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Cambalache, siglo XXI

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La carrera presidencial en Chile, no obstante el intento de ordenar los pingos al estilo clásico que se venía practicando en este rincón del mundo hace dos décadas, parece romper el partidero —nombre que se le da en la hípica al punto de partida de los jamelgos— y la salida a sido en un tropel que más recuerda una estampida que a un clásico del deporte de los reyes, y en medio de la polvareda es difícil identificar quién es quién.

Que el mundo está revuelto en estos tiempos nadie lo puede negar. Pero de ahí a pensar que “fue y será una porquería” como dice el tango… depende del pesimismo de cada cual. Por mi parte, yo soy muy optimista y pienso que después de diciembre, como van las cosas, pase lo que pase igualmente seguiremos comiendo mierda, aunque si gana Piñera los pesimistas dudan de que la mierda vaya a alcanzar para todos. Un tanto grosero, pero muy cierto.

La partida clásica de la carrera a la que me refiero era la de los tres tercios, y persistió por mucho tiempo en Chile: una izquierda bien definida programáticamente, un centro estilo péndulo que no se salía de su eje, y una derecha que cumplía a cabalidad la defensa del “establishment”, perdonando el anglicismo. Hoy las cifras proporcionales ya no son como antes. Desde hace un tiempo tenemos una izquierda clásica muy deteriorada, un centro concertacionista que se nutre del voto útil de los que quisieran alinearse con la izquierda como en los viejos tiempos, pero decididos en el balotaje a cerrar el camino al pinochetismo, y una derecha política cuya adhesión incondicional a la dictadura le ha costado perder todas las elecciones luego del regreso si no a la democracia al menos a la constitucionalidad.

Para muchos este reparto equitativo se rompió en Chile por la caída del socialismo y como consecuencia de 17 años de dictadura, aunque la silueta de los tres sectores continúa gravitando en el trasfondo, en las bambalinas del escenario político de nuestros días. La expresión política de hoy efectivamente no calza con los tiempos de la guerra fría cuando en el mundo un imperialismo occidental liderado por el gigante capitalista del norte de América, se contraponía sin atenuantes al llamado socialismo real encabezado por la Unión Soviética que manejaba férreamente no sólo a sus satélites limítrofes, sino a sus partidarios repartidos por el mundo, agrupados de manera especial en los partidos comunistas de ultramar. Al centro, sobre todo en Europa, una socialdemocracia y una democracia cristiana que se oponía al bloque soviético enseñándole los dientes, pero renuente, al menos en la forma, a engancharse sin condiciones a los designios del imperio norteamericano.

El smog que enrarece el aire político
En Chile, durante estas últimas décadas se han producido dos fenómenos muy especiales. El primero es que uno de los actores básicos de aquellos tiempos, la izquierda pura, la del socialismo allendista, la del sueño revolucionario de transformar de raíz la sociedad chilena suprimiendo el modo capitalista de producción y las relaciones sociales que emanan de él, quedó reducida a su mínima expresión, sin peso gravitacional, sin una perspectiva factible y clara y, sobre todo, sin un líder capaz de aunar tras de sí el anhelo que sigue latente en un sector amplio de la sociedad.

El otro fenómeno post dictadura fue la aparición de la Concertación, un conglomerado que nace como producto único de los años sin democracia; una coalición en la que cohabitan dos partidos que en la década de los setentas se enfrentaron no sólo con fiereza política e incluso violenta en algunos casos, sino que ubicados ideológicamente en las antípodas: en un rincón del ring un partido socialista marxista que propició desde su nacimiento terminar con el capitalismo y establecer una sociedad socialista, y en el otro un partido, el demócrata cristiano, que propiciaba remozar el capitalismo con un barniz de justicia social tal como lo predicaba la religión, base de sus postulados ideológicos.

Sin embargo, hoy cumplen 20 años de una coalición que si la miramos con los principios de aquella época cuando ella se gesta, podría considerarse simplemente como un contubernio que alguna vez fuera impensable. Esto porque antes que naciera la Concertación, la única vez que los democristianos habían estado en el gobierno, lo hicieron apoyados por la derecha y como furibundos adversarios de sus socios actuales. Por si fuera poco, en 1973 se sumaron a los golpistas para derrocar a sangre y fuego al gobierno de un partido socialista que en aquel entonces era, ya lo dijimos, furibundo anticapitalista y bregaba por construir con Allende una sociedad socialista mucho más radical que la que hoy se extiende por América.

