La inexorable extinción del Partido Socialista de Chile
por Edison Ortiz (Chile)
7 años atrás 15 min lectura
3 noviembre, 2017
Cuando el senador Camilo Escalona continuaba siendo la gran figura del PS chileno y nuevamente se autoerigía como el factótum de la actual Mandataria, tal como lo había sido en su periodo anterior, escribí una columna, a propósito de los 80 años del PS, que se llamó “Olvidar a Escalona”.
En una época en que todo hacia presumir que el senador por Los Lagos sería un referente del futuro Gobierno, la columna resultó muy políticamente incorrecta, aunque premonitoria.
Y no se trataba de querer autosuicidarme políticamente al criticar abiertamente al más influyente hombre de PS en una década, sino más bien diagnosticar, creo que certeramente, al atolladero que él, y su generación, habían conducido al PS.
Señalé entonces lo siguiente: “Esta es, según mi opinión, la generación de la deuda política e ideológica del socialismo local –y por ahí puede estar además la explicación a la falta de una izquierda potente en Chile–, cuyo principal activo fue haber logrado su propia sobrevivencia. Es por ello que hicieron del orden una obsesión y por puro miedo (y pragmatismo) devinieron en neoliberales”.
Agregué que aquella cohorte dirigencial es la del trauma de la dictadura y del miedo a la sociedad, la que se aggiornó por la transición y cambió las prioridades históricas del socialismo local: la representación de la gente por la mera cooptación del Estado… hombres y mujeres que no logran escapar a la lógica neoliberal y a los directorios de los grandes grupos de poder empresarial.
Indiqué, también, que aún está pendiente la investigación sociológica que explique la cruel transformación de este elenco que se acomodó al modelo. Remaché diciendo que “para fortuna nuestra y también del Chile que está naciendo, que el PS cambie va a depender más de lo que suceda afuera en las calles y menos de lo que ocurra adentro de sus órganos directivos. Al socialismo chileno más que a nadie le hace falta superar de una vez por todas a la generación de Escalona: la del puro pragmatismo, cuyos sueños transaron a cambio de hacerse propietarios de acciones en la bolsa”.
Bachelet, por entonces, se había reinstalado en Chile, vencería en 2013 (y junto con ella una parte de esa generación). Escalona, por entonces, para la opinión pública –no así para algunos que leíamos entre líneas algunas de las declaraciones y señales que enviaba la candidata– estaba lejos de venirse a pique y la columna fue, para el establishment socialista, no solo políticamente incorrecta sino un verdadero acto de barbarie y de falta de prudencia de quien la escribió.
En el erial (no) iban a crecer flores
Luego empezó lo que todos sabemos: se vino Caval, en que dos militantes socialistas, miembros además de la familia presidencial, aparecían involucrados directamente en un turbio negocio especulativo (donde, también, estaba la UDI completa); enseguida se vino SQM, donde se comprobó que varios miembros del comando de campaña, entre ellos varios socialistas, incluido un senador de la república, habían sido pagados con dineros del ex yerno de Pinochet; luego supimos que las pesqueras también habían pasado dinero a senadores socialistas en el contexto de la tramitación de la Ley de Pesca y que incluso Camilo Escalona recibió aportes de dicho origen en su última postulación senatorial; con posterioridad un balde de agua fría cayó sobre los estoicos militantes socialistas que aún resisten, cuando se enteraron de que la gran idea de garantizar la independencia financiera del PS había concluido con parte de su patrimonio invertido en SQM y en las AFP. Para colmo suyo, aún no se reponían de ese golpe, cuando uno de sus vicepresidentes y alcalde de una populosa comuna aparecía, según programa de investigación televisivo, vinculado a microtraficantes. Ardió, entonces, Troya, y la crisis terminal de la organización se hizo cada vez más evidente.
Y ya no es solo la denuncia rimbombante ante un inútil tribunal supremo (TS), sino que ahora será la Fiscalía la que se meta en los asuntos internos del PS a investigar al glorioso partido de Allende, Almeyda, Altamirano, Lorca, Ponce y Lagos y tantos otros que ofrendaron su vida por mantener vigente la utopía socialista.
Aparecieron entonces los analistas de siempre, que poco habían dicho o hecho por denunciar la putrefacción interna que carcomía a la organización, interpretando lo que ya sabíamos desde antes de 2013: que el PS iba camino directo del despeñadero político desde enero de 2005.
Porque, a menos que el PS actual quiera darse un tiro en los pies y realizar una verdadera purga interna para acabar con las malas prácticas (y que podrían eventualmente concluir afectando a quienes encabezan su directiva), el asunto no tiene otra salida.
