Teatro sindical iquiqueño en los años de fuego: 1970-1973
por Iván Vera-Pinto Soto (Iquique, Chile)
7 meses atrás 12 min lectura
30 de enero de 2025
A finales de los años sesenta, cuando el mundo parecía tambalearse entre la esperanza y el delirio, un joven iquiqueño de adopción, de nombre Nesko Teodorovic[1] recorrió las calles de esta ciudad con un grupo de actores dispuestos a convertir la realidad en fábula y la fábula en conciencia. Bajo el alero de la Central Única de Trabajadores (CUT), levantó tablados en sindicatos y poblaciones, y al caer la noche, en la sala de la Sociedad Veteranos del 79, el telón se abría con la solemnidad de una misa pagana[2].
En realidad, este entrañable personaje poseía el fervor de los iluminados, de aquellos que creen que la palabra pronunciada sobre un escenario tiene el poder de cambiar el destino de los hombres. No obstante, el destino, al igual que en las tragedias griegas, no atiende a los profetas. En 1971, al terminar sus estudios en el Colegio Don Bosco, Nesko hizo las maletas y se fue a Antofagasta para estudiar periodismo en la Universidad del Norte. Allí se adentró en el fuego ardiente de una juventud inquieta, atrapada en debates sin fin sobre política, teatro y amor libre, mientras el país caminaba con la inestabilidad de un acróbata desafiando el abismo de la historia.
Pero el destino, cuando decide devorar a sus hijos, lo hace sin dejar vestigio de compasión. El 15 de septiembre de 1973, cinco días después de que el cielo de Chile se llenara de humo y metralla, Nesko y su esposa Elizabeth Cabrera fueron arrancados de la vida con la brutalidad de los tiempos sin nombre. La última vez que platicamos fue para el estreno de una adaptación que realicé de la obra Tienda, trastienda de Baldomero Lillo, cuya puesta en escena se llevó a cabo en el sindicato de ferroviarios, aquel viejo recinto que aún guardaba el eco de los días pasados, en la calle Sotomayor con Vivar, en marzo de 1973.
A la vez, en Iquique, el Teatro de la CUT se negaba a desaparecer. En 1971, Jesús Núñez tomó las riendas de la compañía como si intentara sostener con sus manos el último hilo de un sueño colectivo. A su lado, Mario Vergara, Ana Marambio, los hermanos Silva, Sergio Ayca, Teresa Til y el suscrito dieron forma a un teatro donde la realidad se deshacía y recomponía con la intensidad de aquellos tiempos convulsos. El trabajo se centró en la exploración de nuevas corrientes teatrales que dominaban la escena mundial, adoptando principalmente la escuela del maestro polaco Jerzy Grotowski.
No había escenario demasiado precario ni público demasiado pequeño. Representaron El hombre que se convirtió en perro de Osvaldo Dragún, Cara de indio, La Cantata de Santa María del grupo Quilapayún y piezas de mimo que convertían el aire en un lenguaje de protesta.
Durante los veranos, llevaban sus obras teatrales a los mineros de Chuquicamata, quienes las observaban con la misma reverencia con que se recibe un mensaje que viene de otro tiempo. Las dramatizaciones se realizaban en el Camping Recreacional Huayquique, situado al borde de la playa homónima, un espacio que pertenecía a la Central Unitaria de Trabajadores.
Se presentaron en juntas de vecinos y en cualquier rincón donde alguien quisiera ver reflejada su propia vida en la escena. Este teatro sindical en Iquique no solo era un espectáculo, sino un espacio de encuentro y reflexión colectiva, donde la clase trabajadora se reconocía como sujeto histórico, y, además se fortalecía la educación popular en un territorio históricamente vinculado a la explotación de los trabajadores.
Recuerdo que este elenco se alimentaba, básicamente, de los textos que la Asociación de Teatro Aficionado de Chile (ANTACH)[3] enviaba con puntual devoción a cada rincón del país, como si fuera una semilla escénica destinada a florecer en cada grupo independiente, desde las brumas del sur hasta los áridos paisajes del norte.
Pero el mayor logro ocurrió cuando pusieron en escena la primera dramatización en Chile de La Cantata de Santa María de Luis Advis. La ex Casa del Deportista se convirtió en un hemiciclo donde la memoria de los obreros asesinados en 1907 volvió a latir en cada acorde. En seguida, la llevaron hasta el Teatro de la Oficina Salitrera Victoria, escoltados por la música del conjunto folclórico Sahuasiray y el rumor de un país que, sin saberlo, estaba a punto de entrar en su propia tragedia.