Los democristianos hubieran vuelto al poder en 1973, incluso pisando sobre los cadáveres de la represión, si Pinochet no se hubiera apernado en el poder desconociendo los acuerdo gestados entre bambalinas por los golpistas. Está claro que si así hubiera ocurrido, que los militares entregaran el gobierno a Frei Montalva como lo pensaron en la democracia cristiana de entonces, la política económica no habría diferido en nada de la que impuso la dictadura; lo demuestra la continuidad que ha aplicado la Concertación hasta nuestros días. La democracia cristiana habría gobernado sin asco con la derecha política en beneficio de la derecha económica y probablemente sus compinches actuales, con sus sueños socialistas, hubieran quedado un buen tiempo fuera de la ley mediante algún subterfugio constitucional, como les ocurrió a los comunistas con González Videla

“Socios asociados en sociedad”
Así decía Nicolás Guillén en uno de sus poemas. Se lo aplicamos ahora a estos socios con principios y caminos diametralmente opuestos en la antigüedad. Cabe preguntarse entonces, ¿cuál de los dos postulados tan ajenos uno del otro, siguió finalmente la Concertación? En otras palabras ¿cuál de los dos socios actuales transó finalmente sus principios fundamentales? La respuesta es, sin duda, más que obvia. Lo dice el camino que tomó la flamante alianza. La base de su programa, y que hay que reconocer que se ha cumplido a cabalidad en estas dos décadas, fue apoyar al capitalismo criollo con el fin de cimentar un país empresarialmente fuerte, desvinculado de cualquier tentación venida de viejas remembranzas de uno de sus socios, renunciando a cualquier control del estado sobre el desmadre de los capitalistas, ocupando de buena gana el papel de administrador del chorreo que debía caer de la olla llena de los poderosos. El éxito ha sido, sin duda, en toda la línea: tenemos los capitalistas más enriquecidos del continente sin que el estado interfiera para nada en los manejos empresariales, salvo, claro está, para servir de puente a los negocios externos de nuestros capitalistas, firmando tratados comerciales a destajo y “racionalizando” la carga impositiva sobre capitales.

Pero ¿y el pueblo, ese que defendía el partido socialista del pasado siglo y que con este sistema ha quedado una vez más al otro lado del escaparate? Aquí es donde entra el barniz de “justicia social” del que hablamos más arriba y al que han adherido los remozados socialistas, contribuyendo incluso con dos presidentes. La Concertación ha buscado equilibrar la balanza acudiendo a medidas que no afecten al mundo empresarial, echando mano a los grandes excedentes que ha dejado el precio del cobre y ha gobernado para el pueblo a base de bonos y subsidios, bonos en dinero, 40 mil pesos, a veces menos, entregados cada cierto tiempo como dádivas a las familias más pobres, subsidios habitacionales, subsidios a la educación, a la salud, subsidios a las empresas para alivianarles la carga de tener que pagar el valor del trabajo de sus obreros y empleados, subsidio a decenas de miles de trabajadores lanzados a la cesantía por el capitalismo para no sacrificar sus fabulosas ganancias que pudieran verse afectadas también por el descalabro provocado por ellos mismos.

Bueno, dirá usted, si la cosa camina con subsidios y bonos, aunque sea medio tuerta, hay que aceptarla pues no hay alternativa. Tenemos, al menos, el mejor de los capitalismos y los mejores administradores. Cierto, si no fuera porque esta panacea descubierta por la Concertación, gobernar a bonazos y subsidiazos —-perdonando la licencia del lenguaje— a largo plazo no funciona en ninguna economía ni en ningún país del mundo. Quienes defienden al capitalismo como sistema económico no pueden negar, porque la práctica lo demuestra, que las crisis cíclicas son un componente inherente de su propia estructura, y que esta nueva cara puesta en práctica en las últimas décadas, la del neoliberalismo y la de una economía sólo regulada por el mercado, terminó también en un estruendoso fracaso. En el mismo seno del sistema, en EE.UU, se ha reconocido que convertir al estado en mero administrador de las decisiones de los grandes consorcios, ha sido, sin duda, un trágico error que hoy paga todo el mundo.