No bastará ya con un congreso extraordinario para dilucidar el complejo panorama por el que atraviesa el PS, convocado por una dirigencia que encabeza Álvaro Elizalde y Andrés Santander y que se encuentra extremadamente debilitada para discutir las condiciones de ejercicio de la soberanía interna para detener el clientelismo, cuestión que, como se sabe, está muy extendida al interior de toda la colectividad. La cirugía es mayor y puede concluir matando a la organización
Sobre el PS cuelga hoy una espada de Damocles que amenaza la sobrevivencia de la colectividad.
El PS: ¿qué pasó anoche?
Diversos protagonistas de la clandestinidad cuentan las difíciles condiciones en las que la primera dirección clandestina posgolpe pasó sus últimos días: Carlos Lorca aislado, sin recursos y con una enfermedad congénita; Ricardo Lagos Salinas viviendo en la extrema pobreza, con su padre asesinado y con su compañera, Michelle Peña, luego detenida desaparecida, esperando un hijo suyo; algunos de los sobrevivientes relatan incluso que, no pocas veces, se criticaba al «viejo” Exequiel Ponce porque no llegaba a las reuniones. La razón era más que plausible: no tenía zapatos.
Generación desparecida pero cuyo martirio, más la gesta heroica de Allende, sustentó el relato que permitió que el socialismo local dispusiera, para sus nuevos y viejos contingentes, de una dramática pero enriquecedora experiencia histórica, que hacía coherente su biografía y su lucha y que posibilitó su supervivencia en los duros años 70 y que, desde mediados de los 80,con nuevos aires, se transformara en una de las organizaciones juveniles con más presencia de masas en universidades y poblaciones.
Es por eso que los viejos militantes son los más dolidos y golpeados por los sucesos actuales. Tener que pasar de una historia dramática pero épica, que consolidó el imaginario socialista, a la ignominia de SQM, Caval y San Ramón, hay un abismo de diferencia y no son pocos los que se preguntan: ¿cómo pudimos llegar hasta aquí?
Y es que, como en esa comedia cinematográfica donde sus protagonistas, al despertar de la resaca, no recuerdan nada y tienen que empezar a hilvanar, lentamente, la trama que los llevó hasta allí, los socialistas chilenos tienen que empezar a reconstituir las principales escenas de los últimos 25 años para explicar cómo se llegó de Allende, Lorca, Ponce y Lagos, a Miguel Ángel Aguilera.
La ignominia: ¿por dónde empezar?
Tal vez, podríamos comenzar por la salida a la dictadura y la derrota de la tesis del levantamiento democrático de masas –la insurgencia– y la transición pactada que condicionó la situación en que el socialismo criollo –derrotado estratégicamente– se desenvolvería en democracia: un aliado menor y subordinado a la DC que, tal como ya lo anunciaba tempranamente Boeninger, tenía “coincidencias ideológicas profundas con el régimen”: se perpetuó el modelo heredado de la dictadura y se consolidó una democracia meramente formal –Moulian diría más tarde: “Chile, páramo del ciudadano y paraíso del consumidor”–, con una ideología profunda: el neoliberalismo que rompió la cultura fraternal socialista, imponiéndose el “sálvese quien pueda” y así lo hicieron Núñez, Escalona, Solari y compañía, cuyo modelo fue adoptado luego por las generaciones de recambio, que consolidaron el individualismo político hasta llegar al caso extremo de Aguilera.
Lo anterior, y el encanto de regresar al Gobierno, tal cual lo señalé en mi libro El socialismo chileno, apuró un proceso de unificación entre dos facciones absolutamente distintas –renovados y almeydistas–, con prácticas políticas y lógicas culturales disímiles, que fomentaron no solo la existencia de partidos dentro del PS sino que también consolidaron lo peor de ambas: el neoliberalismo de una facción de renovados y la cultura del aparato que tan bien representó el liderazgo de Escalona y su Nueva Izquierda, cuya consecuencia fue transformar al Partido Socialista en una red clientelar.
Todo lo anterior ha sido acompañado por otros fenómenos que, supongo, no solo han afectado al PS sino también al conjunto de las colectividades políticas actuales, y sobre lo que escribí alguna vez para un congreso, como es la falta de sinceramiento de los órganos colegiados de la institución. Todo militante socialista sabe, desde hace mucho tiempo, que el consejo general es más más bien un acto de adhesión, que el comité central se parece más bien a un consejo general y que la comisión política (CP) es en verdad un comité central y que la mesa cumple más bien la función de CP. Y todos saben que las decisiones más relevantes se toman en otra parte. Hay una desinstitucionalización estructural en el socialismo chileno.
