final en la competencia imperialista entre los estados que se habían convertido realmente en «comités de negocios de la burguesía«.
La fase actual muestra tendencias muy similares a las de principios del siglo XX: una sociedad aparentemente progresista y opulenta, secularizada y cientificista, y sin embargo, sus márgenes de crecimiento («plusvalía») se han reducido y la han llevado a buscar fuentes de recursos alimentarios y materias primas cada vez más lejos, en los países colonizados. Esto fue así hasta que las ambiciones individuales de crecimiento empezaron a chocar -cada vez más- a nivel internacional, lo que provocó los preparativos para un posible conflicto mediante tratados secretos de alianza militar que debían activarse en presencia de un casus belli.
Que el resultado de la crisis actual sea una guerra mundial total, según el modelo de la Segunda Guerra Mundial, es sólo una posibilidad.
Es posible que prevalezcan los impulsos para convertirla en una guerra más parecida a la Primera Guerra Mundial, en la que el frente es Ucrania y la retaguardia que proporciona los medios para la guerra son Europa y Rusia, respectivamente. En la Primera Guerra Mundial, los civiles no se vieron directamente afectados por los acontecimientos de la guerra, excepto en las zonas de contacto, pero la implicación global en términos de empobrecimiento y hambruna fue enorme. Entre 1914 y 1921, Europa perdió entre 50 y 60 millones de habitantes, de los cuales «sólo» entre 11 y 16 millones murieron directamente durante el conflicto (dependiendo de cómo se cuente).
De la guerra surgió una clase industrial específica, más rica y poderosa que antes, y fue la que participó directa o indirectamente en el abastecimiento del frente. Los países más alejados del frente y no directamente implicados salieron de la guerra aún más ricos y comparativamente más poderosos.
Esta es, por supuesto, también la perspectiva y el deseo de quienes hoy alimentan el conflicto desde la distancia.
La experiencia de la entrada en la Primera Guerra Mundial, con la complicidad de facto de casi todos los partidos socialistas y socialdemócratas, representó un trauma del que se podía extraer una lección fundamental, una lección que descontada podríamos traducir como: la izquierda sistémica no tiene capacidad ni voluntad real de oponerse a la degradación del sistema.
En respuesta a este trauma, Gramsci fundó en 1919 una revista con un nombre muy simbólico, l’Ordine Nuovo; y dos años más tarde, a raíz del aparente éxito de la Revolución Rusa, nació el PCI (Partido Comunista Italiano), con la intención de ser precisamente un antídoto a lo sucedido: una fuerza «antisistema» capaz de derribar los paradigmas sociales y productivos que habían conducido a la guerra (y que permanecían intactos).
En ese mismo periodo de tiempo, tomó forma el movimiento Fasci di Combattimento, cuyo Manifiesto «Sansepolcrista» (junio de 1919) puede sorprender a quienes conocen la evolución posterior del régimen fascista.
También aquí la ola de experiencias de preguerra y de guerra empujó en dirección a una renovación radical «antisistema«. Allí encontramos la reivindicación del sufragio universal (incluido el femenino), la jornada laboral de ocho horas, el salario mínimo, la participación de los trabajadores en el gobierno de la industria, un impuesto extraordinario progresivo sobre el capital con expropiación parcial de toda la riqueza, la incautación del 85% de los beneficios de la guerra, etc.
Sin embargo, en pocos años, el movimiento Fasci di Combattimento perdería todas sus reivindicaciones más radicales desde el punto de vista social y sería reabsorbido por el sistema, obteniendo a cambio el apoyo económico de los agrarios y de la gran industria, que lo utilizarían con fines anticomunistas y antisindicales. Con una lectura tópica (y por supuesto forzada, dada la amplitud de las diferencias históricas) se podría decir que la escisión de la protesta antisistema (fomentada por el capital) consiguió neutralizar su carácter de amenaza al propio capital, manteniendo sólo un carácter exteriormente revolucionario.
