El arte y la memoria en Chile: La lucha por no olvidar
por Iván Vera-Pinto Soto (Iquique, Chile)
1 año atrás 7 min lectura
08 de julio de 2022
Chile, territorio de escritores, músicos, pintores, teatristas y cineastas, también ha sido el hogar de aquellos silenciados, desaparecidos y recuerdos reprimidos. En este rincón del mundo, donde los paisajes inspiran a los artistas y la historia deja heridas profundas, el arte y la memoria entrelazan sus caminos en una danza agridulce.
Desde la dictadura cívico-militar de 1973, nuestro país ha vivido en una persistente acción por recordar. La brutalidad del régimen dejó heridas abiertas y una generación marcada por la desaparición de seres queridos, la censura y el exilio. En este contexto, el arte se ha convertido en un vehículo fundamental para la memoria colectiva. Cada pincelada, cada verso, cada acorde es una declaración de que no se olvida, de que el silencio no vencerá.
En las paredes de las ciudades, los colores vivos y las imágenes poderosas narran historias de lucha y esperanza. No es casualidad que estos murales sean atacados y borrados una y otra vez. El poder de la imagen es temido por aquellos que prefieren la indiferencia y la omisión. Sin embargo, la pintura vuelve, se rehace, como un ave que emerge renovada después de su destrucción.
La música, representada por figuras como Víctor Jara y Violeta Parra, se convierte en un grito desgarrador que atraviesa generaciones. Sus canciones no solo son melodías; son himnos de rebeldía, amor y dolor. En cada acorde, en cada letra, resuena el eco de aquellos que ya no están, de los que lidiaron y soñaron con un Chile libre y justo. Sus voces no se apagan; en cada canto popular, en cada acorde de guitarra, la memoria se fortalece.
El cine también ha jugado un rol crucial. Películas como «Las actas de Marussia» de Miguel Littin y «La batalla de Chile» de Patricio Guzmán son más que obras maestras del séptimo arte; son documentos históricos que desafían el relato oficial. Estos filmes invitan a los espectadores a enfrentarse a una verdad incómoda, a cuestionar el pasado y a entender que la memoria es esencial para construir un futuro mejor.
En la literatura, obras como «Viudas» de Ariel Dorfman, «No pasó nada» de Antonio Skármeta, «Frente a un hombre armado» de Mauricio Wacquez y «Casa de campo» de José Donoso narran los pasajes luctuosos del período de exilio de muchos chilenos. A fines de los años setenta y comienzos de los ochenta, libros de poesía como «La ciudad» de Gonzalo Millán, «Ínsulas flotantes» de Omar Lara y «El puente oculto» de Waldo Rojas llegaban a Chile de mano en mano. Todas estas historias, aunque dolorosas, son necesarias. Nos recuerdan que cada texto, cada argumento, representa un acto de coraje en un mundo que frecuentemente elige ignorar. La palabra escrita tiene el poder de inmortalizar recuerdos y de mantener viva la llama de la memoria en un país que suele sufrir de amnesia social.
En el ámbito teatral, este arte ha sido testigo y protagonista de las crisis, tensiones y momentos violentos que ha atravesado el país. Precisamente, durante aquel tiempo marcado por la dictadura y la represión, el teatro chileno se erigió como una poderosa herramienta de resistencia y un faro de la memoria colectiva.
Sostenemos que el teatro no es solo entretenimiento; es un acto político, una forma de resignificar el pasado y desafiar el presente. Durante los oscuros años de la dictadura, el teatro se convirtió en un refugio de resistencia donde las historias prohibidas por el régimen encontraban su voz. Obras como «La muerte y la doncella» de Ariel Dorfman no solo exponían las atrocidades cometidas, sino que también proporcionaban un espacio para el duelo y la reflexión.
Los teatros universitarios y las compañías independientes fueron paladines de la crítica y la oposición. Actores y directores arriesgaron sus vidas para presentar al público las historias que el régimen intentaba suprimir. En pequeñas y sombrías salas, el teatro nacional se transformó en un clamor por la libertad en una nación amordazada.
