El hundimiento del Titanic y la Democracia Cristiana
por Rafael Luis Gumucio Rivas (Chile)
17 años atrás 7 min lectura
La Democracia Cristiana pasó, de ser una chalupa, en los años 50, a Titanic, en los años 60 y, de nuevo ha vuelto a ser una chalupa secundaria: ya ningún militante se atrevería a afirmar, como lo decía Radomiro Tomic, en 1964, que este partido duraría 30 años en el poder. Hoy está entre una vida más o menos miserable, o la agonía, como el famoso barco británico. La estupidez humana es ilimitada, pues siempre cree que las grandes naves jamás chocarán contra un iceberg. Por las noticias nos enteramos que un crucero turístico acaba de chocar en un viaje a la Antártica; la Democracia Cristiana era algo parecido: nunca previó un número suficiente de botes salvavidas para rescatar a sus militantes del naufragio, que era completamente previsible. Es que a nadie le gusta hablar de cataclismos y de muertes y ni siquiera existe, en este naufragio, una orquesta, como la del Titanic, que toquen los marciales ritmos de “brilla el sol de nuestras juventudes…la noche queda en el ayer”. Se imaginan a Soledad Alvear hablando, como Eduardo Frei Montalva, de nuestros grandes héroes y de nuestra loca geografía. ¡No!, este cataclismo se escribe en comedia y no en tragedia, como diría Marx, en el siglo XIX, para referirse a los Bonaparte, el grande y pequeño.
Nada tiene que ver el quiebre de la Democracia Cristiana con aquellos ocurridos en 1969 y 1971, que dieron nacimiento al Mapu y a la Izquierda Cristiana, respectivamente. En esos tiempos, el partido demócrata cristiano era como el Titanic: ofrecía, nada menos, que una revolución y en libertad; tenía el 43% de los votos, 82 diputados y hubiera elegido cinco senadores en Santiago, con toda facilidad. Prácticamente no había oposición: la derecha estaba pulverizada y la izquierda andaba sin rumbo; era como si Eduardo Frei Montalva hubiera ganado el Loto: podía hacer lo que quería.
Al poco andar, en 1965, comenzaron a aparecer los disconformes, llamados rebeldes; el primer líder de esta tendencia fue Alberto Jerez, senador por Concepción, muy querido por don Eduardo, luego se fueron agregando Julio Silva Solar, Rafael Agustín Gumucio, Jacques Chonchol y una grupo de jóvenes althusserianos, entre los cuales destacaba el malogrado Rodrigo Ambrosio, uno de los personajes más inteligentes de la política chilena que, a lo mejor, de vivir hoy, se hubiera transformado en capitán de industria o un lobbista, como la mayoría de sus camaradas. En la división de 1969 sólo se marcharon dos senadores, Jerez y Gumucio, pero el daño fue, al igual que en los terremotos hipócritas, irreparable, pues la Democracia Cristiana dejó de ser el partido único de gobierno y su votación fluctuó entre el 20% y el 25%, cifra que, con altos y bajos, se mantiene hasta nuestros días.
Creo absurdo comparar los debates ideológicos, con un alto porcentaje de profetismo cristiano, con el quiebre actual de la Democracia Cristiana: son dos partidos diametralmente distintos, donde el primero pretendía ser la vanguardia del cristianismo social – incluso hablaba de socialismo comunitario, de democracia proletaria, pretendiendo superar a la izquierda tradicional en la revolución social por venir- el segundo correspondería a la categoría weberiana de un partido burocrático de castas, cuyo centro consiste en administrar el poder y apropiarse, en forma personalista, de los ministerios, subsecretarías, seremis, empresas del Estado, entre otros.
Como en la ignorante Beocia, a muy pocos les interesa la historia chilena y apenas son capaces de entender un artículo de Diario, es muy difícil explicar el grado de loca izquierdización de los líderes del Mapu y de la Izquierda Cristiana, que despreciaban a la izquierda tradicional – socialistas y comunistas, aún más a los burgueses radicales y Apis – de Rafael Tarud, padre del diputado chauvinista actual – quienes postulaban el Frente Revolucionario, una especie de agrupación guevarista, incluso, los carteles de la IC para postular a la dirección de la CUT criticaban, en primer lugar, el burocratismo en que estaba cayendo la Unidad Popular. Estos cristianos, que querían ser más marxistas y revolucionarios que los antiguos partidos obreros chilenos, sacaban de sus casillas al presidente Salvador Allende que, por lógica, buscaba una vía chilena al socialismo basada en una alianza histórica entre laicos, marxistas y cristianos.
