Palestina/Rafah – Un enorme campamento de refugiados en el que «todo es muy caro, salvo la vida humana». [Gwenaelle Lenoir]
por Correspondencia de Prensa
12 meses atrás 9 min lectura
Imagen superior: Campamento de refugiados palestinos en Rafah, 24 de febrero de 2024.
© Abed Zagout / Anadolu via AFP
29 de febrero de 2024
Continúan las conversaciones diplomáticas sobre un alto el fuego y Washington afirmó el domingo 25 de febrero que en París se había encontrado un «terreno de entendimiento». Mientras tanto, las personas atrapadas en la Franja de Gaza luchan con toda su energía por sobrevivir en medio de la catástrofe.
Traducción, redacción de infoLibre
Mediapart en español, 28-2-2024
Correspondencia de Prensa, 29-2-2024
Este 26 de febrero, Israel presentó un informe a la Corte Internacional de Justicia «sobre todas las medidas que ha adoptado para aplicar» la orden judicial de la ONU emitida un mes antes, el 26 de enero. Estas medidas provisionales vinculantes incluyen las que permiten «la prestación de los servicios básicos y la asistencia humanitaria que se necesitan urgentemente para aliviar las difíciles condiciones de vida que soportan los palestinos en la Franja de Gaza».
Israel tiene que facilitar por tanto el paso de los convoyes humanitarios, acceso a la asistencia sanitaria, a alimentos, a refugio, al agua y a la electricidad; en resumen, las necesidades más básicas de la vida.
Las ONG y las agencias de la ONU presentes en la Franja de Gaza no han constatado ninguna mejora. Al contrario, el 21 de febrero publicaron un comunicado de prensa conjunto titulado «Civiles de Gaza en grave peligro mientras el mundo observa: diez condiciones para evitar una catástrofe aún mayor». Las palabras dan en el clavo: «Proliferan las enfermedades, la hambruna amenaza, el agua llega a cuentagotas, las infraestructuras básicas están diezmadas, la producción de alimentos se ha paralizado».
En las redes sociales se multiplican los llamamientos desde la Franja de Gaza a la financiación colaborativa. Por un lado, un músico pide miles de dólares para sacar a su mujer e hijos del enclave. Según documenta una investigación del grupo de periodistas de investigación OCCRP (Organized Crime and Corruption Reporting Project) y el medio egipcio Saheeh Masr, intermediarios o agencias de viajes egipcias ofrecen un «billete de salida» por el que hay que pagar entre 4.500 y 10.000 euros por cabeza. En otro lugar, la gente se reúne en torno a una familia, señalando simplemente que lo han perdido todo y ya no tienen suficiente para vivir. La misma sensación de urgencia se desprende de las declaraciones de los agentes humanitarios internacionales, exasperados por su impotencia y la sordera voluntaria de Israel y sus aliados, y de los gazatíes, que ya no saben a quién acudir.
¿Cómo es la vida en Rafah? ¿Cómo son los días y las noches en estas pocas decenas de kilómetros cuadrados donde, desde hace meses, se hacinan 1,4 millones de personas, a menudo desplazadas varias veces?
Refugios improvisados y latas de conserva
“Construí un refugio con trozos de madera, lonas de plástico y tela», explica Adam, un joven enfermero. “Es patético”. Allí vive con sus padres, su mujer y sus dos hijos pequeños desde que tuvo que huir de Nousseirat, en el centro de la Franja de Gaza. Antes ya había sido desplazado de la ciudad de Gaza, donde trabajaba en el departamento de oncología del hospital Al-Shifa.
En un breve vídeo enviado el 24 de febrero, Adam muestra a la gente «su casa». En el suelo hay bolsas de plástico colocadas como aislante, directamente sobre la arena. En un rincón, colchones de espuma y mantas donde están sentados sus dos niños. El más pequeño, de poco más de un año, parece un Michelin, de tantas capas de jerséis que lleva puestas. A su lado está la tienda de sus padres, hecha igual. Y luego la «cocina», un hueco excavado en el suelo, y el «baño», que prefiere no mostrar, un agujero en el suelo detrás de una lona, y un bidón para lavarse. Casi tiene suerte de contar con algo parecido a un retrete junto a su tienda.
«Mi mujer, mis hijas, mis nueras, esperan a que anochezca para hacer sus necesidades, porque tienen que ir hasta la mezquita, que está a casi un kilómetro del campamento. Durante el día, hay que hacer cola durante mucho tiempo», dice Ismaïl. En esta sociedad conservadora donde el pudor es un valor importante, ir al baño y esperar allí a la vista de todos es una humillación para las mujeres. Aunque las precarias condiciones de vida hayan trastocado las costumbres.
La intimidad es un lujo. Ismaïl, de 73 años, funcionario jubilado de la Autoridad Palestina, ha sido trasladado dos veces, como Adam, desde la ciudad de Gaza a Nousseirat, y luego de Nousseirat a Rafá. También él construyó una tienda con madera, lonas y trozos de tela. Le costó 1.700 shekels (433 euros). Allí vive toda la familia, 25 personas. Dentro también llueve.
Sus nuevos vecinos y él llaman a su nuevo hogar el «campamento Siyam», por la familia propietaria del terreno. Por todo Rafá han surgido tiendas de campaña, casi siempre improvisadas. Una parcela libre, un descampado antes de la guerra, y ahí tienes un campamento. Hace unas semanas, unos jóvenes fueron a recoger alambre de espino del muro fronterizo con Egipto. Querían proteger su «campamento».