En la actualidad, el teatro sigue siendo un espacio vital para la memoria. Las nuevas generaciones de dramaturgos y actores continúan explorando y denunciando las heridas del pasado, ya sea lejano o cercano. Obras como «Villa+Discurso» de Guillermo Calderón, «El retablo de Yumbel» de Isidora Aguirre y «Hechos consumados» de Juan Radrigán cuestionan la forma en que la sociedad chilena lidia con su historia reciente, proponiendo una reflexión profunda y necesaria sobre la memoria y el olvido. El teatro se convierte en un espejo que refleja no solo lo que fuimos, sino lo que somos y lo que podríamos ser.
El teatro callejero, arraigado profundamente en la tradición del país, lleva la memoria a las plazas y calles, acercándola al pueblo. A través de performances que entrelazan realidad y ficción, los artistas callejeros narran historias de lucha, amor y pérdida. Estos actos, a menudo espontáneos y fugaces, son poderosos recordatorios de que la memoria no requiere grandes escenarios; solo necesita un espacio público y una audiencia dispuesta a escuchar.
Asimismo,
las mujeres en el teatro chileno han jugado un rol preponderante en la preservación de la memoria. Directoras y dramaturgas como Manuela Infante y Nona Fernández han explorado temas de identidad, género y memoria en sus obras, desafiando las narrativas oficiales y ofreciendo perspectivas frescas y necesarias.
A estas alturas, es importante destacar que el teatro de memoria no es un mero acontecimiento pasivo; representa un enfrentamiento activo con el pasado. En un país donde la historia ha sido manipulada y distorsionada, esta manifestación artística ofrece una versión alternativa, una verdad que muchas veces incomoda y desafía. Cada obra es una oportunidad para evocar, para sanar, para cuestionar. Es una zona donde el público no solo es espectador, sino también partícipe de un proceso de reconstrucción y reflexión colectiva. Este modo de construcción textual se erige como una estrategia que desafía los discursos e imaginarios sociales anclados en la memoria colectiva. Busca despertar en el lector y el espectador una reflexión crítica, un viaje profundo hacia la realidad chilena, donde la memoria se convierte en una práctica viva. En cada palabra, en cada escena, se teje un puente entre el pasado y el presente, invitándonos a cuestionar, a sentir y a recordar, con el corazón y la mente entrelazados en un acto de resistencia poética.
Tenemos la certeza de que en tanto existan actores dispuestos a contar estas historias, directores audaces y un público ávido de verdad, el teatro seguirá siendo una escena inquebrantable que nunca dejará de denunciar e interpelar a quienes atenten contra los derechos humanos y la justicia social. En el fondo, los artistas, con su variada expresión, se han convertido en los custodios de la memoria. Cada obra es un grito apasionado, un susurro conmovedor, una lágrima persistente que se niega a desaparecer.
En síntesis,
Chile, un país donde el arte y la memoria se entrelazan, nos enseña que el arte de memoria no es meramente un recuerdo pasivo; representa un acto de resistencia, una rebelión contra el olvido impuesto. Cada mural, cada canción, cada pieza teatral, cada película y cada libro son batallas ganadas contra el olvido.
En este confín del planeta, donde la historia ha sido implacable, el arte emerge como la postrera fortaleza de esperanza. En definitiva, es un acto de amor: un amor profundo y consecuente por nuestras raíces, nuestras luchas y nuestros sueños. Es un recordatorio de que, a pesar de los sufrimientos y las heridas, seguimos aquí, creando, soñando y resistiendo
Mientras exista un pincel, una guitarra, un escenario o una pluma, la memoria histórica seguirá vibrante, desafiando, resistiendo y manteniendo vivos tanto las historias dolorosas que debemos superar como los momentos gratos que alguna vez hemos experimentado, y que ojalá podamos multiplicar en estos días de incertidumbre.
-El autor, Iván Vera-Pinto Soto, es cientista social, pedagogo y escritor
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