Carta a los asesinos de Punta Peuco de un ex preso político. Yo no perdono
por Dr. Tito Tricot (Chile)
8 años atrás 7 min lectura
Dicen que Dios existe y que es transparente como el agua, que los ángeles son dorados y que el amor nunca se acaba. Ahora dicen que los criminales detenidos en Punta Peuco pedirán perdón por las atrocidades cometidas en dictadura.
A ti asesino, torturador, violador te digo que podrás vivir mil años y no tienes derecho alguno a salir en libertad. Sólo deseo vivir lo mismo para ver el día que te entierren boca abajo para que si alguna noche cualquiera quieres salir te hundas más aún en las profundidades de la tierra. Porque yo no perdono, y si bien es cierto no puedo hablar por nadie más, si puedo decir una palabra por Ignacio, mi hermano de lucha, el comandante Benito, a quien la impenetrable muerte lo sorprendió en una apacible calle de Las Condes, porque la muerte en dictadura es traicionera, tiene ojos de escarcha y manos de granito. Es desalmada y mata porque es su esencia matar, porque es de la esencia de los militares matar.
Por eso, a ti asesino, te digo que podrás pedir perdón pero no te creo, y aunque creyera, yo no perdono. Es que detuviste a mi compañera embarazada de cinco meses. Apenas 21 años tenía cuando un comando de la CNI irrumpió en medio de la noche para cercenarle parte de un sueño compartido; los agentes la llevaron a un calabozo del primer piso de un edificio que resultó ser el cuartel general de Investigaciones. La encerraron en la más absoluta de las oscuridades. A tientas palpó un banco o algo similar cerca de la puerta y ahí se sentó, quedando inmóvil intentando descansar un momento. Reclamaba que estaba embarazada, que necesitaba alimentarse. Nadie la escuchaba, nadie le hacía caso. Era un holograma o incluso menos, un nanofantasma. Al cuarto día la enviaron incomunicada a la cárcel de hombres de San Miguel, y a esas alturas ya tenía síntomas de pérdida, pero al menos por primera vez sintió moverse a nuestro
hijo, un destello de ilusión, de que no estaba sola.
Por esto, a ti asesino, te digo que podrás pedir cien veces perdón, mas no lo aceptaré porque yo no perdono. No olvido la noche que me secuestraron entre una docena de agentes armados a los cuales hube de enfrentarme solo. Una vez en el cuartel, quizás cuanto rato más había transcurrido cuando me fueron a buscar a la celda, me vendaron los ojos, me ataron las manos y me condujeron a un lugar desconocido. Sólo recuerdo que descendimos escaleras y entramos a una sala donde hacía mucho calor y se sentía la presencia de mucha gente. Podía distinguir la silueta de algunos zapatos por el breve espacio entre la venda y mi nariz. Me desnudaron, primero la parte superior y, luego, el resto. Comienza el interrogatorio: ¿Dónde está Carreño, quién lo tiene? No tengo idea de lo que hablan, digo. Silencio eterno. Mira conchetumadre es súper simple la pregunta: ¿Dónde está Carreño? Después vienen otras más difíciles, pero esa es la primera, brama una voz aguardentosa. No tengo nada que ver con eso, repito. Siento el primer golpe en los riñones, quedo sin aliento. Luego golpes con las palmas en los oídos, el conocido “teléfono”. Se alejan momentáneamente las voces; más golpes en la espalda y mucho calor. Me tiran del pelo para levantarme. Aún no siento miedo. Espero las preguntas, pero en lugar de éstas recibo más golpes, esta vez en las costillas. Me sujetan entre dos, siento olor a alcohol y sudor. No hay preguntas, solo golpes y el “teléfono” que hace reverberar el sonido y el calor en los oídos. Mucho calor y el olor a transpiración y adrenalina de mucha gente en un espacio cerrado. No tengo noción del tiempo. Quizás han transcurrido solo minutos u horas. No sé. Tal vez he perdido la conciencia. ¿Dónde está Carreño? Insisten. No tengo idea, repito