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La increíble y triste historia de la cándida Concertación y su abuela desalmada

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Si abusamos de García Márquez tomando por asalto el título de su obra de 1972, no es por puro gusto. Es que no hay otro modo de analizar la tragedia de la Concertación de Partidos por la Democracia.
La coalición que gobierna Chile desde hace 20 años está sumida en una crisis que las chambonadas cotidianas de sus dirigentes no hacen sino agravar.

A pocos días de la elección presidencial -que puede prolongar su vida o provocar su colapso-, la Concertación se comporta como si buscara perder en forma deliberada. Esta suerte de suicidio ritual carece, sin embargo, de la dignidad de las grandes tragedias que deslumbran con su ejemplo. Este mediocre final se ha convertido en una comedia salpicada de escenas propias de la picaresca política. El último episodio -que más bien parece una puñalada trapera- fue la renuncia de los presidentes del PPD y del PRSD. La Concertación se debate así entre traiciones, desorden y actos de suma cobardía política. Dirigentes que aún no se atreven a abandonar el barco, optan por provocar la estampida final. Saben que gane o pierda el 17 de enero -y lo último es lo más probable-, la Concertación está herida de muerte. Su ciclo de vida ha terminado y sus partidos tendrán que inventar otra cosa o dispersarse.

No obstante, no perderá -ni ganará- de modo categórico. La diferencia con la derecha seguramente será mínima. En Chile hay precedentes de elecciones que se definieron por pocos votos. El 30 de octubre de 1938, por ejemplo, Pedro Aguirre Cerda, candidato del Frente Popular, ganó por 4.111 votos al candidato de la oligarquía, Gustavo Ross Santa María. En 1958 el empresario Jorge Alessandri ganó por 30 mil votos a Salvador Allende.

La perspectiva de un resultado estrecho habla por sí misma del ocaso concertacionista. Viene ocurriendo desde la victoria de Ricardo Lagos (51,31%) sobre Joaquín Lavín (48,69%), en 2000. Refuerzos de Izquierda impidieron que triunfara la derecha en 2000 y 2005. Pero esta vez el aporte del Juntos Podemos que encabeza el Partido Comunista -que tiene buenos motivos para estar agradecido de la Concertación-, no garantiza su salvataje. El 6,21% que obtuvo Jorge Arrate no es levadura suficiente para que el 30% de Frei aumente a más del 50% para derrotar a Piñera. Por eso, cada voto vale un Perú. Eso mismo hace más incomprensibles las desbarradas de dirigentes que parecen estar trabajando para el enemigo.

El estrecho resultado previsible ha convertido en un capital precioso el 20% que consiguió Enríquez-Ominami en diciembre. Más de la mitad de sus votos provienen de la Concertación. Forman parte de un éxodo provocado por una diversidad de motivos que sólo pueden sintetizarse como una iracundia con niveles de irracionalidad. Los peores enemigos de la Concertación son ex concertacionistas que votaron por Enríquez-Ominami o que anularon el voto. Muchos de ellos no vacilarán el 17 de enero en facilitar la victoria de la derecha. Adhieren a la consigna del “cambio”, que no pueden objetivizar salvo en un relevo de equipo en el gobierno. Para ellos no hay diferencia alguna entre Concertación y derecha. Hay quienes argumentan que la victoria de Piñera permitiría que Enríquez-Ominami y PPD constituyan un polo de atracción cuando se produzca el desbande. Esa estrategia hace aún más patética la forma mendicante en que dirigentes de la Concertación imploran el apoyo del ex candidato cuyo futuro político depende de que pierda Eduardo Frei.

En otro ángulo están los sectores que plantean el voto nulo con un propósito diferente. Se trata de los “dinamiteros” del sistema: si gana la derecha, dicen, se agudizarán las contradicciones de clase, el pueblo abandonará los partidos reformistas y las fuerzas sociales y políticas se reagruparán en torno a un eje revolucionario. La derrota de la Concertación es el trampolín necesario de la lucha contra el sistema.

