Traducido del inglés para Rebelión por Christine Lewis Carroll
Los intereses estatales y corporativos han buscado romper el poder que representa compartir información digitalmente. ¿Podrían las nuevas tecnologías indicar un modelo más democrático de creatividad?
¿Quién puede compartir qué en Internet? Hay cada vez más debates sobre el material protegido que se comparte en red gracias a algunos juicios notorios y controversias informativas, tales como Pirate Bay, Wikileaks o el reciente caso trágico de Aaron Swartz. Pero, aparte de los temas legales y su implementación en estos casos “límite”, ¿qué tipos de información -como cuestión de principio- deberíamos poder utilizar y compartir con otros?
El material digital que puede compartirse legalmente con otros ¿es sólo el residuo de lo que vale proteger? Una vez que todo lo bueno haya sido envuelto y vendido en el marco de algún acuerdo clickwrap [licencias de software por Internet], de tecnologías de gestión de derechos digitales, de tiendas iTunes y subscripciones paywall [sistema que impide a los usuarios de Internet acceder a contenidos sin subscribirse], ¿sólo queda una especie de tierra baldía de regalos, muestras, amateurismo, propaganda y piratería? ¿O podemos pensar en una caracterización más positiva de dicho cuerpo de cultura, investigación e información pública disponible gratuitamente a todo el mundo para -como cuestión de principio- utilizar, disfrutar y aprovechar?
Las leyes, las políticas y los discursos sobre cómo compartimos los frutos de nuestro trabajo intelectual (se trate de patrones de píxeles, olas, palabras, productos químicos, ADN o instrucciones de software) tienden a centrarse en la innovación, originalidad, protección y compensación individuales en vez de en la colaboración, la tradición compartida, la iteración y el acceso equitativo. Tendemos a tratar estos frutos primordialmente como productos a cambio de los cuales sus creadores o propietarios tienen derecho a recibir una remuneración por su inversión.
¿Por qué? A menudo vivimos a la sombra de ciertas concepciones románticas sobre la innovación cultural e intelectual de los siglos XVIII y XIX. Al reaccionar en contra de los modelos de creación literaria y artística que privilegiaron la imitación de los clásicos y perseguir la perfección dentro de una tradición establecida, este periodo fue testigo de un giro general hacia el genio individual que rompía reglas previas e inventaba nuevas. Mediante este nuevo marco estético, el mundo se dividió entre pioneros visionarios y rebeldes e imitadores corrientes.
Historias como ésta tienen todavía mucha influencia, desde la obsesión inquieta por la novedad conceptual del mundo artístico contemporáneo al enaltecimiento del empresario “perturbador” o el inconformista renegado de Silicon Valley o Wall Street. Una casta de individuos sobresalientes ha de romper las reglas, derribar los templos y superar las tradiciones con el fin de ayudarnos a traspasar las fronteras. Las nuevas voces deben significarse, ya que les persigue el temor a ser poco original y a la ansiedad de la influencia.
La creatividad y el copyright
Mientras este escenario se configuró como una respuesta cultural al predominio del clasicismo estético, los editores, abogados y teóricos lo acogieron con alegría, ávidos de nuevas formas de conceptualizar los cimientos legales y filosóficos del “copyright” y de lo que se conocería más tarde como la “propiedad intelectual”. Esta situación influye todavía bastante en nuestra opinión sobre la creatividad y el trabajo intelectual y sobre la creación de leyes y políticas que dictan cómo la sociedad trata la información.
Los grandes propietarios de derechos y los grupos de presión que defienden los intereses de dichos editores, abogados y teóricos no tienen ningún miedo de aprovecharse de esta circunstancia. En vez de abordar directamente los intereses económicos de estos grandes propietarios de derechos, las asociaciones y los grupos de presión industriales hablan de proteger los intereses de los individuos que innovan: autores, músicos y eruditos. Por ejemplo, la Asociación Cinematográfica de Estados Unidos, apoyada por algunos de los mayores protagonistas de la industria –Disney, Paramount, Sony, 20th Century Fox, Universal y Warner Brothers– alega perseguir “soluciones de sentido común” que “protejan los derechos de todas aquellas personas que hacen algo de valor con la mente, la pasión y su insustituible visión creadora”.
