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Un discurso de despedida a Patricia Verdugo

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Cierro los ojos y regresa el eco de tu risa, capaz de despertar a los muertos, contagiosa, que nacía desde abajo, subterránea, y subía en borbotones alegres en una cascada de agua fresca. Pero que nadie se llame a engaño porque bajo esa apariencia menuda y frágil, latía una guerrera, la más fiera y valiente que hayamos conocido nunca. Tu voz era suave, tu trato gentil pero cuando abrías la boca para afirmar, para preguntar, para denunciar, para aclarar y advertir había que ponerse el cinturón de seguridad porque sin pedir permiso ni previo aviso, se abría paso la samurai, empeñada en librar la batalla, todas las batallas, la tuya y la de los otros, hasta el final. Hasta la muerte, si era necesario.

Amiga, nunca habría querido escribirte estas líneas. Después de nacer, es la tarea  más ardua que alguien me haya encomendado. Pero he viajado desde lejos para cumplir con mi palabra y honrar tu nombre cuando hace ya varios años, en una conversación semi seria, más seria que semi, nos prometimos que la que se fuera primero sería despedida por la otra.

Cuando el terror nos cerró la boca, cuando nos consumió la pesadilla de la barbarie desatada, mojaste, como yo y tantos otros, las sábanas durante el sueño. Pero decidiste, quien sabe en qué momento, batirte a duelo porque a poco andar comprendiste que se está en una vereda o en otra. La vida te ofreció una flor y la muerte te mostró sus fauces.

Y sacaste tu voz, esa voz, que aprendimos a reconocer con el paso de los años. No estuviste sola: muchos nos reconocimos en el mismo compromiso que exigía fin a la represión y respeto por el ser humano. Porfiada como buena nieta de vascos, con disciplina y convicción, fuiste pariendo una veintena de libros, todos hijos nacidos del dolor y de la memoria. 

Fuiste la voz temprana, la primera, con Claudio Orrego, que habló de los detenidos desaparecidos y de la herida abierta. Han pasado casi 30 años y la herida aún no cicatriza. Ni la tuya, ni la mía, ni la de tantos. Tu espada de acero glorioso, Patricia, fue siempre, desde que la empuñaste, la palabra. Fue ella tu tesoro más preciado, tu herramienta más eficaz, la que nunca te defraudó, la que tú nunca abandonaste.

Nuestra patria y el mundo se enteró con tus relatos de los jóvenes quemados, de André Jarlán que leía la Biblia cuando una bala loca, o quizás no tan loca le atravesó la cabeza, del atentado fallido a Pinochet un domingo 7 de septiembre de 1986 y de la operación montada por el dictador en una caravana de la muerte que recorrió nuestro país de norte a sur.

¿Para que seguir? Para qué contar tu currículum si los que estamos aquí te conocimos de cerca y de sobra. De otro modo, no estaríamos aquí. Recibiste los más altos honores como periodista, acumulaste premios y amigos, recorriste  mundo y nos probaste una y otra vez  que la justicia y la verdad parten como desafíos y terminan como obsesiones apasionantes. Los ciegos, los ignorantes, los necios de siempre dirían más tarde que te “quedaste pegada en el tema”.

Del dolor sabías. Más de una vez te quebraste en mil pedazos y en tu boca quedó el sabor de la pérdida de los seres que más amabas, pero te levantaste. Para ti el fracaso no era una opción. Fuiste mala perdedora, te costaba aceptar la derrota y, quizás, pocas cosas te resultaban tan seductoras como el afán de perseguir un sueño, de, simplemente, hacer el intento, de no darse por vencida antes de empezar. La palabra imposible no estaba en tu amplio vocabulario. Nos alentaste, nos empujaste, nos entusiasmaste con tu esperanza, tu fortaleza, tu tenacidad.

A las amigas más cercanas nos pauteabas la vida, nos ahogabas con instrucciones, nos dabas consejos que no pedíamos. Nosotras te dejábamos hacer porque cualquiera que te conoció sabe que decirte no a tí era una tarea difícil.

Perdiste, Paty, la última batalla. La vida te torció, una vez más, la mano. Pero, hoy cuando tantos te acompañamos en este adiós frente al Cristo crucificado, sufriente como tú, compartimos la certeza de que, al final, la victoria fue tuya. Y el privilegio, nuestro. Porque dejaste una huella profunda, marcada a fuego. Porque tocaste la vida de tantos y tantas dentro y fuera de Chile, tu patria que tanto amaste. No me gusta hablar por otros, pero me atrevo a decirte, en nombre de los que acudieron a esta cita y de aquellos que no pudieron llegar, que te estamos profundamente agradecidos por lo que fuiste y por lo que te negaste a ser.

Te extrañaremos cada día un poco, con la certeza de que esta nueva herida que hoy se abre con tu partida, tampoco cicatrizará.
Hasta pronto, amiga.
Hasta pronto, hermana.
Hasta, pronto, amiga-hermana.

Santiago, 15 de enero de 2008

* Fuente: e-mail de Mirna Concha Soto con el siguiente mensaje: “Comparto con Uds. uno de los discursos de despedida a nuestra querida  amiga y colega Patricia Verdugo, pronunciado por Odette Magne, otra  colega de aquellos tiempos duros en que nos jugamos la vida….”

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