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Los mapuches y los dioses del Olimpo

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Según Epicuro, los dioses no se ocupan de las desgraciadas vidas cotidianas de los hombres; sí, a su vez, no nos ocupamos de ellos, lograremos el placer y venceremos el dolor. Los presidentes de la Concertación son parecidos a los dioses  del Olimpo: no tienen por qué preocuparse de la situación de los pobres mapuches, que la democracia les aplica la misma ley anti terroristas del tirano y ladrón, Daniel López, por el sólo hecho de querer hacer sus derechos a las tierras ancestrales.

No fueron los españoles, sino los chilenos los que torturaron y asesinaron a los indígenas en la mal llamada “pacificación de la Araucanía”. El ejército “jamás vencido” aplicó los mismos métodos genocidas que luego repitió durante el golpe de Estado, de 1973; es que los historiadores, los profesores, los repetidores, posteriormente, cubrieron esta guerra de aniquilación dejándola en la penumbra del olvido. Francisco Antonio Encina, el historiador más leído en Chile, difundió los más torpes prejuicios racistas, heredados del jubilado prusiano, Oswald Spengler y del chileno, Nicolás Palacios, este último,  autor de un libro llamado La raza chilena, que el historiador del Piduco copió de punta a rabo.

El desprecio de Encina por el pueblo mapuche es de un racismo imperdonable: son un pueblo que todavía vive en la edad de piedra, incapaz de cualquier abstracción; de estos conceptos, transmitidos de generación en generación, viene el miserable racismo chileno, que mira en menos a hermanos bolivianos, peruanos, venezolanos, y otros. Ercilla inventó una idealización de los araucanos que, por falsa, llega  a ser risible; lo mismo hicieron los héroes de la Independencia, que usaron la guerra de Arauco para defender sus propios intereses. Posteriormente, el aborigen se convirtió en “el roto chileno”, que ganó la batalla de Yungay y la guerra del Pacífico y que se le rinde homenaje en la estatua de la Plaza Yungay. Poco queda de El Cautiverio Feliz de Pineda y Bascuñan, y de las mujeres blancas, raptadas por un cacique y que no quieren volver a la desagradable civilización.

Así se explica que a los dioses del Olimpo no les preocupe que un grupo de indígenas esté decidido a ofrendar sus vidas, después de sesenta días en huelga de hambre, que prefieran morir dignamente antes que agachar la cerviz; si el valiente juez Guzmán se atreve a acusar, en Europa, el cruel e injusto trato dado a los indígenas en Chile, los antiguos luchadores por la libertad, de la Concertación, y que hoy viajan en autos con chofer, hacen una típica acusación digna de la cruel época de la dictadura de Pinochet, al juez que desnuda su miseria moral: es “un antipatriota”, sostiene un vocero, como si los exiliados no hubiéramos desprestigiado el Chile de Pinochet, para lograr apoyo económico y moral de los países democráticos; para remachar la vergüenza, el premio Nóbel de literatura, José Saramago, le recuerda a  la abeja reina Michelle que, “por favor recuerde a los mapuches, los chilenos más antiguos, lamentando que sean perseguidos todos los días, por la policía”. Como siempre, la reina Michelle se las saca a la perfección, pero el drama de la crueldad de los racistas chilenos se perpetúa hasta nuestros días.
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