En un paralelismo casi perfecto con la publicación del Manifiesto «sansepolcristiano», Antonio Gramsci abría las páginas de L’Ordine Nuovo (mayo de 1919) con un famoso llamamiento:
«Edúquense, porque necesitaremos toda nuestra inteligencia. Anímense, porque necesitaremos todo nuestro entusiasmo. Organícense, porque necesitaremos todas nuestras fuerzas».
Gramsci tenía perfectamente claro que las posibilidades de éxito de una fuerza deseosa de derrocar un sistema capitalista que había salido casi indemne del mayor conflicto de todos los tiempos requerían, sin duda, agitación y protesta (nada difícil de conseguir en una Italia donde el descontento de posguerra era enorme), pero sobre todo requerían «estudio» (educación) y «organización«.
Ha pasado un siglo. Muchas cosas han cambiado, pero el sistema socioeconómico es el mismo y la fase es similar: después de haber pasado por una profunda revisión tras 1945, ha vuelto a los viejos caminos de forma acelerada desde los años ochenta.
Hoy nos encontramos en una situación que recuerda en muchos aspectos a la de 1914: el inicio, perfectamente inconsciente, de una larga y destructiva crisis.
Salir de ella más o menos como en 1918, con un empobrecimiento generalizado y una sociedad más violenta, pero sin la destrucción de la guerra directamente en casa es el escenario que considero más optimista.
Unos años de crisis energética, alimentaria e industrial y Europa se reducirá a un proveedor de mano de obra cualificada y barata para las industrias estadounidenses. Este es el mejor de los casos.
Las posibilidades de detener el tren en su camino son mínimas.
Lo que sí se puede hacer es prepararse para estar a la altura de las circunstancias, dirigir las piezas en caída libre para que sirvan de cimientos a un futuro edificio.
Y esto requiere, como decía Gramsci, en primer lugar una FORMACIÓN adecuada para interpretar los acontecimientos, para salir de los dogmatismos y rigideces que impiden comprender la fuerza y el carácter del «sistema». A estas alturas, los que siguen anclados en los reflejos condicionados de la derecha y la izquierda, con sus dogmas, santurronería y demonizaciones de resorte, son parte del problema. El sistema de dominación capitalista financiera mundial de base angloamericana es una potencia en crisis, sí, pero sigue siendo la mayor potencia del planeta y ha sobrevivido a otras grandes crisis.
Es capaz de persuadir a casi cualquier persona, de casi cualquier cosa, a través del control capilar de los principales núcleos mediáticos.
Es capaz de sobornar a cualquiera con un precio y de amenazar a cualquiera sin él.
También puede cambiar rápidamente de piel en cuestiones «decorativas» y «superestructurales», como todos los diversos derecho-civilismos y derecho-humanismos, que ahora esgrime como garrote cuando es necesario, pero que puede hacer desaparecer en un instante con un cuento de hadas ad hoc, en caso de que una estrategia diferente resulte útil.
Tener una conciencia cultural de lo que es esencial y lo que es contingente aquí es crucial.
Y en el segundo caso, de nuevo con Gramsci, es necesaria la ORGANIZACIÓN. Los que aspiran no a «derrocar el sistema» (nadie tiene hoy el physique du rôle para hacerlo de forma directa, «revolucionaria»), sino a acompañar su derrumbe endógeno parcial, para hacer nacer una nueva forma de vida, sólo tienen alguna posibilidad de hacerlo si se toman muy en serio las obligaciones de la organización colectiva.
Lo que el «sistema» alimenta a sabiendas es el DESCONOCIMIENTO (ignorancia, desorientación) y la FRAGMENTACIÓN (caer en lo privado, desconfianza mutua). Lo que deben hacer los que intentan desafiarla es remar con todas sus fuerzas en dirección contraria.
–El autor, Andrea Zhok, es profesor de Filosofía Moral en la Universidad de Milán
-Traducido al castellano para piensaChile desde el italiano : Isabella Luna
*Fuente: L’antidiplomatico
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