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Del Club de la Unión a la Casa de Piedra. Ágoras de las castas políticas Chilenas

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1. El Club de la Unión
El siglo XIX chileno está muy lejos de ser la paz octaviana que presentan los historiadores clásicos: tres guerras civiles y dos episodios bélicos contra Perú y Bolivia vienen a avalar la tesis del historiador Mario Góngora, el menos, el siglo XIX se caracterizó por una serie de conflictos, tanto internos, como internacionales.

Los chilenos, como “ingleses de América Latina”, como un lugar aislado, un ejemplo para el Continente, es sólo una mitología inventada por los apologistas de la dictadura de Diego Portales y de Manuel Montt. Por mucho tiempo la memoria de los “profetas desarmados” – para usar el concepto de Maquivelo- fue olvidada a favor de una visión del orden precario, convertido en el supremo valor nacional para la historiografía conservadora. Afortunadamente, en la actualidad asistimos a una reevaluación de la imagen de Francisco Bilbao que, a mi modo de ver, es el rebelde más grande e importante del Chile decimonónico. 

A finales del gobierno autoritario de Manuel Montt el partido pelucón está completamente destruido por la “cuestión del sacristán”; desde ese momento y hacia delante los conservadores  serán dirigidos por los obispos y sacerdotes, es decir, un partido completamente clerical; pero por otro lado, como estuvo alejado del poder, se fue convirtiendo en el más libertario de los partidos políticos chilenos: se opusieron a todas las leyes liberticidas y defendieron la libertad de debate en el Parlamento, impidiendo que se cerrara antes de que interviniera el último diputado que quisiera hacerlo y, como no tenían el poder Ejecutivo, propusieron la Comuna Autónoma.

El Club de la Unión fue fundado en 1864, en pleno gobierno de José Joaquín Pérez. La idea consistía en buscar la concordia entre caballeros que pensaban distinto política y religiosamente: estaban unidos en la sociabilidad del Club liberales, radicales y conservadores – pechoños de misa diaria y masones del triángulo y del mandil -. Era el la forma de buscar el consenso, practicada en el siglo XIX; al fin y al cabo, pensase lo que pensase, todos eran caballeros.

Cuando nació el Club de la Unión marchaba la unidad entre liberales y conservadores, que estaban asqueados del autoritarismo de Montt y de los nacionales: un partido de banqueros- como los Edwards y de burócratas, formados en el período de los decenios-. Durante el gobierno de Federico Errázuriz Zañartu la unión entre conservadores y liberales se quebró a raíz del escándalo de la compra de exámenes por parte de los colegios privados, nada muy distinto a la situación actual de los colegios subvencionados, que son defendidos por la derecha piñerista neoliberal.

El Club resistió los embates de la cruenta lucha entre dos fracciones de la casta respecto a las famosas leyes laicas, sobretodo la de cementerios que provocó en la ciudad de Santiago escenas apocalípticas, cuando los católicos escondían sus cadáveres para luego sepultarlos clandestinamente en las iglesias. A pesar del odio a Domingo Santamaría y a José Manuel Balmaceda, la sociabilidad de castas que se practicaba en el Club no se destruyó.

A los siúticos les estaba vedado el ingreso al Club: en el conflicto entre el parlamento y el presidente de la república, los seguidores del presidente fueron llamados “los balmasiúticos”; como sostiene Bernardo Subercaseaux, hay un aspecto de lucha de castas en los hechos que llevaron a la guerra civil de 1891; según Guillermo Puelma, “todos los caballeros figuraban en la oposición, solamente los siúticos, los infelices, los empleados públicos, están con el gobierno”; Edwards Bello señaló que “la guerra civil de 1891 había sido experimentada como una lucha entre el roto y el Club de la Unión” (Vicuña, 2001:54).

Los congresistas triunfantes en la guerra civil impusieron el predominio del Parlamento, o mejor, de la casta burguesa oligárquica, la libertad electoral y la comuna autónoma. El presidente dejó de ser el gran elector que designaba, a su gusto, a su sucesor, la totalidad del senado y una amplia mayoría en la Cámara donde, por gracia regia, podían los conservadores llegar a ocupar un sillón en esa institución.