Esta noción del innovador individual, del pionero solitario que rompe las reglas y crea nuevos paradigmas es sólo una parte del relato romántico de la creación literaria. La otra parte (quizá menos útil para aquellas personas que quieren extender los derechos de propiedad a los productos de la mente) es que las grandes novedades dependen y se nutren inevitablemente de la tradición cultural compartida. El poeta Edward Young -cuyo tratado sobre la redacción literaria se agotó dos veces en Alemania a mediados del siglo XVIII-dijo que la genialidad literaria crece como una nueva planta en un cuerpo compartido de cultura. El filósofo y crítico literario, Johann Gottfried Herder, muy influido por Young, dijo que genios literarios como Shakespeare dependen de un cuerpo fértil de historias, canciones, personajes y metáforas, es decir la tierra que perme crecer las obras innovadoras, un pensamiento que catalizó las colecciones de folclore como la de los Hermanos Grimm.
Cuando pensamos, hablamos y nos expresamos, utilizamos palabras, ideas, estructuras, tropos, convenciones y operaciones que heredamos de otros. Nos apoyamos en los hombros de gigantes y sólo podemos complementar (es decir, ni escapar de ni reinventar) las tradiciones compartidas con las que nos articulamos. La innovación e invención individuales se basan en lo que heredamos y pedimos prestado de otros, desde las lenguas que hablamos a los archivos de textos que constituyen el cuerpo de conocimientos disciplinares. El acceso a estas tradiciones y cuerpos de conocimiento es una precondición esencial para la creación de nuevas obras de la mente.
Necesitamos una manera más equilibrada de pensar y hablar sobre cómo se comparte información, una que vaya más allá del enfoque casi exclusivo en la compensación y el control. Las leyes y políticas que dictan cómo se comparte información dentro de la sociedad deben reconocer explícitamente y promocionar los beneficios intrínsecos y extrínsecos de aumentar el acceso y permitir la reutilización. Empieza a surgir un debate público más amplio en torno a los beneficios de compartir información, pero éste se produce a menudo con ocasión de casos marginales o alguna transgresión en vez de dentro del marco de una noción positiva de un cuerpo compartido de información al que todo el mundo puede acceder y utilizar mediante Internet.
Los comunes digitales compartidos
Se libra la batalla de los comunes compartidos de información digital en muchos frentes. Las copias digitales de obras sin copyright desde hace cientos de años siguen sin estar liberalizados y las venden compañías como Gale Cengage cuyas cuotas de subscripción eran tan abusivas que una agencia nacional tuvo que intervenir para permitir a los investigadores universitarios del Reino Unido acceder a dichas copias (sólo accesibles a universidades afiliadas). Muchos gobiernos tienen todavía contratos exclusivos para vender información sensible a compañías privadas que luego venden a otras compañías y al público. Esto significa que en muchos países hay que pagar una subscripción con un tercero si quieres conocer el texto de las leyes que te gobiernan. Grandes editores académicos utilizan mano de obra gratuita de estudiantes y empleados universitarios para producir y revisar artículos académicos cuyas subscripciones venden luego a las bibliotecas de las mismas universidades a precios desorbitados.
Necesitamos una noción positiva ampliamente aceptada del cuerpo de material digital de acceso gratuito para todo el mundo y de uso a perpetuidad, lo que incluye información esencial sobre el mundo que puede utilizarse para mejorar el periodismo y las políticas (desde los datos de emisiones de dióxido de carbono a la información sobre cuáles son los grupos de presión), el acceso a la investigación (tal como el apoyo a la liberalización de la información sobre las pruebas clínicas de las drogas que nuestros servicios médicos recetan) y las obras históricas y culturales que se encuentran dentro del dominio público.
Faltan todavía debates reales sobre el equilibrio necesario entre el acceso abierto y el sustento necesario de los creadores y sobre qué políticas y modelos apoyan este equilibrio. Falta también mucho trabajo por hacer con el fin de asegurar que la explotación de las viejas industrias construidas sobre el control y venta de cera, cinta adhesiva y árboles muertos no sea sustituida por las nuevas formas de monopolio y control por parte de las corporaciones tecnológicas emergentes. Pero es imperativo que el reconocimiento del acceso abierto a cierta información -como cuestión de principio (es decir, no por accidente o transgresión)- llegue a ser una parte esencial de la política de conocimiento del siglo XXI y del discurso público en torno a ésta. Necesitamos nuevas y mejores historias sobre la importancia de la colaboración y el acceso -en torno a las tradiciones comunes y la construcción a partir de cuerpos compartidos de evidencia, razonamiento, reflexión y creatividad- para complementar las historias dominantes de genios aislados y castigos merecidos.
Fuente: http://www.redpepper.org.uk/
*Fuente: Rebelión
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