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Las 52 palabras que predijeron el futuro de la ocupación israelí en 1967

Las 52 palabras que predijeron el futuro de la ocupación israelí en 1967
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31 de octubre de 2023

Dos cartas abiertas, publicadas el mismo día en la prensa israelí, apenas tres meses después de la Guerra de los Seis Días, planteaban una encrucijada en relación con los territorios

Artículo publicado originalmente el 26 de mayo de 2017

El viernes 22 de septiembre de 1967, dos anuncios aparecidos en la prensa local auguraban un debate político que haría estragos en Israel durante las siguientes cinco décadas.

Una de las cartas pagadas al público, publicada en los periódicos de gran tirada Yedioth Ahronoth y Maariv, estaba firmada por 57 de los más importantes y conocidos -entonces y ahora- escritores, intelectuales y activistas políticos del país. El espíritu impulsor del anuncio era el poeta Natan Alterman, y los firmantes procedían tanto de la derecha como del Partido Laborista, entre ellos el escritor S.Y. Agnon, los poetas Uri Zvi Greenberg y Haim Gouri, y el ideólogo Moshe Tabenkin.

El propio texto reflejaba vívidamente el estado de ánimo de la opinión pública tras la Guerra de los Seis Días. «La Tierra de Israel está ahora en manos del pueblo judío«, decía el anuncio, «y del mismo modo que no se nos permite renunciar al Estado de Israel, también se nos ordena mantener lo que hemos recibido de él: la Tierra de Israel». Y, además, «por la presente nos comprometemos fielmente con la integridad de nuestra tierra, tanto en lo que respecta al pasado del pueblo judío como a su futuro, y ningún gobierno de Israel renunciará jamás a esta integridad».

Ese mismo día, de forma totalmente casual, se publicó en Haaretz otra carta abierta al público, escrita por dos miembros de la organización de extrema izquierda Matzpen, Haim Hanegbi y Shimon Tzabar. Al igual que la petición de la «Gran Tierra de Israel«, también era una respuesta al debate que había empezado a surgir en el país sobre el futuro de los territorios conquistados en la guerra. Pero su concepto subyacente era radicalmente distinto.

«Nuestro derecho a defendernos de la aniquilación no nos da derecho a oprimir a otros«, decía el anuncio.

«La conquista trae consigo el dominio extranjero.

El dominio extranjero trae consigo la resistencia.

La resistencia trae consigo la opresión.

La opresión trae consigo terrorismo y contraterrorismo.

Las víctimas del terrorismo suelen ser inocentes.

Aferrarnos a los territorios nos convertirá en una nación de asesinos y víctimas de asesinatos».

Y en letra grande al final

«Abandonemos ya los territorios ocupados».

El anuncio de 52 palabras que se publicó en Haaretz en 1967 y que concluye con la advertencia: «Abandonemos ya los territorios ocupados«.

Los nombres de los 12 firmantes del anuncio no significaban absolutamente nada para el público israelí. La historiadora Nitza Erel, que analiza los dos anuncios en su libro de 2010 «Matzpen: Conciencia y fantasía» (en hebreo), señala que incluso el famoso intelectual público Yeshayahu Leibowitz, que llegaría a ser conocido por su postura contraria a la ocupación, se negó a firmar la petición.

El título del libro de Erel resume los dos rasgos que suelen asociarse a la izquierda radical: una exagerada sensibilidad moral y una desconexión de la realidad. Pero la carta de Matzpen es un texto pragmático y directo, que hunde sus raíces en la situación posterior a la Guerra de los Seis Días. Apenas aborda la ideología, los valores o los matices políticos, y evita los rodeos, la complacencia y la corrección política que caracterizan el debate actual sobre la ocupación.

Cincuenta años después, (2017) sorprende la precisión y concisión del texto. Decenas de miles de artículos de opinión, estudios de investigación y polémicas se han escrito en las décadas siguientes sobre la cuestión de los territorios, pero muy pocos han sido tan lúcidos y directos como esas 52 palabras (en hebreo), articuladas apenas tres meses después de la guerra, menos de un año después de la abolición del Gobierno Militar sobre los ciudadanos palestinos de Israel, y con el telón de fondo de la euforia que se apoderó entonces de toda la nación judía.