El Club de la Unión nunca existió solo: había una serie de otras tertulias como la Casa Azul, de Juan Luís Sanfuentes, o la Cueva del Negro, de Pedro Montt; también estaba La Moneda y, sobretodo, el Parlamento; sin embargo, como decía Alberto Edwards Vives, el “Congreso y La Moneda han sido muchas veces el proscenio del drama político real desenredado en sus salones reservados… El Club era un foro en miniatura de la aristocracia chilena” (Cit. por Vicuña, 2004:55). Las grandes decisiones se tomaban entre el Salón Verde y Salón Colorado del Club de la Unión.

El parlamentarismo se caracterizó por el más completo inmovilismo político y social: cinco partidos, (conservadores, liberales y liberales democráticos, radicales y demócratas) y dos combinaciones, Alianza Liberal y Coalición Conservadora, se turnaban en la formación de gabinetes, que duraban apenas cuatro meses en promedio – si lo pensamos bien, no muy diferente de la democracia neoliberal, con algunos adornos humanistas cristianos y social demócratas-. La organización de los partidos políticos y esa estulticia que los derechistas llaman alternancia en el poder,  no es más que un recambio entre castas que se han puesto de acuerdo en la Casa de Piedra.

La corrupción del sistema parlamentario o régimen de asambleas, para ser más preciso, abarcó todos los aspectos de la vida nacional: las municipalidades estaban podridas, sobretodo las más grandes; en ese tiempo tenían el monopolio de la inscripción electoral y, además estaban dotadas de enormes poderes. Valdés Canje y mi abuelo, manual Rivas Vicuña, denunciaron el grado de putrefacción del sistema municipal. En la actualidad, las municipales son verdaderas empresas, con un enorme poder de su gerente, el alcalde, y muy poca fiscalización por parte de los concejales. No es de extrañar que la Contraloría siga descubriendo más escándalos el sistema municipal chileno que, para más remate, tiene la tuición de la salud y, sobretodo de la educación.

Las elecciones estaban corrompidas por el cohecho: los campesinos eran acarreados por el dueño de fundo, que los forzaba a votar por el candidato del patrón; en la ciudad había que comprar el voto; cuenta Manuel Rivas Vicuña que los sufragantes se enfurecían cuando vía acuerdo electoral no había cohecho, que el ciudadano consideraba como parte de sus ingresos en los felices días de los comicios. 

Los parlamentarios, en su mayoría abogados de las grandes Oficinas salitreras, estaban convertidos en unos perfectos agiotistas y no pocos de ellos aprovechaban el reparto de tierras fiscales y oficinas de nitrato para apropiárselas para ellos y sus familias. El 31% de los diputados y el 67% de los senadores pertenecían al Club de la Unión; el 50% de los parlamentarios contaban con haciendas y, el resto estaba formado por banqueros y mineros.

La aristocracia siempre despreció el sufragio universal: era la dictadura de la turba, la jauría y la canalla. Domingo Santamaría decía “entregar las urnas al rotaje y la canalla, a las pasiones insanas de los partidos, con el sufragio universal encima, es el suicidio del gobernante”. Incluso, para el progresista Valdés Canje, el voto del ignorante no puede valer lo mismo que el del ciudadano ilustrado.

2. La Casa de Piedra
No cabe duda de que el Chile de 1910 es muy distinto al del 2008: por muy momificado que sea nuestro país, algo ha cambiado. En 1910 Chile tenía 3.300.000 habitantes; en la actualidad, más de 17.000.000; en 1910, el 56% de la población era rural, hoy apenas el 10%.En el Centenario, el 60% era analfabeto, hoy, una cifra ínfima, aunque muy pocos logran entender un texto simple. Chile era un verdadero cementerio: un tercio de los nacidos vivos moría al  primer año de vida; la mortalidad se comparaba con Bombay, en India.

Existen elementos centrales, de largo período histórico, que entrelazan el Chile de ambos Centenarios: el término eje es la exclusión, la segregación y segmentación; Chile fue y es el país, en Sudamérica, donde es más radical la inmoral brecha entre ricos y pobres.