Es bajo esa escenografía que se produce la famosa reunión de El Escorial de mayo de 1996 y que reúne, por primera vez, a militares –encabezados por el entonces agregado militar en Madrid, Juan Emilio Cheyre– y socialistas, a la que asisten, entre otros, Ricardo Lagos, Camilo Escalona y Enrique Correa. No conocemos sus detalles, pero sabemos sus resultados: los militares levantaron el veto a Lagos y luego Cheyre, bajo el mandato de Lagos, sería designado comandante en Jefe del Ejército. ¿Cuál fue el precio que pagaron los socialistas? Sospechamos que vender su memoria.
Así, a lo largo de los 90 y la nueva centuria, se fortaleció un partido altamente fraccionado, se consolidó la aceptación del modelo neoliberal entre su dirigencia, así como su dependencia del Estado –en ningún discurso de la época Camilo Escalona se refiere a la sociedad, el PS solo existe en su relación con el Estado– y se fomentó la red clientelar hasta llegar al paroxismo de San Ramón.
Lentamente la distancia entre las corrientes internas –renovados, terceristas y Nueva Izquierda– se fue haciendo menos visible, hasta difuminarse. Bajo ese prisma no resultó casual que juntas –y con la venia de la candidata Michelle Bachelet, tal como lo relata el texto de los periodistas Andrea Insunza y Javier Ortega– provocasen la caída de la directiva de recambio que encabezó Gonzalo Martner en el XXVII congreso, de enero de 2005.
Tampoco resultó una incoherencia que dicho evento solo se hubiese organizado para desbancar a dicha mesa, pues decidiría el reparto del animal en el Gobierno de Bachelet. Como lo constató el reportaje que El Mercurio hizo sobre el evento, “nada de lo que se había planificado se trató en el 27° congreso del Partido Socialista el fin de semana. Ni una idea, ni una propuesta sobre el proyecto país ni nada parecido. La jornada fue una lucha por tomar posiciones de poder para administrarlo en las futuras negociaciones presidenciales, parlamentarias y ministeriales”.
El PS, luego de ese certamen, quedó brutalmente partido en dos, tal como había ocurrido en el congreso de La Serena de 1971, en que se humilló a la directiva de Aniceto Rodríguez, bajo cuya égida el PS había conquistado La Moneda con Allende. El XXVII Congreso consolidó una mayoría hegemónica que, bajo el liderazgo de Camilo Escalona, persiguió y expulsó a la disidencia: primero fue Navarro, luego MEO, después Arrate, Ominami, Martner y muchos otros dirigentes, los que, uno tras otro, fueron abandonando la histórica tienda política que alguna vez encabezaron.
El PS abandonó su más cara aspiración de inicios de la transición –ser “la casa común de la izquierda”– para virar hacia al centro político y transformarse en el partido bisagra y su alianza con el PDC.
Fue emblemático también que, pese al reconocimiento –ya en su XXVI congreso, de enero de 2001, en plena administración de Ricardo Lagos– de manchas de corrupción en la colectividad (“En diez años de gestión de Gobierno se han constatado prácticas que deben ser erradicadas con energía. El PS reclama tolerancia cero entre nosotros a todo atisbo de corrupción, de abuso, de lejanía burocrática respecto de los ciudadanos en las instituciones democráticas”), la práctica política de sus dirigentes consolidó lo inverso: Escalona metió “sus manos al fuego” por un parlamentario, y se protegió a militantes involucrados en los casos MOP-Gate, escuela de conductores, donde solo José Miguel Insulza, entonces jefe de gabinete de Lagos, y los ministros de la Corte, saben el precio que el Gobierno pagó por la excarcelación del diputado socialista involucrado en ese hecho de corrupción.
El PS no solo hizo todo lo inverso a lo que habían dicho los militantes en ese congreso, sino que además amparó y avaló la corrupción. Se instaló la idea-fuerza –no solo en el PS– de que ser corrupto, más aún si eras un personaje relevante, te saldría gratis. Es más, podría hacerte incluso más poderoso. Eso lo observó bastante bien la generación de Elizalde, Santander y Miguel Ángel Aguilera –por entonces operadores de los barones–, y tomaron nota de ese aprendizaje.
Se vino a pique entonces, o se desmoronó, uno de los capitales más intangibles, pero más significativos, de la colectividad: su superioridad moral ante un adversario cuyas manos estaban manchadas con sangre. Por entonces, se empezó a construir y consolidar una solidaridad malentendida entre sus dirigentes, donde nadie decía nada porque, de alguna manera, todos estaban salpicados en algún episodio reñido con la moral. En ese ambiente, Miguel Ángel Aguilera fue fortaleciendo su original liderazgo territorial a vista y paciencia de casi todos sus dirigentes máximos.
