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Líderes políticos… Liderazgos… Imposturas: ¿adónde vamos?

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Los hechos que investiga la Fiscalía Nacional en los últimos tiempos han permitido constatar que la mayor parte de nuestra clase política se encuentra –directa o indirectamente- a sueldo de los más poderosos grupos económicos del país. Y que el grado de poder que estos ejercen gracias a su capacidad financiera es inmenso y difícilmente contrarrestable desde el interior del sistema de dominación establecido. La débil democracia ciudadana ha sido rotundamente neutralizada y hecha inoperante por la dictadura del dinero.  La  aparición profusa e interminable de boletas por falsos servicios, ha develado uno de los principales mecanismos creados por la derecha política y empresarial para comprar y controlar conciencias y para detener todo intento de cambio social. Y pone de relieve la fisonomía moral de quienes quieren aparecer como representantes de la voluntad ciudadana o constructores del bien público.
 
Del dicho al hecho…
Ante un panorama de desvergüenza sin fronteras y de corrupción generalizada, tan lejos de cualquier luz orientadora que apunte hacia  el bien general  y la sanidad moral del país, surgen espontáneamente en nuestra mente interrogantes que nos conducen ineludiblemente a reflexionar sobre la condición y la calidad ética, política  e intelectual de aquellos a quienes llamamos comúnmente “políticos” y “servidores públicos”.
Sobre todo, pone sobre la mesa la importancia de la condición del sujeto político que opera en un nivel jerárquico superior al del ciudadano común, por pertenecer a un grupo o conglomerado que ejerce algún grado de representación, de influencia, de poder o gobernanza, que otros no poseen. Pues, es en la mente, en el corazón y en la conciencia de este mandatario o representante ciudadano, donde se origina y se construye o la felicidad o la desgracia del ciudadano/a común y el destino de un país entero. Lo cual está indisolublemente ligado al grado de identificación y respeto de dichos representantes por los intereses e ideales de aquellos  a quienes representan. La marginación de los intereses ciudadanos y el reemplazo de éstos por los intereses particulares de sus representantes, conduce directa e inevitablemente a la injusticia social y económica, a la desafección política de la ciudadanía y a la aparición y  proliferación de la corrupción en todas sus formas.
Independientemente de la ideología que expresen, el representante, el dirigente, el mandatario y los llamados líderes políticos son, además,  el espejo moral en el cual la sociedad o una parte de ella se retrata o quisiera hacerlo. Pero esto sólo puede tener lugar en condiciones de una democracia activa, es decir, cuando a la ciudadanía le está permitido, a través de sus organizaciones sociales y políticas, participar y ser prácticamente el motor de la vida social y política y su lógico y legítimo contralor. Jamás cuando ha sido deliberadamente marginada de lo que es su derecho soberano. He aquí la razón por la cual es habitual y hasta se da por aceptado que ni los partidos políticos, ni la ideología sustentada, ni las reglas constitucionales responsables del ejercicio público de lo político, garanticen absolutamente nada en cuanto a la solvencia ética que interesa a los ciudadanos. En la práctica política y moral prevalecerá aquella vieja ley no escrita que determina que “del dicho al hecho, hay mucho trecho”. Y el trecho suele ser, como nos consta, inmenso y nebuloso.
Por ello, la dura y podrida realidad política y social que vivimos nos induce a preguntarnos: ¿Quién es? ¿Cómo es? ¿Quién merece realmente asumir la  honorable misión de representar nuestro pensamiento y conciencia ante la sociedad y el Estado? ¿Qué conjunto de calidades intelectuales y morales debe vestir aquel hombre o mujer que interprete de modo fidedigno lo que nuestra mente y nuestro corazón consideran, justo, razonable y ético en el ejercicio del gobierno público? ¿A quienes hemos de otorgar el honorífico título de “líder” y cómo podemos reconocerlos como tales?
 
