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Los pasos perdidos

Los pasos perdidos
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Ángel
¿Qué habrá sido de Ángel Reyes?
Hace unos veinticinco años llegaba a casa de Silvia sin pedir ninguna ayuda para bajarse del auto.
Digo: abría la puerta y con las manos desplegaba la silla de ruedas en la vereda, sin salir del auto.
La giraba hacia él, trancaba las ruedas con un freno y luego se empujaba con la fuerza de sus brazos —eran fuertes sus dos brazos— sobre el asiento de la silla.
Cuando estaba listo, recién nos miraba.
Nadie se atrevía a ofrecerle ayuda.
Mi amiga Silvia lo observaba desde el umbral de su casa de fachada continua.
Hola, amigo… —decía, siempre con puntos suspensivos.
Ángel empujaba las ruedas al interior. Había que abrir ambas hojas de la puerta para que pasara la silla, ambas hojas de la mampara. Nadie decía nada y todos los silencios se iban sumando, se fueron sumando hasta hoy.
A los diecisiete años Ángel se lanzó de cabeza al agua en la parte baja de una piscina municipal. Se lanzó como a esa edad se puede arrojar uno al agua. Y se rompió una vértebra cervical.
Se había enamorado de Silvia.
Era evidente, pero nadie decía nada.
Pasaba por su casa varios días a la semana, hablaban de trabajo, alguna que otra vez de asuntos personales, sus parejas, sus historias.
Sí, Ángel podía tener relaciones sexuales.
No sé en qué recodo de sus conversaciones habían tocado el punto.
El tiempo pasaba y él seguía visitándola, hasta que un día anunció que se iba por trabajo a la Isla de Pascua.
Partía solo, a vivir solo. El auto acondicionado para él viajaría en un barco. Semanas después volverían a encontrarse en la isla. Entretanto, no sé cómo podría desplazarse. Otro pliegue de silencio que tampoco se abrió.
Nunca más tuve noticias de Ángel Reyes.
¿Qué habrá sido de él?

Eduardo
Se llamaba Eduardo Paz.
Podría decir “se llama”, pero tampoco sé de él hace más de veinticinco años.
¿Qué habrá sido de Eduardo?
Estaba emparejado con mi amiga Silvia en el tiempo en que Ángel Reyes la visitaba todas las semanas.
Diría que Ángel comenzó a aparecerse más seguido cuando Eduardo comenzó a desaparecer como una figura que se esfuma y otra distinta toma poco a poco su lugar.
Estuvo en el seminario hasta los veintiocho años.
Hasta que conoció a una mujer.
Se acostaron una vez y ella quedó embarazada.
Eso le dijo Eduardo a mi amiga Silvia, antes de ir esfumándose.
Su vida era un enredo entre la niña, esa mujer que le exigía más que paternidad y mi amiga Silvia, que siempre lo esperaba.
Mi amiga Silvia se estaba convirtiendo en Penélope.
A Eduardo le diagnosticaron un cáncer de tiroides. Pero el tumor estaba encapsulado. Eso decía Eduardo que decían los médicos. Y entonces comenzó a esfumarse.
Pues entre la niña, la otra mujer y el cáncer ya no podía estar con Silvia, que seguía esperándolo.
Sus visitas se hicieron cada vez más cortas y las esperas más largas.
El tumor seguía encapsulado.
Hasta que dejó de verse por la casa de mi amiga. O ella le pidió que no volviera nunca más.
Tiempo después supimos que el tumor era un invento y que estaba con la otra mujer y con su hija.
Y nunca más supe de Eduardo Paz, que un día me regaló una edición ilustrada del Quijote, año 1904, con hojas de borde dorado. Había pertenecido a un sacerdote. La edición más bonita que conozco.

JP
Tal vez su nombre era Juan Pablo.
O tal vez se llamaba Juan Pérez.
En esos años de proscrita militancia juvenil —los ochenta— usábamos “chapas”, nombres ficticios. Pero todos conocíamos los nombres de todos.
Sin embargo, nunca supe el de JP.
Tenía un aire a John Lennon. Anteojos redondos, labios finos y una boca chupada, como sin dientes.
Un amigo de entonces me dijo que está muerto.
Que se perdió en las drogas.
Cuesta creerlo, y no porque sea imposible morir joven por causa de las drogas, sino porque su muerte, para mí, es posterior a su disolución.
Las nubes no mueren, se disipan.
Lo recuerdo siempre en grupos, no puedo recordarlo a solas conmigo.
Tenía una curiosa forma de participar en reuniones y asambleas.
Con una sacudida de cabeza manifestaba su compromiso con cada uno de los acuerdos. Pero su protagonismo nunca pasaba del segundo plano.
En la calle era otro.
Antes que nada, lo recuerdo en una protesta estudiantil:
Compañero Salvador Allende…
¡Presente!
Compañero Salvador Allende…
¡Presente!
¿Quién lo mató?
¡El fascismo!
¿Quién lo vengará?
¡El pueblo!
A medida que gritaba, con las manos alrededor de la boca para proyectar la voz, su cuerpo iba inclinándose hacia atrás. Parecía a punto de caer de espaldas, pero la flexibilidad de sus rodillas lo sostenía en un milagroso equilibrio donde se iba concentrando la emoción que hacía expulsar su voz, y sobre todo el anhelo de ver cumplidas las palabras de esa consigna, hasta que al final soltaba una pregunta agónica y con ella el último aliento por la causa:
¡¿Y cómo rechuchaconchadesumadre, compañeros?!
¡Luchando, creando, poder popular!
Entonces quedaba tendido en la calle, exhausto, brazos y piernas abiertos. Sus gafas reflejaban el cielo.
No por mucho tiempo, pues en el horizonte se veía el muro verde de la represión avanzando como una ola rabiosa hacia nosotros.
Es mi recuerdo más nítido de JP.
Tirado en la calle como si jamás hubiera muerto.

Nelson
¿Qué sería de Nelson si no hubiera muerto de sida?
Vino de una ciudad o pueblo interior del Norte Chico. Combarbalá, Salamanca, Ovalle, Canela. Tenía veintiséis años.
La primera vez que anduvo en Metro se sentó a esperar en el borde del andén con las piernas colgando hacia las líneas.
Un guardia lo tiró de los pelos hacia atrás.
A su novio holandés lo conocíamos por fotos. Ya iban a reencontrarse, decía Nelson. Algún día sin fecha.
Oíamos sus poemas en esas veladas donde un amigo muy querido. Su concentrado rostro diaguita, su barba de chivo, sus ojos redondos, la ropa demasiado formal para su edad.
Textos ásperos, herederos de Vallejo y la Mistral. Desarraigo y añoranza, muchas piedras sobre montes secos.
¿Qué habrá sido de sus poemas?
Vivía en un piso alto con dos amigas y un amigo.
Un piso donde todo funcionaba a medias. Uno se preguntaba cuánto más podrían convivir con cortes de agua, con filtraciones de agua, con manchas de humedad en los muros y el cielorraso.
Yo salía con una de sus amigas, profesora de religión.
¿Qué habrá sido de ella?
Nelson me regaló los Evangelios con una dedicatoria humorística, no tanto para acercarme a Cristo como para mantenerme junto a esa amiga que iba a cuidarlo hasta el final.
Yo me fui antes.
De lejos me alcanzó su muerte en un hospital. Neumonía.
Año 1997.
La madre de Nelson vino a enterarse de todo al revés, como una película vista en retroceso:
Muerte, enfermedad, amistades, novio holandés, sus poemas; hasta volver al valle entre montes secos donde seguiría habitando con el recuerdo de su hijo.

*Fuente: Politika

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