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El no miembro que observa y festeja

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Palestina fue reconocida esta semana por las Naciones Unidas (ONU) como “Estado observador no miembro”, una gelatinosa forma de reconocimiento subalterno a su carácter de Estado-nación. 130 países, muchos de los cuales ya alojaban delegaciones diplomáticas de la Autoridad Palestina, le concedieron este status tan degradado como su actualidad geopolítica, social y económica, que le llega a la vez tardíamente, ya que declaró su independencia en 1988. Toda Sudamérica, el BRIC y varios países europeos contrariaron a Israel y EEUU acompañados por otros pocos miembros (Canadá, República Checa, Palau, Nauru, Micronesia, Isla Marshall y Panamá) en su intención de evitar siquiera este mínimo reconocimiento, luego de que el año pasado los norteamericanos vetaran en el Consejo de Seguridad su ingreso como miembro pleno. La razón es obvia: las consecuencias diplomático-jurídicas de invadir y sojuzgar a un Estado, serán mayores que las de hacerlo sobre una tierra pretendidamente yerma -y sobre una población desvalida y carente de derechos- eufemísticamente llamada “territorio en disputa”. Por ejemplo, Palestina tendrá acceso a varias agencias del sistema de la ONU, pero más importante aún, a tribunales internacionales como la Corte Penal Internacional ante la que puede acusar a Israel de genocidio. Se explica por tanto la alegría que despertó este pequeño reconocimiento en el sufrido pueblo palestino.

En una columna de opinión del viernes pasado en este diario, el periodista Egon Friedler se pregunta por los valores de la izquierda universal a propósito de lo que considera como “claro apoyo de algunos grupos de izquierda a la organización terrorista palestina Hamas”. Una ristra de interrogantes que contienen aseveraciones -tácitas unas y explícitas otras- sobre esta fracción político-miliciana que gobierna la franja de Gaza, lo lleva a la rápida conclusión del carácter antisemita de este supuesto apoyo generalizado. El absurdo de la tesis salta inmediatamente a la vista: este antisemitismo se canalizaría mediante el apoyo a una fracción semita como es –además obviamente del pueblo palestino- el grupo Hamas. La primera confusión del periodista es la de antisemitismo con un supuesto antijudaísmo. No es casual: todo fanatismo oscurantista lleva a considerar la parte por el todo, negando la otredad. No constituye ningún descubrimiento la afirmación de que el pueblo judío no es el único pueblo semita. Friedler elide de este modo en el plano discursivo, lo que el Primer Ministro Netanyahú concreta por la vía del exterminio bélico y la limpieza étnica: borrar físicamente a los palestinos del mapa.

Friedler tiene sin embargo el mérito de introducir con sus incógnitas, serias críticas al grupo Hamas, que comparto en general, como por ejemplo el carácter misógino, homofóbico, teocratista, totalitarista, disciplinador y violento de sus concepciones ideológicas, cuyas características no creo que se reduzcan a este grupo, sino que con diversos grados y matices resultan reconocibles en buena parte de las expresiones políticas y culturales del mundo islámico y musulmán. No sólo aparecen en Palestina (incluyendo a Al-Fatah en Cisjordania) sino también en el actual Egipto de los hermanos musulmanes, en Siria y en buena parte del oriente más lejano. Carezco de simpatía alguna hacia cualquier movimiento islámico o de cualquier otra confesión posible que deviene además en franca condena, si le añade prácticas de cualquier forma de terrorismo. Surge de ello que no me siento incluido en su generalización respecto a la posición de las izquierdas, aunque tampoco consigo identificarlas en grupos o autores precisos ya que el texto prescinde de ellos. Tal vez quiera darle una pátina de cierto progresismo al exabrupto diplomático del impresentable embajador Dori Goren, -a quién ya había dedicado una contratapa (“La niña soldado” 06/06/10)- cuando repudió un comunicado de una fracción de la izquierda uruguaya, que no contiene una sola línea reivindicativa del grupo Hamas, sino que utiliza precisos términos críticos para referirse a la política de Israel.

Carezco además de izquierdómetro, pero más aún, de la vocación autoritaria de utilizarlo expurgatoriamente si existiera, como para ejercer una cartografía ideológica en base al conflicto árabe-israelí (o cualquier otro) que, dicho sea de paso, no es la única tragedia política contemporánea. Me basta con aceptar el autoencuadramiento o la autodefinición de cada grupo o individuo de cuyos linajes, herencias, valores y objetivos, deberá hacerse cargo y fundamentar cada uno. Ni excluiría ni incluiría al autor con el que polemizo en izquierda alguna por su postura: sabrá él dónde ubicarse, del mismo modo en que me ratificaré como de izquierda independiente, sin solicitarle el correspondiente permiso. No me animo por tanto a sostener que la defensa de un pueblo invadido, sometido en sus propios confines a la violencia del terrorismo de estado, o que la denuncia de tales vejaciones y torturas, cualquiera sea la orientación ideológica dominante o la de sus líderes, sea un pasaporte para el ingreso a la izquierda. Apenas me parece una postura solidariamente digna y encontraremos más de uno que la sostenga sin por ello reconocerse de izquierda. Las identidades políticas e ideológicas reconocen una gran complejidad y diversidad. Subyace en las mismas preguntas formuladas por Friedler una concepción maniquea que puede llevarse al límite caricaturesco hollywoodense: ¿cómo pueden los “buenos” apoyar a los “malos”? Con igual nivel de simplismo podría responderse con otro interrogante como ¿qué hacer entonces si todos son los malos?