Esto de perder diputados no tiene ninguna importancia: la Izquierda Cristiana, en 1971, se llevó de la Democracia Cristiana nueve diputados, muchos de ellos de los mejores, como Luis Maira, Pedro Videla y Osvaldo Gaininni. La verdad es que en la siguiente elección de 1973, la IC quedó con un solo diputado – Luis Maira – y el Mapu con Oscar Guillermo Garretón – hoy gerente de peninsulares empresas-. En la Democracia Cristiana no se estilaba expulsar a sus militantes, pues eran demasiado buenos para la libertad de debates y el respeto a las opiniones ajenas, por muy locas que estas fueran. Sólo recuerdo dos expulsiones: la del diputado Patricio Hurtado, por apoyar a Fidel Castro, cuando apenas había triunfado la revolución cubana, que entonces era aplaudida por todos los progresistas del mundo; anteriormente, en los años 40, había ocurrido lo mismo con el gran líder Manuel Garretón, demostrando los falangistas de esa época un miserable moralismo y mezquindad.
El quiebre actual de la Democracia Cristiana, necesariamente, debe ser ubicado en el ámbito del fracaso de la Concertación que, cada día, se hace más evidente a causa de la carencia de ideas, por la falta de esperanza, por el reemplazo de la democracia por la corruptocracia, por la transformación de ex revolucionarios en lobbistas y empresarios, por preferir la administración y la “eficacia” a la relación intrínseca entre la ética y la política. Es apenas risible querer resucitar una moral del plebiscito del 98, que hoy está cien pies bajo tierra.
Adolfo Zaldívar y sus “colorines” formaron parte de tragicomedia, o más bien sainete: nada ganan este líder con comparar la Democracia Cristiana con el PRI mexicano, aun cuando, personalmente, pienso que tiene algunas diferencias históricas y la analogía puede ser un poco tirada de las mechas. Sus frases son durísimas, “lo que lo sostiene es el poder, el abuso, el miedo y los privilegios”, dijo a La Segunda, el 27 de noviembre de 2007. Debo confesar que a ningún lector le impresionan estas expresiones, pues hace tiempo que los políticos se disfrazaron de payasos y como tales actúan.
¿Quién puede entender a los “colorines”? Por un lado critican el modelo, son tenaces en la crítica a sus apitutados camaradas que copan las empresas públicas e, incluso, las privadas; no tienen piedad con José Pablo Arellano, Ajenjo y Jorge Rodríguez Grossi, pero aún mantiene a varios de sus prosélitos en altas reparticiones públicas; sería más creíble si renunciaran a estos cargos. Las críticas de Adolfo Zaldívar al modelo son más tajantes que la del más radical pensador antisistémico; un ingenuo creería que está dispuesto a reemplazarlo por el socialismo; aparenta ser un defensor de las clases medias, ¿quién diablos sabe qué es eso? Defiende las Pymes y las microempresas, hueso muy sustancioso para cuanto demagogo quiera aparecer. En general, sus críticas son certeras cuando tocan al partido transversal de los Expansiva, pero uno no sabe hasta dónde está dispuesto a llegar.
Sólo el Tony Rabanito cree que la Concertación es una conglomerado izquierdista, que lucha contra la derecha, cuando lo que más sabe hacer es pactar con élla; en estas circunstancias, acusar a Adolfo Zaldívar de aliarse con los reaccionarios no es más que una taurología, pues si seguimos la política en apenas estas dos últimas semanas, constataremos que Larraín & Larraín han pasado más tiempo en La Moneda que en sus respectivas casas políticas. En el fondo, estamos en un gobierno de consenso detrás de la puerta.
Con respecto al último tema de la famosa orden de Partido en el presidencialismo no existe – en Estados Unidos, demócratas y republicanos votan transversalmente según el tema – En el parlamentarismo es tácita, porque basta unos pocos parlamentarios díscolos para derrocar el Primer Ministro y obligarlo a convocar a nuevas elecciones. Sólo en el monarquismo presidencial el rey o la reina puede gobernar con minorías parlamentarias, recurriendo al veto, a los ministerios universales e, incluso, incluyendo militares y, por último, haciendo uso de recursos del Estado, sin intervención del Congreso, que le está vedada la iniciativa sobre estos temas, razón por la cual los cientistas políticos lo llaman el régimen de doble minoría. En esta situación estamos y sólo parece que restarle al gobierno de Michelle Bachelet el matrimonio sin libreta con la derecha política.
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