Por lo demás, la CUT Filial Iquique contaba con una Secretaría de Cultura, y bajo su ala operaban, en una armoniosa sinfonía de voluntades, un grupo de baile folclórico, un coro y el elenco teatral. Todos ellos, sin recibir un solo peso por su esfuerzo, se entregaban con fervor a las actividades de extensión, que se realizaban de manera regular en la ciudad, como un compromiso con la comunidad que no requería más recompensa que el latido de su propia dedicación.
Luego llegó el silencio. Con la irrupción militar, las luces del escenario se apagaron de golpe, como si alguien hubiera cerrado el telón de un solo tirón. Jesús Núñez y Sergio Ayca partieron al exilio, arrastrados por un viento helado que los llevó a Canadá. Ana Marambio y Mario Vergara no corrieron con tanta suerte: fueron apresados y confinados en el campo de prisioneros de Pisagua, donde el mar y la soledad custodian los secretos de los desaparecidos.
Con el propósito de enmarcar esta breve reseña de actores errantes y escenarios de tablas de pino Oregón, es fundamental establecer que ninguna manifestación artística surge de la nada, como un relámpago en un cielo despejado. Toda expresión humana es hija de su tiempo, de una necesidad profunda, de un latido que resuena en la entraña misma de la sociedad. El teatro de aquellos años no fue la excepción: emergió como una criatura inseparable de su contexto, moldeada por el viento huracanado del proceso de transformación social que vivía el país.
Entre 1970 y 1973, cuando Chile avanzaba tambaleante por el filo de la historia, con la incertidumbre de quien arriesga hasta lo último, el teatro se transformó en un campo de batalla donde la verdad se mostraba sin disfraces. No era un simple entretenimiento para la élite ni un pasatiempo de fin de semana, sino un arma de lucha, una tribuna donde los trabajadores y trabajadoras se veían reflejados en cada palabra y gesto de los actores.
Desde el primer día de su gobierno, el presidente Salvador Allende entendió que el arte no debía ser un privilegio de los que podían pagar una entrada ni un capricho de intelectuales encerrados en sus torres de marfil. El teatro, como el pan y la educación, debía pertenecer al pueblo. Y así, bajo el impulso del Instituto de Teatro de la Universidad de Chile (ITUCH) y el Departamento de Cultura del Ministerio de Educación, se abrieron los telones para todos aquellos que nunca antes habían pisado una sala de espectáculo.
Las plazas, las fábricas y los patios de las poblaciones se convirtieron en escenarios improvisados donde se representaban tramas que no hablaban de reyes ni de héroes mitológicos, sino de obreros que empuñaban sus herramientas como estandartes y de campesinos que alzaban la voz contra los terratenientes. Las obras no eran meras ficciones: eran relatos urgentes, reflejos que devolvían al pueblo su propia imagen con la nitidez de un día sin sombras.
No se trataba solo de entretenimiento, sino de una estrategia de alfabetización política. Cada función era un acto de conciencia, una manera de convertir la palabra en arma y la escena en una escuela sin límites. De este modo, en aquellos años de euforia y presagio, el arte teatral floreció como un árbol que crece a contramano del viento, ajeno a la tormenta que se avecinaba.
Así, hubo un tiempo en Chile en que los obreros no solo forjaban el metal y extraían el salitre, sino que también se subían a los entarimados a contar los pormenores de su propia lucha. Bajo el amparo de la Central Única de Trabajadores (CUT), el teatro dejó de ser un lujo de las minorías sociales y se transformó en un oficio de resistencia, una escuela de conciencia y una ventana donde la clase trabajadora podía mirarse sin los disfraces de la resignación.
Los sindicatos abrieron sus puertas como si fueran espacios culturales alternativos. En los galpones de las fábricas, en los patios de las poblaciones y en los salones comunales se alzaron escenarios improvisados, donde se representaban los sueños y las derrotas del pueblo. Según recuerda Valdés[4], la CUT «entendió la importancia del teatro como un medio de educación y concienciación política, promoviendo la participación activa de los trabajadores en el proceso de transformación social» (2010, p. 78). Y así fue como el teatro obrero dejó de ser un mero espectáculo para convertirse en un acto de fe.
A lo largo del país, grupos de actores y actrices salidos de los talleres y los sindicatos se lanzaron a las tablas con la convicción de que una obra bien representada podía hacer temblar los cimientos del poder. Eran trabajadores que, después de la jornada en la fábrica o en el puerto, se ponían un traje raído y se subían a los escenarios para denunciar la explotación y alimentar la conciencia de clase con cada palabra dicha, con cada gesto ensayado a la luz de un escenario precario.