Para la fantasía y la ideología, tenemos que volver a los textos publicados en Yedioth y Maariv. Las palabras sobre la fidelidad a la tierra y a la historia evocan un imperativo mítico para defender la «integridad» de la tierra que atraviesa las generaciones y trasciende la autoridad de los representantes electos del público. El movimiento pro-asentamiento Gush Emunim, fundado seis años y medio más tarde, podría haber adoptado el texto palabra por palabra – si no fuera por el hecho de que los propios colonos aceptaron más tarde la autoridad del gobierno para ceder partes de la tierra, si no como parte del proceso de Oslo, ciertamente cuando se trataba del bloque Katif de asentamientos en la Franja de Gaza. El único firmante de la carta que aparece en Yedioth y Maariv que sigue vivo, Haim Gouri, se arrepintió hace tiempo del papel que desempeñó en el movimiento del Gran Israel: Calificó su papel en la elaboración de un compromiso con el gobierno en el asentamiento de Sebastia en 1975 como «la locura de mi vida».

El problema de la carta de la Gran Tierra de Israel radica no sólo en los desagradables paralelismos históricos que engendra hablar de fidelidad total a la tierra y a la historia, sino en la forma en que ignora la presencia de los palestinos, por supuesto. Cinco décadas después, (2017)muy poco ha cambiado. El gobierno israelí y sus numerosas agencias de hasbará (diplomacia pública) siguen defendiendo un concepto revisionista del derecho internacional, según el cual no existía soberanía reconocida en los territorios antes de junio de 1967 y, por tanto, el dominio israelí sobre ellos no puede calificarse de «ocupación». Pero el concepto de ocupación en el contexto israelí se refiere a la imposición de un gobierno militar sobre millones de personas privadas de sus derechos, y no sólo al control sobre la tierra. Como la derecha no tiene, nunca ha tenido y nunca tendrá una solución a este problema, su único recurso es desviar el debate en otras direcciones.

En los 50 años (2017) que han transcurrido desde que se publicaron los dos anuncios, la ocupación se ha convertido en un proyecto nacional que implica a todas las ramas del Estado y la economía, desde el mundo académico hasta las industrias militares, desde el sistema educativo hasta las instituciones de la cultura y las artes. El statu quo ha pasado de ser una situación en la que Israel se vio inmerso, en parte intencionadamente y en parte por casualidad, a convertirse en el único plan de acción legítimo. Las razones no son difíciles de entender. Cuando todos los recursos y todos los bienes y todo el poder están en manos de Israel, todo acto de compartir con los palestinos, ya sea en un marco de dos Estados o de un Estado, parece un derroche y un riesgo innecesarios. La creación de un Estado palestino sumiría a la población judía de Israel en una profunda crisis interna sin que ello le aportara necesariamente seguridad, y la solución de un solo Estado ofrece un futuro aún más nebuloso.

Puede que el statu quo no sea perfecto –nadie sueña con ser un ocupante-, pero proporciona a los israelíes una relativa prosperidad y tranquilidad. De ahí la adicción al statu quo de todo el ámbito político, ya se llame «plan de diez puntos» del líder laborista Isaac Herzog, «regularización» del ministro de Educación Naftali Bennett o mantra de «ningún socio» del primer ministro Benjamin Netanyahu. El aumento del racismo también está relacionado en gran medida con la prolongación del statu quo, ya que la sociedad judía debe justificarse a sí misma su supremacía estatutaria sobre los palestinos.

Tan subversiva es en Israel la simple idea de que todos los residentes deben estar igualmente representados en el sistema político soberano, que hay quienes desearían prohibirla por completo. Ésta es también la razón de que la crisis del liberalismo en Israel sea mucho más grave que en el resto del mundo: Quienes deberían estar hoy en la vanguardia de la izquierda israelí -la mayoría de la élite política e intelectual del país- están optando por salirse del juego, o por unirse a la derecha, o por adoptar un tono cínico y fatalista que no pretende transfigurar la realidad sino que sólo ve el mundo como un circo loco y divertido. Los intelectuales son siempre los primeros en comprender en qué dirección sopla el viento.