Esta línea tendría alguna validez si en Chile existiera una alternativa política y social en condiciones de asumir como conductora legítima del pueblo en medio del derrumbe de la Concertación. Pero es justamente lo que en Chile no hay. La Izquierda -de la que somos parte- lleva tantos años como los de la Concertación en el gobierno sin siquiera comenzar a formar los cuadros para el socialismo, necesarios para construir la alternativa popular.

Unos y otros promotores del voto nulo, en blanco o la abstención, olvidan que la derecha viene para quedarse. El pilar de la alianza oligárquica es la UDI, partido fascistoide de mucha experiencia de trabajo en la base social. Eso le ha permitido ganar 40 diputados y convertirse en el primer partido del país. La UDI se hará cargo de las políticas sociales -y policiales- en un eventual gobierno de Piñera, cuyo partido, Renovación Nacional, sólo es un grupo de señorones con plata pero sin vínculos con las organizaciones sociales. La UDI hará lo necesario para afianzar su poder y asegurar que el siguiente período presidencial sea para alguien de sus filas.

Los estrategas internos de la derrota de la Concertación no incorporan a su análisis el campo de maniobras que tendrá la derecha en La Moneda, empezando por la caja fiscal, repleta de billetes, que recibirá del gobierno Bachelet-Velasco. Por otra parte, Piñera necesitará co-gobernar -como ha hecho la Concertación- tejiendo acuerdos con la oposición en el Parlamento. La colaboración de ambos bloques está asegurada desde hace tiempo, desde que la Concertación aceptó borrar las fronteras ideológicas y políticas con la derecha. Los dirigentes de sus partidos han sido formados en la doctrina de la cohabitación y la alternancia en el gobierno. Es el resultado del perseverante trabajo de las fundaciones alemanas Konrad Adenauer y Friedrich Ebert sobre dirigentes políticos, sindicales y juveniles democratacristianos y social demócratas.

Si una derrota precipitara la desintegración de la Concertación, la derecha está preparada para cooptar a esos sectores. Aquello de “gobernar con los mejores” -legitimado por el vaciamiento ideológico y político de los partidos-, fue instalado por la derecha, asimilado por la Concertación y se materializó, sobre todo, en la chanfaina política que apoyó a Enríquez-Ominami.

La Concertación está pagando las consecuencias de sus debilidades, vacilaciones y contubernio con la derecha. Hoy es un conglomerado en estado de pánico a pocos días del combate decisivo. El único que se ve firme e intentando salvar a la coalición del desastre, es el propio candidato.

Esta situación que amenaza entregar el gobierno a la derecha, no puede soslayar la responsabilidad del archipiélago izquierdista. No hemos sido capaces de superar la fragmentación para levantar una alternativa hermana de los movimientos que han alcanzado el gobierno en América Latina, y que hoy impulsan un proyecto de socialismo que apoyan millones de trabajadores y que desafía a pie firme las amenazas del imperio.

La elección presidencial del 17 de enero puede abrir una oportunidad para los filibusteros del oportunismo que se están probando la ropa de la Concertación. Para la Izquierda dispersa, sin embargo, cualquier resultado no significará un cambio en sus prioridades. Su camino no es compartir los últimos días de la Concertación ni sumarse al mejunje político del “liberal progresismo”. Chile necesita una Izquierda socialista. Un gobierno de Piñera aumentaría sus dificultades. Ante el dilema del 17 de enero, no se puede sino votar contra la derecha. El deber de todo hombre y mujer de Izquierda es asegurar su derrota. Y luego, poner manos a la obra para construir la alternativa popular.
viernes, 08 de enero de 2010
 
– Este artículo fue publicado como Editorial de “Punto Final”, edición Nº 702, 8 de enero, 2010

* Fuente: El Clarin

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