El Santiago de 1910 pretendía ser una especie de París de la América austral: el llamado centro de Santiago, donde los caballeros pasaban lista para probar que sus bonos estaban en alza y las señoras mostraban a sus retoñas casaderas para conquistar un Romeo rico que las mantuviera, como escribiera el gran cronista Joaquín Edwards Bello. Más allá de las cuadras del centro, al otro lado del Mapocho, estaba el lodazal, el charco, la miseria, la inmundicia, el olor fétido de los conventillos y chozas. Hoy, Santiago es muy distinto: cuenta con 5.400.000 habitantes, el centro se ha convertido en una selva de botones de pánico y cámaras instaladas por un genial alcalde. Los ricos hoy viven casi en la montaña, ya no disimulan sus millones, pero sí cuentan con altos muros electrificados  para defenderse de asaltos de los “rotos” de los barrios periféricos. Los millonarios ya no tienen el miedo de los burgueses de la obra Los Invasores, hoy los socialistas son, en buen número, empresarios y admiran a Hayek tanto como ellos – es posible que Oscar Guillermo Garretón sea presidente de los empresarios, hazaña que nunca lograron los corruptos demócratas liderados por Malaquías Concha.  

Con otras características, Chile es un país tan segregado socialmente, como en el primer Centenario: las distancias entre los quintiles más altos y más bajos es de treinta veces y el 75% de los chilenos tiene un ingreso inferior a $250.000, considerado por el presidente de la Conferencia Episcopal como un salario ético. Es cierto que el Plan Auge y la Pensión Básica, aunque magros, en cierto grado han logrado evitar la indefensión total de los más pobres, sin embargo, Chile sigue siendo un Estado rico, con inmensos bolsones de pobreza; hay una salud privada para ricos, a través de las Isapres y las clínicas, y otra para pobres, en atiborrados hospitales que de tiempo en tiempo colapsan.

Existe una educación para ricos y otra para pobres: la primera en colegios particulares, cuyo costo por alumno es, al menos, $250.000 por alumno, y otra para pobres, en las escuelas municipales, de $35.000; con esta diferencia es imposible que el alumno de escuelas municipales pueda lograr acortar las diferencias de origen.

La justicia es igual de lejana y discriminadora que el apóstol Luis Emilio Recabarren denunciara, en Ricos y Pobres, tema de la conferencia pronunciada en Rengo, en septiembre de 1910. Las cárceles siguen siendo indignas y miserables escuelas del delito. 

3. la segregación política
La democracia en el neoliberalismo pierde toda sustancia, pues el rol central del Estado es intervenir, lo menos posible, en el mercado, que funciona en base a una mano invisible perfecta. Toda esta idolatría del mercado acaba de derrumbarse  con la crisis del sistema financiero Norte americano

Para la concepción política de Hayek existiría un Parlamento que sería elegido popularmente y que nombraría a un Primer Ministro, algo no muy distinto de los regímenes parlamentarios clásicos, sin embargo, el verdadero poder residiría en una asamblea, compuesta por los triunfadores del mercado, una especie de tecnocracia que idealizaba, en el siglo XIX, Saint Simon; sería el gobierno de los sabios, los grandes empresarios y los banqueros.

Es esta concepción, más algunos elementos del conservantismo español, el elemento central de la Constitución de 1980, del legado político de Jaime Guzmán y de la democracia neoliberal protegido, que hasta hoy nos gobierna. Sería injusto identificar, plenamente, a la Concertación gobernante con esta versión radical de la teoría política neoliberal, sin embargo, a pesar de los aspectos humanizadores que se le han agregado durante los gobiernos de la transición, en lo sustancial, la herencia dictatorial no ha sido erradicada.

Si en el Club de la Unión el oligarca burgués era el arquetipo social, hoy día lo es el empresario, generalmente dueño de grandes conglomerados monopólicos en la economía. El empresario que convoca y dialoga con los políticos y altos funcionarios estatales, es en los seminarios de la Casa de Piedra donde se deciden los temas y se trazan las líneas a seguir.