Impostores
La verdad sea dicha, el sentido general que a esta denominación  -“líder”- se le atribuye en el ámbito social y en los medios de comunicación muchas veces carece completamente de sentido y contenido. Se ha convertido en ley la aplicación del calificativo de “lider político o social” sobre cualquier administrador o dirigente de partido o agrupación gremial, así como a cualquier novedoso personaje implantado últimamente en el escenario público. Un candidato presidencial o lo que fuere. En rarísima oportunidades esta circunstancia responde a causas objetivas y generalmente se trata de estrategias planificadas por grupos políticos o sociales que pretenden instalar e imponer en la opinión pública a personajes portadores de ideas de su particular interés. Son personajes que difícilmente cabría identificar con las condiciones ideales que debería ofrecer un auténtico líder, pero a quienes, por circunstancias propias de aquel interés particular, se les otorga un rol especial en un deliberado plan de manipulación de la opinión pública.
Sin mayores pretensiones y con ningún pudor se hace flagrante omisión de aquellos  atributos que, en concordancia con los objetivos políticos que supuestamente se persiguen, deberían ser propios de la condición política y ética superior que se requiere para que un individuo pueda ser mínimamente apto para la orientación política y la conducción de las masas ciudadanas. Se ha dado por aceptable asignar a cualquier individuo la categoría de intérprete de las aspiraciones ciudadanas y de líder social , sin considerar  (o por eso mismo) que las más de las veces se oculta en ellos/as a auténticos sepultureros de dichas aspiraciones y a connotados saboteadores de cualquier intento de construcción del bien ciudadano.
Esta ha sido la regla predominante en los últimos 40 años de vida política dictatorial, tanto armada como constitucional. La historia somera de este período fundamentalmente antidemocrático ha plagado el escenario político de una masa informe de falsos intérpretes del interés social mayoritario, los cuales de un modo transversal han evidenciado año tras año, década tras década, ser exponentes -según su pensamiento, conducta y realizaciones- de tres rasgos imposibles de soslayar por su carácter repetitivo, a saber: la carencia de principios éticos y políticos, la ambiguedad conceptual de sus políticas y la cobardía moral. Si a este hecho sumamos la marginación pertinaz de una base política ciudadana de amplitud territorial, nos explicaremos muchos de los fenómenos políticos del Chile de hoy. No sólo el de la irrupción imparable de la corrupción en todas sus formas, sino también el porqué de la ausencia de liderazgos en el espectro político nacional. Pues, muchos quisieran arrogarse el significativo título de líderes políticos, sin serlo en absoluto ni tener la mínima posibilidad de lograrlo.
Veamos, como ejemplo, el imaginario “liderazgo político” de una presidenta en ejercicio, un “liderazgo” que nace y que muere en las puertas de la Moneda, sin conexión alguna con la masa ciudadana del país, conglomerado al cual no sabemos exactamente si la presidenta teme o desprecia. Un “liderazgo” que es además duramente torpedeado por  los defensores de la herencia dictatorial  y de los intereses neoliberales, activos en el interior de su propia coalición política. He aquí entonces el absurdo de un supuesto “liderazgo” que al cohabitar con el enemigo deja automáticamente de existir. Luego ¿puede alguien concebir siquiera la insólita y por tanto, atrabiliaria imagen de un Ricardo Lagos encabezando – desde su tradicional burbuja de marfil- movilizaciones multitudinarias de ciudadanos reivindicando los intereses de los trabajadores de Chile, de los estudiantes, de los pensionados, de los pobres del país, para poner orden sobre la mesa, como él mismo quiere hacernos creer? Imposible. ¿Puede alguien con dos dedos de frente, creer por un sólo instante, que un señor Velasco, un señor Walker o cualquier otro señor/a iluminado, pueda levantar propios liderazgos desde la nada y en las antípodas de la voluntad y del interés ciudadano? He aquí los desvaríos y espejismos, propios de la descomposición social, política y moral de una sociedad y de una clase dirigente que ha perdido claramente el rumbo.
 