desde mi islote de absoluta soledad. Y truena nuevamente la misma voz: Tu señora está muy mal y va a perder la guagua y por respeto a ella deberías hablar, grita. No sé nada de Carreño, reitero. ¿Y qué diríai si traemos a tu señora embarazada? «Sólo reflejaría su calidad moral», digo espontáneamente, sin pensarlo ni un segundo, porque si lo hubiese pensado me hubiera quedado callado. ¿Qué estai hablando conchetumadre, qué me importa tu cagá de moral? ¡Traigan a la hembra de este hueón! Siento pasos y un portazo. No digo ni hago nada, me mantengo quieto en medio de la habitación rodeado de agentes. O lo que supongo es el centro de la habitación. Sé que si suplico que no la traigan o demuestro signos de debilidad, amenazarán con torturarla para hacerme hablar o sencillamente la torturarán. Es una situación límite sobre la cual uno no tiene el control total, es un juego de nervios de acero. El único problema es que no es un juego y yo no tengo nervios de acero. Aun así, no hice ni dije nada. Nunca supe si realmente alguien salió a buscarla o solamente fingieron abrir y cerrar una puerta. Tampoco sé lo que habría hecho si es que hubiesen traído a mi compañera. Además, ni ella ni yo sabíamos del caso Carreño. Nada teníamos que ver con éste, de manera que nada podíamos decir.
Entonces, más golpes y la orden: ¡lleven a este hueón al subterráneo! Alguien me toma del brazo, me conducen a otra habitación, no estoy seguro si en el mismo piso o si bajamos a un sótano, puesto que estuve vendado todo el tiempo. Me sientan en una silla, me amarran de pies y manos, me ponen electrodos en las muñecas y tobillos. Me aplican inmediatamente electricidad. La corriente es una serpiente que se te mete en las venas, por los poros, los ojos, la nariz, te destempla los dientes y te sale por la boca convertida en un grito desenfrenado que no puedes evitar, aunque quieras. Es que no puedes hacer nada mientras el cuerpo se convulsiona en una espiral de crueles sinfonías. Malditas sinfonías inconclusas. Luego las preguntas, siempre sobre el coronel Carreño y siempre las mismas respuestas: No tengo idea. Y más corriente que sube en intensidad mientras la serpiente se arrastra inmisericorde por los poros, reventando arterias en estallidos naranjas y azules que uno distingue nítidamente aún bajo la maloliente venda. Son estrellas nortinas, relámpagos sureños, temporales porteños, pero expelidos por la fuerza de otro, porque no es tu garganta la que grita. Es un alarido extraño, hermano, vomitado desde la profundidad de tus entrañas, pero por alguien más. Por ello no digo nada.
Me llevan a otra parte, o por lo menos es lo que parece, pues estoy vendado y no puedo ver. Lo primero que me dicen es; ¡Te vamos a sacar la conchesumadre…nos vai a pedir por favor que te dejemos hablar! Comienzan los golpes inmediatamente. Este interrogatorio es mucho más violento o, para ser más preciso, con un mayor grado de histeria por parte de al menos uno de los interrogadores, con gritos, puñetazos, patadas. En algún momento este individuo me saca la venda y me pregunta desafiante: ¿Sabí por qué te saco la venda? Le respondo que no. No me gusta que nadie me reconozca la cara, me dice. ¡¡Mírame bien, soy yo el que te va a dar vuelta, soy yo el que te va a matar!!
Por esto, a ti asesino, y a todos aquellos: autoridades, religiosos, académicos, políticos y otros, les digo fuerte y claro: yo no perdono ni olvido, porque el olvido es otra manera de perder la memoria, y perder la memoria es otra forma de perder la dignidad. Por eso a ti asesino, torturador, violador te digo que podrás vivir mil años y no tienes derecho alguno a salir en libertad
–El autor, Dr. Tito Tricot, es Sociólogo y Director del Centro de Estudios de América Latina y El Caribe-CEALC
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