Pero los problemas fundamentales que no se resuelven no desaparecen necesariamenteaunque la enorme disparidad de poder entre judíos y palestinos haga tentador pensar lo contrario. Los estadounidenses lo descubrieron cuando trataron de esconder bajo la alfombra la cuestión de la esclavitud durante el período en que estaban obteniendo la independencia y redactando la Constitución; los bóers lo descubrieron en Sudáfrica; lo mismo hicieron los franceses, que se anexionaron Argelia y la llamaron «patria»; etcétera, etcétera.

Tales analogías son tabú en la arena política israelí no por su imprecisión -toda visión de la historia asume desde el principio que no hay situaciones totalmente idénticas- sino por la desesperada necesidad de los israelíes de esconder la cabeza bajo la arena. Un estado de ánimo comparable al de la persona que cae desde un piso 80 y grita al pasar por el piso 30 que está muy bien e incluso disfruta de las vistas y del aire fresco.

¡Qué desesperados estamos por formulaciones directas y sencillas como la de la carta que los miembros de Matzpen escribieron en 1967! Un instante después de la guerra, quedó claro para los autores que ocupación significa sobre todo dominio sobre las personas. No es casualidad que en el último medio siglo los territorios se hayan convertido en una cárcel al aire libre. Y no es una metáfora: los territorios parecen una prisión, con sus omnipresentes muros, torres de vigilancia y cámaras de seguridad, y sus estrictas leyes sobre permisos y visitas. Millones de personas están retenidas como prisioneros del Estado de Israel, sólo porque tenemos miedo de pagar el precio de su liberación, aunque es un precio que inevitablemente hay que pagar, por supuesto.

«La conquista trae consigo el dominio extranjero. El dominio extranjero trae consigo la resistencia. La resistencia trae consigo la opresión. La opresión trae como consecuencia el terrorismo y el contraterrorismo Aferrarnos a los territorios nos convertirá en una nación de asesinos y víctimas de asesinatos». Palabras desagradables. Y sin embargo, todas las guerras emprendidas por Israel desde la Operación Litani en Líbano (1978) -y su frecuencia ha aumentado con los años- fueron contra los palestinos. Su objetivo: preservar el statu quo. Incluso la única excepción, la Segunda Guerra del Líbano (2006), fue en gran medida un remanente de una guerra anterior en ese país, en 1982, cuyo objetivo era distanciar a la Organización para la Liberación de Palestina de Israel. Desde entonces, la OLP y los palestinos han aceptado, con retraso y apretando los dientes, la existencia de Israel.

Seguimos cautivos de la ocupación y de las extrañas normas que nos hemos impuesto a nosotros mismos para hablar de ella.

Matzpen fue el primero en sufrir las consecuencias del enfoque que ahora se reserva en el diálogo israelí a quienes se dedican de forma práctica y cotidiana a resistir la ocupación. Sus miembros fueron golpeados e insultados cuando intentaron distribuir copias de la carta de Haaretz en las calles y en reuniones políticas. La revelación de que dos de los miembros de una red de sabotaje árabe-judía detenidos en 1972 eran antiguos activistas de Matzpen selló para siempre la imagen histórica de la organización.

En cambio, los firmantes del anuncio del Gran Israel eran la élite de la élite, y no cabe duda de que el manifiesto mesiánico que publicaron era un fiel reflejo del consenso público. Este texto rimbombante se derrumbó bajo la propia realidad en una década, cuando el gobierno de Israel -y un gobierno orgulloso y de derechas, por cierto- renunció fácilmente a un territorio dos veces más grande que el resto del Estado de Israel, aunque el consenso permaneció intacto.

La lección es que las relaciones numéricas entre la corriente dominante y los márgenes reflejan muchas cosas, pero la propiedad de la verdad o de la lógica no es necesariamente una de ellas. Abandonemos ya los territorios ocupados.

*Fuente: Haaretz

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