La guerra del salitre y los hijos de la pérfida Albión
por Rafael Luis Gumucio Rivas (Chile)
7 años atrás 6 min lectura
22.03.2018
Para empezar, el nombre de “guerra del Pacífico” es completamente falso, más adecuado sería denominarla como la “guerra del impuesto de diez centavos” o “la guerra del salitre”. Su origen y desarrollo es meramente económico: el gobierno de Aníbal Pinto estaba sufriendo la peor crisis económica del siglo XIX y, para evitar el default tuvo que terminar con el patrón oro y reemplazarlo por el papel moneda; el Perú también estaba en crisis por lo cual se vio obligado a nacionalizar el salitre; los bonos peruanos estaban completamente devaluados. Es cierto que, además, existían intrigas diplomáticas con los vecinos, en especial el Tratado secreto entre Perú y Bolivia.
En esta guerra de intereses económicos, como siempre, se confunde la leyenda con la realidad: la famosa chupilca del diablo –mezcla de pólvora con aguardiente – es una entretenida invención del radio teatro Adiós al séptimo de línea, del famoso escritor Jorge Inestroza, que provocó mi interés por la historia. En el fondo, los soldados eran cazados por las famosas levas forzosas, y dudo que estarían dispuestos a ir a morir, dirigidos por los ineptos generales. Es sabido que Manuel Baquedano tenía menos vocabulario que el hoy George Bush. La oligarquía ha sido muy inteligente para inventar sus propios héroes: en la guerra del salitre lo fueron los ministros civiles Rafael Sotomayor, padre del ministro carnicero de la matanza de Santa María de Iquique; posteriormente lo fue José Francisco Vergara, radical, masón millonario y dueño de la Quinta que lleva su apellido. Mario Rivas, un periodista famoso y mordaz, escribió una monstruosa obra de teatro, cuya trama consistía en el abrazo entre Juan Verdejo y un aristócrata; según el autor, estos dos personajes habían ganado la Guerra del Pacífico. La oligarquía inventó el personaje Patricio Lynch, una especie de virrey británico, que dirigió la ocupación de Lima. Los soldados se dedicaron, brutalmente, a violar a cuanta niña peruana encontraron, y hasta hoy, no hemos devuelto los tesoros artísticos y literarios, robados a la capital del Rimac y, como en Chile todo es todo falso, la famosa estatua de Baquedano, en la Plaza Italia, corresponde al general Foch, héroe francés de la Primera Guerra Mundial.
Según el escritor Genaro Prieto, Arturo Prat perteneció a la cofradía de los rotarios, personas muy buenas para comer; miren que al héroe de Iquique se le ocurrió, nada menos, que preguntar que si había almorzado la gente, cuando sabía muy bien que luego iban ante la presencia del tata Dios, quien es muy reputado como un aficionado a los ayunos.
La mayoría de los críticos chilenos del Centenario culparon a la guerra del salitre de todas las desgracias del Chile de comienzos de siglo pasado: para MacIver, en su discurso Crisis moral de la República, culpa a la “peste” de la riqueza fácil del salitre de todas las corrupciones del Chile parlamentario. Para el profesor Alejandro Venegas, fue la Guerra del Pacífico y la contrarrevolución de 1891, las causantes de la corrupción de los banqueros y de la oligarquía campesina. Carlos Vicuña Fuentes fue partidario de abandonar el patrioterismo y entregar las cautivas Tacna y Arica al Perú.
¿Quiénes ganaron con la Guerra del nitrato? En primer lugar, la oligarquía, los banqueros y los especuladores, que no pagaron nunca más impuesto a la renta y vivieron del ocio que permitían los millones, producto de este regalo en el desierto; en segundo lugar, el imperialismo inglés, representado por los reyes de la especulación de fines del siglo XIX, entre quienes se cuenta a John Thomas North, llamado el rey del salitre; North era un genio de la publicidad: inventó su origen pobre y que, a fuerza de trabajo, había llegado a la cima de la riqueza. Los inversionistas le creían a pie juntillas; sus acciones en la bolsa de Londres pagaban enormes dividendos y, como North no era nada de tonto, sabía muy bien que la riqueza del salitre era efímera y que sus precios subían y bajaban. Al morir North, había vendido todas sus acciones, dejando en la estacada a los ingenuos que le dieron fama de gurú.
North construyó, en Tarapacá, un verdadero imperio y, como sabía relacionarse muy bien, se hizo amigo de Robert Harvey, quien estaba a cargo, nombrado por los chilenos, de la administración de las Oficinas salitreras de Tarapacá y Antofagasta. North fanfarroneaba que sabía, por adelantado, el triunfo de los chilenos en la Guerra, por eso compró bonos peruanos, que estaban a precio de huevo; como el presidente Federico Santamaría reconoció la deuda del Perú, los activos de North se fueron a los cielos.
North se apropió de muy mala manera, de la propiedad de las aguas que venían del valle de Pica. Su primera empresa estuvo destinada a vender agua potable – lo de potable es muy discutible, pues el agua era de muy mala calidad y cara, como lo asevera el profesor Venegas, en su visita a Iquique -. Posteriormente, creó un banco, dirigido por su amigo Dawson, un famoso banquero de Valparaíso, que había proporcionado créditos blandos a North; además, inventó una empresa que abasteciera las pulperías y sólo le faltaba el ferrocarril que llevara el salitre a los puertos de Iquique y Pisagua. A causa del monopolio del transporte del salitre explotó el conflicto con el presidente José Manuel Balmaceda, que quería chilenizar los ferrocarriles. El Consejo de Estado dio razón a Balmaceda, a pesar de las presiones de la oligarquía.
North tenía competidores, por cierto, entre ellos la famosa casa Gibbs y Hermanos, que también querían construir un ferrocarril. Ambas empresas habían comprado a sendos abogados y parlamentarios de la oligarquía, entre los más conocidos se cuenta a Julio Zegers y su hijo; los hermanos MacIver, Carlos Walker y Eulogio Altamirano, entre otros, todos enemigos de Balmaceda. En ese tiempo, como hoy, la política estaba completamente mezclada por los negocios.
El debate sobre los intereses económicos comprometidos en la contrarrevolución de 1891 se ha extendido hasta nuestros días. Alejandro Venegas, Julio César Jobet y Hernán Ramírez Necochea sostienen la tesis del papel preponderante de la alianza entre el imperialismo inglés y sus servidores oligarcas chilenos en la contrarrevolución de 1891. Blakemore, al criticar la tesis de Ramírez Necochea, sostiene que había un verdadero conflicto de intereses entre la casa Gibbs y North, por lo demás, Balmaceda no tuvo, según este autor, una verdadera política nacionalista y su pedestal se debe a un mito posterior, levantado por Arturo Alessadri Palma, Eduardo Frei Montalva y, sobretodo, Salvador Allende. García de la Huerta plantea la hipótesis de la multicausalidad del conflicto civil de 1891. Encina, Vial Correa y Edwards Vives sostienen que la guerra civil de 1891 tuvo como causa una colisión entre el autoritarismo presidencialista de Balmaceda y de su ministro, Bañados Espinoza, y la mayoría parlamentarista del Congreso. Dejo al lector las ideas planteadas para que recurra a los múltiples textos sobre el tema, que existen en bibliotecas y tome su propia posición.
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