El congreso de enero de 2005 consolidó e hizo visible a una mayoría sociológica de escasa formación profesional y política, pero ávida de cargos que, de la mano del férreo liderazgo de Escalona, creció y se masificó en la organización y que hoy muy bien representan los nuevos liderazgos socialistas, fenómeno que también promovió y fortaleció, en especial durante su actual mandato, la Presidenta Michelle Bachelet.
Eso sí, a un precio no menor y que es parte de los problemas que aquejan hoy a la organización: la constante pérdida de jerarquía de sus máximos dirigentes que, como hemos visto, ha sido un fenómeno que ha acompañado los últimos episodios de descrédito político que han ido envolviendo a la colectividad. Lo ocurrido recientemente a uno de sus vicepresidentes es un claro ejemplo de aquello.
Todo lo anterior ha sido acompañado por otros fenómenos que, supongo, no solo han afectado al PS sino también al conjunto de las colectividades políticas actuales, y sobre lo que escribí alguna vez para un congreso, como es la falta de sinceramiento de los órganos colegiados de la institución. Todo militante socialista sabe, desde hace mucho tiempo, que el consejo general es más más bien un acto de adhesión, que el comité central se parece más bien a un consejo general y que la comisión política (CP) es en verdad un comité central y que la mesa cumple más bien la función de CP. Y todos saben que las decisiones más relevantes se toman en otra parte. Hay una desinstitucionalización estructural en el socialismo chileno.
Señalé en su oportunidad nuestra incongruencia entre lo que dice el PS en su discurso y lo que hace en la práctica. Si uno se guía por las arengas que elabora el PS a través de sus órganos regulares –congresos, conferencias, plenos, etc.–, se puede observar una organización bastante radical e inconformista con el orden existente; en cambio, si se la mira desde su práctica política, es una colectividad suficientemente conservadora y defensora del orden y del statu quo.
Otra gran contradicción del PS: la distancia abismal que existe entre lo que dice la colectividad y lo que hacen sus dirigentes, fenómeno que se ha profundizado desde hace una década junto con la falta de un relato coherente sobre la sociedad que el partido aspira a alcanzar.
Epilogo: ¿hay futuro para el socialismo?
Todo ello ha contribuido a gatillar la actual crisis de la ya octogenaria colectividad y a preguntarse si acaso el PS no camina ya, desde un tiempo a esta parte, hacia un proceso creciente de pérdida de relevancia política. Una cosa es tener 120 mil militantes inscritos y otra muy distinta hacer partido.
Y por más que los estoicos y escasos militantes difundan documentos y tesis “para recuperar el socialismo” y continúen viviendo al interior de la colectividad, piensen que esta vez sí que sí, que esta vez se puede dar vuelta la historia oprobiosa de clientelismo que amarró para siempre los destinos del PS, el asunto parece que no tiene vuelta atrás. Y, tal vez, no esté lejano el día en que podremos observar el desplome absoluto de una de las colectividades, como lo diría el gran Raúl Ampuero, claves para entender el siglo XX chileno. Expulsada dos veces a balazos de La Moneda y de regreso en ella tres veces por la vía democrática, en circunstancias históricas disímiles
Seguramente el proceso, como todo fenómeno histórico, será lento y gradual, aunque permanente. Mi impresión es que la colectividad clave para entender el siglo XX chileno y nuestra peculiar transición, va camino de su inexorable extinción, que la llevará a transformarse o en otro partido radical o a fusionarse con otras fuerzas políticas progresistas para proponer un nuevo ideario social.
A pesar de que sus militantes me replicarán y dirán todo lo contario, creo que asistimos al comienzo del fin de una de las organizaciones políticas más relevantes de nuestra última centuria.
Con mucha calma y sinceridad, y con mucho dolor, creo que no hay futuro para el PS chileno.
*Fuente: El Mostrador
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La percepción de que el PS está lejos de los valores morales y ética política, representadas fundamentalmente por Salvador Allende, está en el aire, está en la calle. Ha perdido su mística de luchar por una sociedad más justa e incluso rescatar la obra de Allende. Se asimiló al sistema neoliberal y lo negoció en desmedro de su historial político.Ser militante socialista es sinónimo de lograr un buen cargo o empleo luchando cada fracción por derrotar internamente a la otra.Se llega al Gobierno no para transformar al sistema sino para lucrarse de él.