La película “Tony Manero”, del director chileno Pablo Larraín, ganó la semana pasada el primer premio del Festival de cine de Turín, uno de los festivales europeos más prestigiosos por la calidad de los trabajos que presenta, donde se excluye el cine puramente comercial. El film de Larraín había obtenido también una muy buena acogida en Cannes este año y no es casualidad que en ambas ocasiones se haya prestado atención a una de las pocas películas chilenas que se sale de los manidos esquemas del espectáculo chacotero y superficial que caracteriza a la gran mayoría de las producciones nacionales.
“Tony Manero” está ambientado a finales de los años setenta, uno de los períodos más negros de la dictadura militar y su punto de vista asume y reproduce precisamente aquel clima lúgubre y criminal en el que estaban germinando las pulsiones más oscuras favorecidas por la contrarrevolución pinochetista. Un país horrible es el que muestra la película de Larraín, un escenario en el que ya maduraban la gratuidad del delito y el cultivo de ese populismo cínico y desencantado que terminó con los años configurando una ética y una estética capaces de justificar y estimular, por una parte, la peor arrogancia e impunidad del poder, y por otra una serie de valores de aceptación común según los cuales todo vale para alcanzar un objetivo, por grotesco o inútil que éste pueda parecer.
Pero quizás la reflexión más interesante que suscita la visión del mundo en el que se desenvuelven los personajes de “Tony Manero” se relaciona con que en aquel período se sembraban muchas semillas que siguen dando sus frutos hasta hoy. No es difícil reconocer en aquellas sombras siniestras, en aquella violencia gratuita, en aquella crueldad de sentimientos impotentes, muchos de los rasgos del Chile actual que cada día nos muestran ya sea la crónica policial como las páginas de vida social o de espectáculos, sobre todo en la televisión, testimonio descarnado de las pulsiones nacionales. Un país horrible, el de “Tony Manero”, pero inconfundible y fácilmente reconocible, porque los cambios que han mejorado en algunos aspectos el panorama en las últimas décadas no logran borrar lo que ha quedado enquistado como herencia espiritual del régimen autoritario, lo que ha quedado agazapado y que periódicamente sale a la luz.
Mucho se habla, y con razón, de la vigencia del legado político e institucional de la dictadura, del sistema electoral, del modelo económico, de la neutralización política de la sociedad. Sin embargo, poco se ha reflexionado críticamente sobre la mentalidad que ha seguido permeando de arriba a abajo la sociedad desde la instauración de un régimen criminal cuya legitimación histórica nunca ha sido cuestionada en su raíz. La actual degeneración del quehacer político, la contaminación creciente entre lo delictual y lo institucional, la continua fanfarria que envuelve todo tipo de actividad que quiere hacerse pasar por “cultural” son algunos de los aspectos de ese legado del que no conseguimos desprendernos.
El mérito de esta película – justamente premiada en el extranjero, hipócrita y desganadamente aplaudida en el país – es entonces haber identificado y mostrado sin reticencia alguna lo que en aquella época se estaba gestando, el país que se estaba diseñando y promoviendo, los valores y aspiraciones que se iban inculcando en un cuerpo social inmunodeficiente, debilitado e incapaz de oponer resistencia al feroz espíritu del tiempo. ¿Está hoy acabado aquel tiempo, superadas sus infecciones, relegada al recuerdo la breve convalecencia?
El Chile en penumbras de “Tony Manero” ilumina la escena del naciente oscurantismo. El oscurantismo actual puede mostrar muchas caras, como la sonriente tolerancia, la liberalidad exterior, la forzada alegría de la farándula. Pero en el Chile actual el oscurantismo se expresa además en algunas evidencias que nadie se molesta en disimular y una de ellas es la inexistencia de medios donde se ejerza una crítica cultural, literaria, cinematográfica que no sea parodia patriotera o ejercicio retórico fundado en un analfabetismo que cultiva sistemáticamente la segunda mano. Lo poco que ha habido fue eliminado por el “mercado”, los pocos que han sobrevivido han terminado cooptados por los órganos soviéticos y monolíticos que se acaparan el disminuido público e imponen un tono, un estilo, una “elegancia” que aluden a una realidad oblicua sin dejar de cantar en coro las delicias del progreso lineal.
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