8 ENERO 2021
La denegación de la extradición de Julian Assange a EE UU fue una gran victoria, una victoria que no se podría haber conseguido sin una campaña de presión pública. Esa misma presión pública será ahora necesaria para liberar a Assange de la cárcel.
Mientras escuchaba ayer a la jueza Vanessa Baraitser dictar su sentencia en el juicio sobre la extradición de Assange en el Old Bailey, me invadió una profunda depresión. He escuchado cada minuto del caso Assange desde el momento en que comenzó en la prisión de alta seguridad de Belmarsh en febrero del año pasado, a lo largo de tres semanas en septiembre en el Old Bailey, hasta este resumen de 45 minutos de la sentencia. Durante 40 minutos de estos tres cuartos de hora, la jueza fue rechazando uno por uno los argumentos de la defensa en contra de la extradición. Las y los periodistas tienen permiso para tuitear los acontecimientos durante el juicio, gracias a una providencia dictada en una vista anterior del caso Assange.
Observé a Assange entrando en la sala y tomando asiento. Poco después de las diez y cuarto de la mañana, la jueza comenzó rechazando la alegación de la defensa de Assange de que se estaba juzgando un delito político, señalando que el tratado de extradición no formaba parte de la legislación británica. Continuó diciendo que Assange ayudó a Chelsea Manning a descargar materiales, alineándose así con la tesis de la fiscalía, inclusive sus afirmaciones más dudosas. Después declaró que no se trataba de defender un interés público. Quince minutos después de comenzar, la jueza seguía corroborando aparentemente los argumentos esgrimidos por EE UU. Se negó a aceptar que Assange iba a ser extraditado por sus opiniones políticas, excusó el espionaje de la CIA contra él, incluso en la embajada, y defendió la retirada por Ecuador de la concesión de asilo. Acto seguido, la jueza Baraitser pronunció la frase más increíble de todas: “Este tribunal confía en que el tribunal estadounidense respetará las libertades civiles de Assange.”
Pocas personas que estaban siguiendo esta prolongada defensa de la persecución por el imperio estadounidense de Julian Assange y WikiLeaks podían dudar de que se iba a conceder la extradición. Parecía que el veredicto estaba claro y que se basaba en la aceptación casi completa de las tesis de la fiscalía, incluidas bastantes pruebas que el equipo de Assange no había tenido oportunidad de cuestionar. Pero entonces ocurrió algo extraordinario. Eran casi las 11 cuando cambió el tono. La jueza admitió que Assange sufría depresión y que probablemente en EE UU lo confinarían en solitario, con lo que empeoraría su estado. Y entonces reconoció el riesgo de suicidio que suponía esta situación. Por estas razones, rechazó la extradición.
En los últimos renglones del veredicto, la jueza estableció que las condiciones reinantes en las prisiones de máxima seguridad de EE UU son sencillamente demasiado brutales para mantener encarcelado a Julian Assange sin un grave riesgo de que se quite la vida. Las cárceles, admitió, son “opresivas”. Así que si el gobierno de EE UU desea saber por qué ha perdido este juicio de extradición, y lo ha perdido en el juzgado de una jueza que está fundamentalmente de acuerdo con su demanda en todos los aspectos, la respuesta es muy sencilla: el sistema carcelario estadounidense es demasiado inhumano, demasiado lesivo para los internos que acoge, para un ser humano que puede sentirse tentado a autolesionarse o incluso suicidarse.
Si los abogados de EE UU insisten en recurrir a un tribunal superior para tratar de obtener la extradición, ya no será a Julian Assange a quien juzguen. Será el sistema carcelario de EE UU. Nos sobran los motivos para seguir movilizándonos a fin de asegurarnos de que pierdan esta batalla por segunda vez.
La sentencia es un triunfo para Assange, su familia, sus abogados y sus seguidores y seguidoras. No obstante, deja muchas cuestiones sin responder. La más inmediata es la de la fianza: Assange ya debería estar pisando la calle como un hombre libre. No hay cargos contra él y su extradición ha sido rechazada por el único juzgado ante el que se ha solicitado. Sin embargo, la jueza lo ha devuelto al infierno de Belmarsh (que no es mejor que una prisión de alta seguridad estadounidense), pendiente de otra vista el miércoles. No hay motivo, aparte de la conveniencia de la fiscalía estadounidense, para mantenerlo en la cárcel. Deberían ponerlo en libertad de inmediato.
También hemos de volver sobre las afirmaciones profundamente problemáticas que constan en la sentencia, que socavan muchas de las cosas que se dirimían en este caso, desde la libertad política hasta la libertad de prensa y los derechos de los denunciantes. De hecho, la jueza fue más allá de las alegaciones de la fiscalía estadounidense cuando dijo que el hecho de que el tratado de extradición no está plenamente incorporado a la legislación británica significa que no existe, intencionadamente, ninguna posibilidad de defensa para disidentes políticos en los mecanismos de extradición del Reino Unido. Esto es inadmisible y no se corresponde con lo que las diputadas y los diputados al parlamento recuerdan de las garantías dadas por el gobierno de Tony Blair cuando se aprobó el tratado vigente.
Tampoco podemos aceptar ni por un segundo la afirmación de la jueza de que no está en el interés público proteger a denunciantes y periodistas, o de que quienes están perseguidos por sus opiniones políticas no deben gozar de protección legal. Todas estas contradicciones flagrantes con normas aceptadas son fruto de la decisión de la jueza de rechazar la extradición por motivos secundarios, mientras que acepta la gran mayoría de las tesis de la fiscalía. No cabe duda de que este enfoque interpela a la clase política. Dictar sentencia contra Assange en torno a cuestiones de libertad de prensa pero evitar el bochorno político de su caso diciendo que está demasiado débil para soportar el sistema carcelario de EE UU les viene como anillo al dedo para salir del embrollo que han creado.
Es exactamente el tipo de amaño político que ha mantenido en el poder, durante siglos, el viejo y artero establishment inglés. Otros ejemplos podrían ser la deportación de los mártires de Tolpuddle y su retorno antes de haber cumplido la totalidad de la condena gracias a las presiones públicas, o la súbita intervención del poco conocido abogado oficial que puso en libertad a los estibadores de Pentonville en 1972, de nuevo bajo la amenaza de una movilización masiva y una huelga general. Y esta es la lección: sin una campaña pública constante, simplemente no se habría ejercido una presión suficiente para obtener una sentencia como esta. La vía para remediar su carácter parcial y deficiente pasa por más de lo mismo.
–El autor, John Rees, es cofundador de la Stop the War Coalition y profesor investigador visitante en Goldsmiths, Universidad de Londres.
*Fuente: VientoSur
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