La tentación del poder
De este argumento se desprende una segunda pregunta que usted puede hacerse: si la Concertación gobierna para la derecha, ¿por qué ésta quiere desplazarla del gobierno con sus majaderos candidatos que van una y otra vez a probar suerte? La razón la señalábamos más arriba: la coalición de socialista y democristianos gobierna muy bien para la derecha económica, pero no para la derecha política que en estos tiempos no tiene por qué ser lo mismo. La derecha económica, la que funciona como una corporación de grandes empresarios, no ejerce representación política y pondrá siempre en primer lugar sus beneficios financieros para lo cual se mueve con gran astucia sin importarle quién ejerza el poder político si sus privilegios están a resguardo. De lo contrario, no escatima recursos lanzando a la palestra a sus mejores cancerberos; y si ello no resulta recurre a los militares que estarán prestos a amparar sus privilegios cuando estos están efectivamente en peligro.

Es por eso que el mundo empresarial chileno no ahorra elogios hacia los gobiernos de la Concertación. Los otrora tenebrosos socialistas que fueron capaces de entregar un líder de la talla de Allende a la esperanza de un pueblo, son ahora aplaudidos como los mejores aliados de sus intereses, invitados de honor a sus conciliábulos, elogiados por su integración al redil de la civilidad y la cordura.

La derecha política, en cambio, quiere gobernar. Es el leit motiv de todo político, la meta, la razón de ser de un dirigente que se cree estadista, título honorífico que está sobre el de empresario, por exitoso que sea. Es, en resumen, sólo la tentación del poder. porque acá en Chile nada, absolutamente nada cambiará en la estructura económica del país, que se prolonga desde la dictadura hasta nuestros días, si en diciembre de este año las elecciones presidenciales fueran ganadas por la derecha política. Tampoco si las gana la Concertación, dirá usted y tiene toda la razón. A lo sumo si Piñera se alza con el triunfo, se quitarán algunos subsidios para favorecer aún más la voracidad desatada de los mercachifles de la educación, la salud, la vivienda, la previsión, el comercio, todos los cuales han expoliado a este país sin freno desde que Allende intentara transformar de raíz las relaciones de producción hace casi 40 años atrás. El mercadeo de ganancias fabulosas de las Isapres, de las AFP, de los colegios y universidades privadas, de la vivienda, del transporte, de los medios de comunicación, muchos de los cuales son negocios del potencial presidente que la derecha pudiera instalar en el gobierno, continuarán iguales que en los 20 años de la Concertación. Piñera no se va enriquecer si llega a La Moneda porque ya se enriqueció sin estar en ella. Ni él ni sus socios. Aquí ni siquiera será necesario aplicar la vieja fórmula del gatopardo lampedusiano de que hay que cambiar todo para que todo siga igual. No será, sin duda, necesario cambiar nada.

Todo puede suceder
Tal es el panorama de esta carrera en estampida que acaba de iniciarse. Tal vez, y por ahora sólo tal vez porque su programa sigue siendo una difusa mezcla de buenas intenciones en las cuales se combinan desde desencantados derechistas a esperanzados izquierdistas, pasando por faranduleros, pokemones, intelectuales, místicos, y toda una gama de gente que tiene, por suerte, como común denominador la honestidad, la irrupción de la candidatura de Marco Enríquez-Ominami sea lo nuevo que podría quebrar, o al menos conmover este statu quo que durante tantas décadas ha mantenido a las grandes mayorías sujetas a la elección siempre del mal menor, sabiendo que el anquilosamiento concertacionista, si volviera ganar, no traerá nada nuevo fuera de lo nada que ha entregado hasta ahora.

Así estamos, mi querido lector, hasta este minuto concreto de mayo en que la carrera presidencial podrá ser todo lo imprecisa que se quiera, menos decir que es aburrida. Marquito, como despectivamente quiso estigmatizarlo el tontito de Escalona, ha venido a poner una nota expectante no sólo barajando de manera novedosa el naipe político, sino que expectante también por su propia definición que no puede quedar en la actitud mesiánica en la que se mueve a veces peligrosamente, repartiendo perdones hasta a los traidores que corren a vender su antigua alma izquierdista a la derecha, ahora que tienen repleta las alforjas que es el salvoconducto para entrar al exclusivo club de la burguesía.

De aquí a fin de año pueden ocurrir muchas cosas, incluso que pueda ganar Frei o Piñera, y hasta Enríquez-Ominami que es mi candidato, es decir cualquiera de los tres. Por eso rogamos al mesías de arriba, al verdadero, el que tiene el royalty, que por favor nos pille confesados.

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