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Recuperar la visibilidad

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La bella novela del escritor peruano Manuel Scorza “La historia de Garabombo el invisible” nos narra el drama de un indígena de los páramos de Ayacucho en Perú, que se sentía invisible porque el poder político y económico a través de las distintas instituciones no lo veían.

Las demandas por las que clamaba representando a su pueblo no eran escuchadas y menos resueltas. Entonces, él se declaró invisible y pudo de esa forma unir a todos los ignorados y crear un movimiento de invisibles.

Hay muchos grupos sociales y sectores de la comunidad que viven en la misma situación de Garabombo. Para las Instituciones del poder son inexistentes. No se les escucha y menos se les considera para decidir en torno a sus vivencias, carencias e insatisfacciones. Estos grupos se ven inmersos en un laberinto del que sienten no tener salida.

La historia en nuestro país de los invisibles se cuenta por miles; indígenas, cesantes, pobladores sin casa, niños y niñas maltratados, habitantes de las calles, estudiantes, usuarios de la salud, de servicios básicos, del transporte, etc.

Los invisibles se organizan y reclaman por sus derechos pero las autoridades no los ven. Entonces, los invisibles realizan paros, protestas, marchas, huelgas, forman redes sociales, buscan generar conciencia y solidaridad de otros sectores para enfrentar al oscuro laberinto en el que el sistema económico, político y jurídico los repliega.

En lo jurídico un laberinto legal de formalidades de falta de voluntad política, de ausencia de recursos y de un difícil sendero tortuoso de acceso a la justicia donde muchas veces mueren sus sueños.

El sistema neoliberal se ha encargado de establecer y reproducir esta perversa lógica de invisibilidad. Es una lógica que excluye y discrimina.

El oscuro laberinto donde habitan los invisibles es un campo en el cual el poder se limita a dar órdenes y a veces a regular y siempre sin considerar a los invisibles como sujetos. Cuando alguien pregunta o intercede por ellos, la respuesta del poder es invariablemente la misma “yo los considero”, “fueron tomados en cuenta” o con mayor descaro se dice “hemos escuchado a la gente”.

Es sorprendente observar hoy día en el marco político y a propósito del balance del primer año del actual gobierno, el criterio que formulan diversos analistas políticos defensores y/o obsecuentes con el sistema y su estado de inequidad, al señalar que se ha cambiado el estilo de hacer política, que la actual presidenta empatiza con la gente y sus inquietudes, que ha instaurado un liderazgo fundado en la generación de confianza en la transparencia y en la participación.

Es importante consignar lo anterior porque hay aquí una grave distorsión del concepto de participación o una abierta y cínica manipulación de una idea que está en el centro de la concepción misma de democracia, que es la capacidad de la comunidad de ser considerada como sujeto, que expresa su voluntad, que tiene capacidad de decidir colectivamente frente a los principales problemas que la afectan y de la cual, ella es quien los vivencia.

El tema del Transantiago es un ejemplo concreto de la ilusión de participación. Sobre un tema de tanta envergadura en que se modifica el sistema de transporte urbano con un tremendo impacto para la comunidad y el desarrollo de su cotidianidad en su desplazamiento, recursos y calidad de vida. Su decisión es adoptada técnicamente por la autoridad y sin consulta ciudadana.

Nadie puede ignorar la importancia de la instalación de un sistema de transporte más moderno, que descongestione, no contamine y que aumente la velocidad del desplazamiento. Era una oportunidad inmejorable de llevar a cabo plebiscitos locales, para definir rutas y frecuencia, principalmente en las zonas más periféricas, donde los acercamiento se tornan más difíciles y donde habitan sectores más vulnerables, con menos recursos.

Simplemente no se los consideró porque allí viven los invisibles.

En este punto es relevante indicar que lo que se somete a evaluación es el rol que se asigna al Estado y al enfoque que el gobierno o los gobiernos hacen del mismo. O un Estado autorreferido y ajeno a los sentires y vivencias de la comunidad o un Estado abierto a la comunidad y en diálogo constructivo y participativo con ella. Esto define el carácter de las políticas públicas.

Políticas públicas definidas desde un verticalismo autoritario o políticas públicas que recogen la opinión de la comunidad. Políticas públicas que consideran a la comunidad como objeto de regulación o políticas públicas que ven a la comunidad como sujeto de construcción y partícipe de la regulación que los va a afectar.

La historia ha demostrado y seguirá demostrando que cuando los grupos sociales son ellos mismos los que definen sus propias normas de regulación o participan en su elaboración, su conducta siempre será de hacerse cargo de su decisión y por lo mismo, pueden soportar el costo que dicha decisión implica. Cuando no es así y no se les considera, es más, cuando la norma surge a espaldas de ellos y contra su voluntad, lo esperable será el justo reclamo y el natural descontento y reprobación. Aquí entonces, es absurdo escuchar la voz manipuladora de la autoridad cuando pide que la comunidad haga un sacrificio por el bien de todos, cuando en general ese bien normalmente es en perjuicio de los más vulnerables, de los invisibles.

Chile está viviendo un tiempo en que el descontento de la comunidad frente a la autoridad, los gobernantes y los partidos políticos, crece. Así lo reflejan sistemáticamente las encuestas. Esta es una señal que no puede ignorarse. Es una señal que reclama en el fondo su consideración de sujeto. Es una señal que se levanta frente a una política organizada y diseñada para excluir y discriminar. Es una voz que se levanta desde el fondo del alma de un pueblo que quiere recuperar su soberanía.

De un pueblo, de una comunidad que quiere dejar de ser invisible. De una comunidad que quiere recuperar su visibilidad y ser constructora de su futuro.

* El autor es abogado y Decano Escuela de Derecho U. Bolivariana.

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