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«La independencia es otro nombre de la dignidad»

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* Palabras pronunciadas el 22 de febrero de 2011, en la ceremonia de entrega
de la Medalla
1808, que el jefe de Gobierno de la ciudad de México, Marcelo Ebrard, otorgó al
escritor Eduardo Galeano

Quiero dedicar este homenaje a la memoria viva de dos Carlos: Carlos
Lenkersdorf y Carlos Monsiváis, amigos muy queridos que ya no están, pero
siguen estando.

Y empiezo por decir gracias: Gracias, Marcelo, por este regalo, esta
alegría. Te digo gracias en nombre propio y también en nombre de los muchos
sureños que jamás olvidarán su gratitud a México, el país de su exilio, refugio
de perseguidos en los años de mugre y miedo de nuestras dictaduras militares.

Y quiero subrayar que México merece, por eso y por muchos otros motivos,
toda nuestra solidaridad, ahora que esta tierra entrañable está siendo víctima
de la hipocresía del narcosistema universal, donde unos ponen la nariz y otros
ponen los muertos, y unos declaran la guerra y otros reciben los tiros.

***

Este acto generoso me honra por venir de quien viene. La ciudad de México
está a la vanguardia en la lucha por los derechos humanos, en un amplio abanico
que va desde la diversidad sexual hasta el derecho a respirar, que ya parecía
perdido.

Y mucho me honra recibir esta ofrenda, porque mucho tiene de desafío: en
nuestros países la independencia plena es todavía, en gran medida, una tarea
por hacer, que nos convoca cada día.

***

En la ciudad de Quito, al día siguiente de la independencia, una mano
anónima escribió en una pared: Último día del despotismo y primero de lo mismo.

Y en Bogotá, poco después, Antonio Nariño advertía que el alzamiento
patriótico se estaba convirtiendo en baile de máscaras, y que la independencia
estaba en manos de caballeros de mucho almidón y mucho botón, y escribía: Hemos
mudado de amos.

Y el chileno Santiago Arcos comprobaba, desde la cárcel:

-Los pobres han gozado de la gloriosa independencia tanto como los caballos
que en Chacabuco y Maipú cargaron contra las tropas del rey.

***

Todas nuestras naciones nacieron mentidas. La independencia renegó de
quienes, peleando por ella, se habían jugado la vida; y las mujeres, los
analfabetos, los pobres, los indios y los negros no fueron invitados a la
fiesta. Aconsejo echar un vistazo a nuestras primeras Constituciones, que
dieron prestigio legal a esa mutilación. Las Cartas Magnas otorgaron el derecho
de ciudadanía a los pocos que podían comprarlo. Los demás, y las demás,
siguieron siendo invisibles.

***

Simón Rodríguez tenía fama de loco, y así lo llamaban: El loco. Decía
locuras, como éstas:

-Somos independientes, pero no somos libres. La sabiduría de Europa y la
prosperidad de los Estados Unidos son, en nuestra América, dos enemigos de la
libertad de pensar. Nuestra América no debe imitar servilmente, sino ser
original.

Y también:

-Enseñemos a los niños a ser preguntones, para que se acostumbren a obedecer
a la razón: no a la autoridad como los limitados, ni a la costumbre como los
estúpidos. Al que no sabe, cualquiera lo engaña. Al que no tiene, cualquiera lo
compra.

Don Simón decía locuras, y hacía locuras. Allá por mil ochocientos veinte y
pico, sus escuelas mezclaban a los niños y a las niñas, a los pobres y a los
ricos, a los indios y a los blancos, y también unían la cabeza y las manos,
porque enseñaban a leer y a sumar, y también a trabajar la madera y la tierra.
En sus aulas no se escuchaban los latines de sacristía y se desafiaba la
tradición del desprecio por el trabajo manual. Poco duró la experiencia. Un
clamor de indignadas voces exigía la expulsión de este sátiro que ha venido a
corromper a la juventud, y el mariscal Sucre, presidente del país que ahora
llamamos Bolivia, le exigió la renuncia.

A partir de entonces, anduvo a lomo de mula, peregrinando por las costas del
Pacífico y las montañas de los Andes, fundando escuelas y formulando preguntas
insoportables a los nuevos dueños del poder:

-Ustedes, que imitan todo lo que viene de Europa y de los Estados Unidos,
¿por qué no les imitan la originalidad, que es lo más importante?

Este viejo vagabundo, calvo, feo y barrigón, el más audaz y el más querible
de los pensadores de América, estaba cada día más solo, y solo murió.

A los ochenta años, escribió:

-Yo quise hacer de la tierra un paraíso para todos. La hice un infierno para
mí.

***

Simón Rodríguez fue un perdedor. Según la escala de valores de este mundo,
que sacraliza el éxito y no perdona el fracaso, los hombres como él no merecen
memoria.

Pero, ¿acaso no está vivo don Simón en la energía de dignidad que hoy
recorre nuestra América de norte a sur? ¿Cuántos hablan por su boca, aunque no
lo sepan, como hablaba en prosa aquel personaje de Molière que no sabía que
hablaba en prosa?