El gobierno comprendió que la cultura no debía encerrarse en las universidades ni en los teatros de butacas aterciopeladas, y junto a la CUT impulsó los Festivales de Teatro Popular. En esos encuentros, la política y el arte se fundían en un solo acto de convivio, como si fueran dos fuerzas imbatibles abrazándose. En la plaza de cualquier lugar, surgía un grupo de actores que, sin pudor ni tregua, representaban obras que hablaban directamente a la memoria y a las urgencias sociales y políticas del momento. El público, entonces, no solo miraba como un espectador pasivo; se veía reflejado en cada escena, como quien descubre, por fin, un espejo que nunca antes había tenido la valentía de contemplar.
Las compañías teatrales itinerantes recorrieron el país con la obstinación de los predicadores, llevando su mensaje a los rincones donde antes solo llegaban el viento y la miseria. Cruzaron desiertos y cordilleras, se internaron en los campamentos mineros, en los fundos y en los barrios olvidados de las grandes ciudades. Allí desplegaron sus escenografías humildes, encendieron las luces con generadores prestados y, ante un público que los miraba con el asombro de quien escucha una profecía, pusieron en escena intrigas que hablaban del derecho a la tierra, del abuso de los patrones y de la dignidad de los pobres.
Pero toda profecía tiene su apocalipsis. Y el 11 de septiembre de 1973, el telón cayó de golpe. Los teatros fueron clausurados, los libretos quemados, los actores perseguidos. Muchos fueron arrestados y enviados a campos de concentraciones o a otros infiernos donde nunca más volvieron a actuar. Los que lograron huir partieron con su teatro en la memoria, como un equipaje que nadie podía confiscarles en las aduanas del exilio.
Sin embargo, la historia no muere con un decreto ni con una bala. Aunque intentaron sepultarlo, el teatro popular sigue vivo en la memoria de los que lo vieron, de los que alguna vez se subieron a sus escenarios y de los que aún hoy, en algún rincón de Chile, representan su propia realidad con la convicción de que el arte, cuando nace del corazón de los pueblos, jamás se silencia.
El autor, Iván Vera-Pinto Soto, es cientista social, pedagogo y dramaturgo.
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Notas:
[1] Nesko Teodorovic vino al mundo un 19 de septiembre de 1948, en Austria, pero su destino estaba escrito en las arenas del norte chileno. En Iquique, se empapó de las tradiciones populares que bullían en las calles y en la memoria de los obreros, y con la misma naturalidad con que aprendió a respirar el viento salino, abrazó la militancia en la Juventud Socialista. Su vocación política se vinculó desde temprano con la literatura y, sobre todo, con el teatro, ese arte de luces efímeras y palabras eternas. Escribió Las Potencias, pero su verdadero fulgor escénico estalló en la vieja casona de “Veteranos del 79”, donde desplegó un histrionismo exuberante, como si cada función fuera una batalla que libraba con el cuerpo entero. Allí, en ese mismo recinto que alguna vez albergó el Coro Polifónico de Iquique, fundado por su padre, Dusan Teodorovic, el teatro se convirtió en su trinchera y su destino.
[2] Este estilo teatral de carácter popular y aficionado tiene sus raíces en el Teatro Social Obrero, promovido por Luis Emilio Recabarren y Elías Lafertte, así como por las entidades anarquistas a principios del siglo XX. Más tarde, fue retomado por el profesor Jaime Torres y su esposa Cecilia Millar en el denominado Teatro de los Barrios, en Iquique, durante la década de los 60. Sobre esta temática, el investigador Pedro Bravo Elizondo ha profundizado en su obra Raíces del teatro popular en Chile (Guatemala: D. and M., 1991).
[3] La Asociación Nacional de Teatro Aficionado de Chile (ANTACH) se fundó en 1969 con el objetivo de organizar y promover el teatro no profesional en el país. En 1970, esta entidad organizó el Primer Festival Regional de Teatro Popular en algunas comunas de Santiago. En 1972, la organización se extendió a nivel nacional, realizando actividades coordinadas en las principales ciudades del país. Para fines de ese año, ANTACH contaba con 350 grupos afiliados, sin considerar los grupos de teatro de estudiantes secundarios. A fines de noviembre de 1972, agrupaba a 820 compañías que crecían en poblaciones, colegios e industrias. La labor de esta asociación fue fundamental para la difusión y desarrollo del teatro aficionado, fomentando la creación artística en diversos sectores de la sociedad y contribuyendo al enriquecimiento cultural del país.
[4] Véase: Valdés, C. (2010). Arte y política en Chile: El teatro de la Unidad Popular. Fondo de Cultura Económica.
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