Hipotetizo que una dificultad reside en la incapacidad de diferenciar las diversas tipologías terroristas. Pareciera que para Friedler sólo existiría una única forma de terrorismo, el individual, que ciertamente practica el grupo Hamas y –agrego compartiendo- merece la más explícita condena por ello. Pero no es la única variante de terrorismo aunque comparte con el terrorismo de Estado y el imperial (una forma de terrorismo de Estado fronteras afuera) el sometimiento de la población civil. Los tres tienen en común el propósito de aterrorizar a las poblaciones y el carácter inocente de sus víctimas. El hecho de que ciertas izquierdas como el movimiento anarquista y otras fracciones hayan apelado a él no le quita su carácter inhumano, cruel e irracional. Tampoco, que se ejerza como modo de legítima resistencia a una ocupación o tiranía, le añade eficacia sino que por el contrario, estimula y amplifica la contraofensiva represiva y la brutalidad. Razones de la más diversa laya conducen a su reprobación. Una prueba de la indiferenciación de los terrorismos se presenta en una de las preguntas en las que le endilga a Hamas la emulación del genocidio hitleriano para destruir “al único país judío del mundo”. Razones prácticas indican que jamás podría hacerlo, ya que no tiene condiciones de ejercer terrorismo de Estado o imperial alguno como para producir un nuevo holocausto. Pero el problema de fondo salta a la vista cuando acompaña el sustantivo “país” con el adjetivo “judío”. Cualquier Estado que se corteje con un adjetivo confesional o racial resulta un anacronismo, portador de las dosis de violencia, intolerancia y segregación que tibiamente el ideal moderno se propuso superar hace al menos dos siglos y medio.

Pero si de preguntas hablamos, ¿por qué excluir la hipótesis de que la fracción sionista, dominante hoy en el Estado de Israel se haya convertido en un nuevo verdugo neonazi para con el pueblo palestino? No sería nada infrecuente en la historia que recientes víctimas devengan rápidamente en nuevos victimarios y que utilicen métodos con los que fueron sometidos. Concéntrese el poder y desiguálense las fuerzas para que la milagrosa transmutación tenga lugar. En su libro “Los orígenes y fundamentos del cristianismo”, Kautsky, adelantándose dos décadas al estalinismo, se preguntaba a principios del XX si al movimiento revolucionario marxista de entonces no podría ocurrirle algo similar a la conversión de la religión cristiana de una ideología subversiva en un instrumento de dominación y criminalidad, una vez formalizada en la burocracia profesional como lo es la estructura de la iglesia. ¿El movimiento sionista está acaso indemne de este tipo de tragedias históricas?

Llama por último la atención el énfasis en la crítica del terrorismo individual como fundamento de la defensa sionista, cuando ha sido una práctica constitutiva de sus orígenes. A fines de los años ´30, tuvieron lugar diversos atentados contra la población civil árabe por parte de los grupos sionistas Haganá e Irgún. El líder de Haganá es hoy un prócer israelí que entre otros homenajes lleva el nombre de una universidad en Israel que tuvo la gentileza de facilitarme su cede para realizar un congreso internacional: Ben Gurión. Sus andanzas terroristas están muy bien documentadas en un libro del historiador israelí Benny Morris, perteneciente a esa misma universidad que honra al citado terrorista. Nada muy distante a las aberraciones de Hamas, aunque en este caso veneradas como heroicas.

Me rehuso a identificar mecánicamente el pueblo judío con el sionismo. Apenas una parte de él es sionista y responsable exclusivo de los crímenes en nombre de todo el pueblo que dice representar. En consecuencia el antisionismo no conlleva un antijudaísmo, ya descartado el disparate generalizador de antisemitismo. El pueblo judío ha dado grandes intelectuales y revolucionarios, particularmente los modernos, tanto como grandes científicos e ignorantes, estafadores y honestos, explotadores, explotados y notorios criminales. Su aporte a la emancipación de la humanidad es tan inmenso como sus intervenciones conservadoras. En suma, como todo pueblo ha dado glorias y miserias por igual, en las circunstancias históricas en las que le tocó desarrollarse. Ha dado a Einstein y a Madoff por citar a un reciente delincuente famoso, aunque si el curso de la historia continúa dentro del actual devenir, no me extrañaría que en un futuro, alguna universidad israelí lleve el nombre de este último.

La ONU no lo impediría.

– El autor es Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar

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