«Les ponemos nombres, como en 1948. Entonces, el campamento de tiendas se llamaba ‘campamento de Shati’ porque estaba junto al distrito de Shati, y ‘campamento de Jabaliya’ porque estaba junto a ese distrito. Hoy es lo mismo», dice Rami Abou Jamous, periodista gazatí que también se ha trasladado a Rafá. En 1948, la Franja de Gaza, hasta entonces provinciana y rural, vio llegar a decenas de miles de personas expulsadas de sus ciudades y pueblos por las milicias judías que luego se convertirían en el ejército del joven Estado de Israel. Los refugios improvisados de hoy son un terrible recordatorio para los gazatíes.
En el «campamento de Siyam», los residentes han creado un comité que se encarga de identificar sus necesidades y organizar la recogida de artículos de primera necesidad, sobre todo alimentos, de las ONG y, en especial, de la UNRWA, la agencia de la ONU que presta asistencia a los refugiados palestinos, principal proveedor de ayuda en la Franja de Gaza en la actualidad.
Ismaïl, al igual que sus vecinos, ha inscrito a toda su familia en la UNRWA, aunque no sean refugiados de 1948 o 1967, ni descendientes de refugiados. La organización acepta a todos, simplemente presentando un documento de identidad. Es la única manera de que la gente que no tiene dinero consiga ropa y comida.
La población come casi exclusivamente de latas de conserva. Las granjas, los invernaderos, los gallineros, los campos y los barcos de pesca han sido destruidos por los bombardeos y los tanques israelíes. Ya no se produce nada en la Franja de Gaza.
«La comida enlatada viene de Egipto. Son judías, garbanzos, guisantes, albóndigas supuestamente de carne, increíblemente malas. Antes de la guerra yo jamás habría comido eso», lamenta Rami Abou Jamous. No está registrado en la UNRWA porque todavía tiene algunos medios. Ha conseguido alquilar una habitación en la planta baja de un edificio y compra su comida en las pocas tiendas que siguen abiertas. A veces encuentra algo, arroz por ejemplo y, curiosamente, alguna vez patatas fritas, golosinas o refrescos. Pero la mayoría de las veces sólo latas.
Volver a casa, incluso sobre los escombros
«La gente hace cola en las escuelas de la UNRWA, en los puntos de distribución de ayuda. A veces queda algo, a veces no. Cuando hay bolsas de harina, puedes hacer pan. Tienes derecho a un cierto número de bolsas de harina de 25 kg, dependiendo del número de personas en la familia», explica.
En el «mercado privado» se han disparado los precios de los alimentos. Un kilo de azúcar cuesta 8, 20 ó 25 euros, según el día y las llegadas. Un kilo de pollo costaba 75 céntimos de euro antes de la guerra, pero ahora hay que pagar 12 euros por carne de ave congelada de la más baja calidad. Está claro que hay gente que gana mucho dinero, con el apoyo de los israelíes, porque son los israelíes quienes autorizan, o no, el paso de camiones desde Egipto», dice Rami.
“Todo es muy, muy caro en Gaza, excepto la vida humana, que ya no vale nada.”
En Gaza todo es difícil. Aunque tengas para comer o hacer té, necesitas combustible para la estufa o la cocina de gas. Llenar la bombona de gas es un milagro, y te deja temblando la cartera ya de por sí casi vacía. Luego está la madera. Madera de los palés de la ayuda humanitaria, que se vende. Madera de los pocos arbustos que quedan. E incluso de las raíces de esos arbustos. A falta de madera, te vale todo lo que pueda arder, plástico, trozos de neumáticos, lo que sea.
El viernes 23 de febrero se produjo un pequeño milagro en el bloque de casas donde vive Rami Abou Jamous con su mujer y sus hijos: empezó a salir agua del grifo. Agua municipal, como se suele decir. Así que todo el mundo corrió con cubos y bidones para llenar las cisternas. Porque esta agua es gratis.
Aunque no es potable. Ya no queda agua potable. Salvo embotellada, que es muy cara –1 euro la botella– que se reserva para los niños, muchos de los cuales ya padecen diarrea crónica.
Una de las primeras actividades del día es ir a buscar agua. En las escuelas de la UNRWA, en las mezquitas. Hay que hacer cola para conseguir esa agua, que beberán porque no hay otra cosa, y que les hará enfermar.
Para lavarse, Saad, un pastelero que, como Ismaïl, ha sido trasladado al «campamento de Siyam», tiene que ir a la mezquita a buscar leña para calentar el agua. Evidentemente, no es el único. Allí también hay que hacer cola. Los desplazados rara vez se lavan por completo. Por eso, Saad está obsesionado con las enfermedades que pueden venir por la falta de higiene, el hacinamiento y la debilidad de los cuerpos desnutridos. Teme por sus tres hijos, sobre todo por el más pequeño, de 11 meses.
Quiere que cese la guerra. «Que nos dejen respirar», dice. Incluso una tregua temporal es algo bueno, dice. Su vecino en ese campo miserable, Ismaïl, no piensa así: «Después de tantos meses de sufrimiento, es impensable que no consigamos nada». Sin poder definir realmente qué, pero que pueda volver a casa, aunque esté destruida.
«El día que esto termine, cogeré la tienda y la montaré sobre los escombros de mi casa. Al menos serán mis escombros y estaré en casa»,
dice.
*Fuente: Correspondencia de Prensa
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