Como en 1910, los partidos políticos y sus combinaciones, es decir la UDI, RN, PPD, PS, PR y DC, Alianza y Concertación, son más bien grupos de amigos que partidos de masas. Todos los partidos carecen de ideología, nada tiene ver la Democracia Cristiana con el socialcristianismo, ni el Partido Socialista con la socialdemocracia; sólo militan en los partidos aquellos que aspiran a un cargo público; los Congresos se convierten en reuniones de funcionarios; los jefes de partido son verdaderos señores feudales; la mayoría de los senadores y diputados son casi vitalicios y, en su mayoría, son amigos o parientes. Hoy no son miembros del Club de la Unión, pero son activos participantes en los seminarios y demás encuentros empresariales.

Los ciudadanos sólo participan en elecciones periódicas, cuyos candidatos han sido designados por estas asociaciones de tecnócratas, funcionarios y parlamentarios vitalicios, que llamamos partidos. El elector, como en el supermercado, sólo le cabe el papel de consumidor comprando, por medio del voto, los productos que los partidos y las combinaciones le quieran ofrecer; un supermercado cada vez más limitado y repetido.

La democracia chilena, salvo durante el período 1964-1973, fue una democracia sin ciudadanos: en 1925 sólo estaba inscrito en los registros electorales el 7,7 de los ciudadanos con capacidad de sufragar; en 1945, esta cifra apenas aumentó a un 11,1%. De 1925 a 1958, prácticamente 33 años, el padrón electoral no llegaba, ni siquiera, a un tercio de la población con posibilidades de sufragar. Sólo en 1964, con el triunfo de Eduardo Frei Montalva, se llegó al 34,7%; en 1973, con el voto de los analfabetos y mayores de 18 años, el padrón electoral alcanzó su máximo de 44,1%.

En la actualidad están inscritos más de 7 millones de ciudadanos, la mayoría lo hicieron con ocasión del plebiscito de 1988; de ahí para adelante el padrón crece muy lentamente y, con el correr de los años, se envejece. Si la tendencia continúa, podríamos tener un sistema político de gerontes, ya que sólo el 10% de los jóvenes está inscrito en el Registro Electoral. Iniciativas como el reemplazo del sistema bonominal y la inscripción automática y el voto voluntario han sido, permanentemente, bloqueadas por la derecha, y la Concertación no ha tenido la decisión política para agitar y convocar al pueblo para cambiar radicalmente el sistema político, heredado de la dictadura de Pinochet.

Tenemos una democracia sin ciudadanos, partidos políticos sin control y ninguna transparencia, además de escaso poder del Registro Electoral para regular la política, una mezcla cada vez más dañina entre la política y los negocios y una casta política que es despreciada por la mayoría de los ciudadanos. Ser parlamentario en el Chile de hoy es equivalente a una mácula. En una de las últimas encuestas, más del 80% de los interrogados considera a los políticos como seres corruptos. Nada nuevo bajo el sol desde 1910.

Los críticos de 1910 anunciaron diez años antes el triunfo del caudillo Arturo Alessandri y el derrumbe del parlamentarismo, en 1925. Algo similar se está generando para este Bicentenario. No es misión de la historia visualizar el porvenir, pero está claro que el sistema político heredado de la dictadura está prácticamente moribundo.
25/09/2008 

Bibliografía:

Vicuña, Manuel, La Belle Époque  chilena, Ed. Sudamericana, Santiago, 2001

Cruz-Coke, Ricardo, Historia Electoral de Chile, 1925-1973, Jurídica, Santiago, 1984.

Figueroa, Maximiliano, y Vicuña, Manuel, Chile del Bicentenario, Ed. Diego Portales, Santiago, 2008.

Portales, Felipe, Los Mitos de la Democracia, ed. Catalonia, Santiago, 2004

Góngora, Mario,  Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX, Ed. Universitaria, Santiago, 1986

Edwards, Alberto, La Fronda Aristocrática en Chile, Ed. Universitaria, Santiago, 1982.

Edwards, Alberto,  Bosquejo histórico de los Partidos políticos chilenos, Ed. Pacífico, Santiago, 1976.

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