¿Acaso don Simón no nos sigue enseñando, un siglo y medio después de su
muerte, que la independencia es otro nombre de la dignidad? Es verdad que
todavía pesa, y mucho, la herencia colonial, que aplaude la copia y maldice la
creación y admira, como denunciaba don Simón, las virtudes del mono y del
papagayo. Pero también es verdad que son cada vez más los jóvenes que sienten
que el miedo es una cárcel humillante y aburrida, y libremente se atreven a
pensar con sus propias cabezas, sentir con sus propios corazones y caminar con
sus propias piernas.

***

Yo no creo en Dios, pero sí creo en el humano milagro de la resurrección.
Porque quizás se equivocaban aquellos dolientes que se negaban a creer en la
muerte de Emiliano Zapata, y creían que se había marchado a Arabia en un
caballo blanco, pero sólo se equivocaban en el mapa. Porque a la vista está que
Zapata sigue vivo, aunque no tan lejos, no en las arenas de Oriente: él anda
cabalgando por aquí, aquí cerquita nomás, queriendo justicia y haciéndola.

Y fíjense ustedes lo que ha ocurrido con otro perdedor, José Artigas, el
hombre que hizo la primera reforma agraria de América, antes que Lincoln y
antes que Zapata.

Hace casi dos siglos, él fue vencido y condenado a la soledad y al exilio.
En años recientes, la dictadura militar del Uruguay le erigió un ampuloso
mausoleo, queriendo encerrarlo en cárcel de mármol. Pero cuando la dictadura
intentó decorar el monumento con algunas de sus frases, no encontró ninguna que
no fuera subversiva. Ahora el mausoleo tiene fechas y nombres de batallas, y
ninguna frase. Involuntario homenaje, involuntaria confesión: Artigas no es mudo,
Artigas sigue siendo peligroso.

Cosa curiosa: con tantos vivos que hablan sin decir, en nuestras tierras hay
muertos que dicen callando.

***

Bienaventurados sean los perdedores, porque ellos cometieron la insolencia
de amar a su tierra, y por ella se jugaron la vida. Pero está visto que el
patriotismo es el honorable privilegio de los países dominantes: sólo los que
mandan tienen el derecho de ser patriotas. En cambio, los países dominados,
condenados a obediencia perpetua, no pueden ejercer el patriotismo, so pena de
ser llamados populistas, demagogos, delirantes: nuestro patriotismo se
considera una peste, peste peligrosa, y los amos del mundo, que nos toman
examen de Democracia, tienen la mala costumbre de conjurar esta amenaza a
sangre y fuego.

Bienaventurados sean los perdedores, porque ellos se negaron a repetir la
historia y quisieron cambiarla.

Bienaventurados sean los perdedores, y malditos sean quienes confunden el
mundo con una pista de carreras y lanzados a las cumbres del éxito trepan
lamiendo hacia arriba y escupiendo hacia abajo.

Bienaventurados sean los indignados, y malditos sean los indignos.

Maldita sea la exitosa dictadura del miedo, que nos obliga a creer que la
realidad es intocable y que la solidaridad es una enfermedad mortal, porque el
prójimo es siempre una amenaza y nunca una promesa.

Bienaventurado sea el abrazo, y maldito sea el codazo.

***

Sí, pero… Cuántos perdedores, ¿no?

Cuando algún periodista me pregunta si soy optimista, yo contesto,
sinceramente:

-A veces. Depende de la hora.

Siempre me parecieron más bien inhumanos los optimistas full time.

Creo que el desaliento es un derecho humano, y de algún modo es también la
prueba de que somos humanos, porque no sufriríamos el desaliento si no
tuviéramos aliento.

Hay que reconocer que no es muy alentadora la realidad, que tiene la jodida
costumbre de recompensar a los exprimidores del prójimo y a los exterminadores
de la tierra, el agua y el aire. Y en cambio, las más apasionantes aventuras de
transformación de la realidad suelen quedarse a mitad de camino, o se extravían
y se pierden, y muchas veces terminan mal.

Hay que reconocerlo, digo, pero también cabe preguntar: Cuando esas lindas
experiencias colectivas terminan mal, ¿de veras terminan? ¿No hay nada que
hacer, sólo nos queda resignarnos y aceptar el mundo tal cual es, como si fuera
destino? Hace pocos años, se puso de moda la teoría del fin de la historia. Más
de uno se tragó ese sapo, a pesar de que el sentido común nos demuestra, con
poderosa sencillez, que la historia nace de nuevo cada mañana.

Lo mejor de este asunto de vivir está en la capacidad de sorpresa que la
vida tiene. ¿Quién podía presentir que los países árabes iban a vivir este
huracán de libertad que están ahora viviendo? ¿Quién iba a creer que la plaza
de Tahrir iba a dar al mundo esta lección de democracia? ¿Quién iba a creer lo
que ahora puede creer ese muchachito plantado en la plaza durante días y
noches, cuando dice: Nadie nos va a mentir nunca más?

Al fin y al cabo, cuando la historia dice adiós, o eso parece decir, ella
nos está diciendo, o al menos murmurando: hasta luego, hasta lueguito, nos
estamos viendo.

Y yo me despido de ustedes, ahora, que ya es hora, como la historia me
enseñó, diciéndoles gracias, diciéndoles: hasta luego, hasta lueguito, nos
estamos viendo.

Fuente: La Jornada

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