Líderes
Una mínima reflexión acerca del concepto de “liderazgo político” nos hará convenir en que tales liderazgos no se inventan ni pueden tener lugar en un vacío social, político o moral. Consecuentemente estan ligados indisolublemente a la existencia en la sociedad de relaciones democráticas  efectivas (no ficticias) y de una ciudadanía dialogante y participativa en el ejercicio de sus derechos soberanos. El liderazgo político sólo puede existir simultáneamente con una ciudadanía políticamente activa y empoderada.
Aunque pudiera parecerlo, el liderzgo político tampoco es el corolario del ejercicio de alguna magistratura o de algún nivel de conducción política, pues un líder político es mucho más que el trabajo que ejecuta y las ideas que sostiene. No es impuesto por nadie, ni tampoco se impone a nadie, su autoridad nace fundamentalmente del reconocimiento espontáneo que los ciudadanos hacen de sus cualidades de carácter, de personalidad, de su capacidad intelectual, de sus principios políticos y morales. En estos casos los méritos académicos o los títulos universitarios  carecen de significación, pues estos no garantizan nada de aquello que es propio de un auténtico líder: su compromiso con la verdad, su identificación con el interés ciudadano y la naturaleza y convicción de su corazón y de su espírtu. Un líder político es por esencia un aglutinador de voluntades ciudadanas y un constructor de proyectos para el cambio social y su fuerza moral y política no son otra cosa que la extensión de la aspiración ciudadana y popular a un mundo mejor.
De acuerdo a estos criterios, las condiciones sociales y políticas para la aparición de auténticos liderazgos políticos en nuestra realidad de hoy son, consecuentemente escasas y, seguramente, imposibles. Por una parte, es necesario admitir lo adverso de las condiciones sociales y políticas estructurales y por otra, el hecho de que el factor humano representado en nuestra clase política es el más ajeno posible al advenimiento de cualquier liderazgo. Este último hecho es un elemento que puede ser comprobado de un modo simple y práctico por quien quiera hacerlo.
Basta con hacer el simple ejercicio o experimento de tomar un lápiz y un papel y hacer una lista de las mínimas cualidades de carácter, personalidad y formación que cada uno de nosotros, ciudadanos de la República, exigiría al ciudadano/a a quien confiaría la trascendente y noble tarea de ser nuestro líder, nuestro mandatario, nuestro representante político. Luego, podemos contrastar esta lista de cualidades, con aquellas reales y concretas ostentadas por el pensamiento y la conducta de los archiconocidos protagonistas de nuestra vida política nacional. Y nos encontraremos una vez más en condición de sentirnos, -cómo no- anonadados, perplejos, traicionados e indignados. Pues, constataremos lo que es archiconocido por todo el país, es decir, que la miseria de nuestra realidad política desde el punto de vista humano y ético se perpetúa en la mayor parte de dichos personajes como una lacra tan extensa como execrable.
Sin embargo lo verdaderamente valioso del experimento es que si nos damos luego el trabajo de resumir apenas una docena de estas imaginadas listas de cualidades políticas y humanas elaboradas por los ciudadanos “de a pie” de nuestro país, tendríamos un inventario fidedigo de qué es lo que la ciudadanía espera de quienes aspiran a interpretarla y a representarla. Constataríamos que según el juicio popular, un auténtico líder político, un luchador social, un dirigente de masas, sólo puede ser calificado y llamado tal, cuando:
… tiene ideas propias que iluminan el camino de los demás y las expresa sin ambiguedades ni imprecisiones.
… es un creador/a de derroteros y estrategias para el Bien Común
… habla sólo con la verdad y jamás disfraza ni su pensamiento ni sus propósitos
… se identifica con los intereses del pueblo y lucha con el pueblo por el pueblo.
… es un rompedor/a de moldes políticos y sociales.
… es portavoz de la razón, la justicia y la moral ciudadanas.
… es la antítesis de todo privilegio y de toda corrupción.
… irradia entusiasmo, convicción y fuerza de lucha.
La conjunción de todos estos atributos en una sola persona es evidentemente muy difícil, pero no imposible. Sin embargo, tampoco podríamos reconocer algún mérito o liderazgo en  quien no demostrara ser portador/a de por lo menos la mitad de estos atributos. Más de alguien podría sentirse impulsado incluso a afirmar que un lider con tal conjunción de cualidades jamás ha existido. En tal caso, aclararemos que no es así. Hubo una época en nuestro país en que los auténticos líderes políiticos no se inventaban ni se improvisaban y generalmente hacían gala de dichas cualidades durante toda su vida política. Como contemporáneos de aquella historia pasada, hemos sido testigos de la existencia de varios de ellos, uno de los cuales se llamaba Salvador Allende. Por ejemplo.

¿Adónde vamos?

Continuando entonces con el experimento podríamos tomar el nombre de algunos de los muchísimos autodesignados “próceres”que infestan nuestra vida política nacional para examinar cuántas de dichas condiciones éticas y políticas se hacen evidentes en ellos, si es que eventualmente así ocurriera. Desde luego, nos encontraremos con que todos aquellos lavines, lagos, jovinos, insulzas, velascos, michelles, piñeras, walker, y otros abanderados de diversas huestes políticas, son como individuos y como grupo, la negación evidente y hasta rotunda de la mayoría o de todas las condiciones que califican a un político ejemplar y a un auténtico líder ciudadano. Nunca dieron ni podrían dar la medida ética, política o intelectual justa, aquella que se impone y se evidencia por su propio peso y trascendencia y que suscita el respeto ciudadano, aún cuando ostenten o hayan ostentado la ansiada distinción de mandatarios o conductores políticos por razones coyunturales o partidistas.
La prueba fundamental de tal hecho está a la vista: la dura y podrida realidad social, política y moral que le duele al Chile ciudadano de hoy, es creación de este conglomerado de “próceres”, quienes llevan ya 25 años afanosos en la tarea de construir y perpetuar un Estado neoliberal, modelo de desigualdad e injusticia social. Las diferenciaciones ideológicas que pudieron existir en él en algún momento, desaparecieron paulatinamente con el abandono de los intereses ciudadanos y nacionales y el imperio de la búsqueda de la propia ventura partidista y personal, convirtiendo a toda la clase política en un ente antidemocrático separado del cuerpo ciudadano. La abstención electoral del 60% o más, del padrón electoral, lo corrobora y nos dice que la representatividad política presidencial y parlamentaria es básicamente ilegítima. Ningún presunto liderazgo proveniente de dicha clase política puede tener en estas circunstancias validez política, electoral o moral alguna.
Por último, es legítimo señalar que, tan ominosa como esta ausencia de méritos de nuestros políticos –y aún peor, por sus consecuencias- es la soberbia y la total ausencia de capacidad autocrítica que los distingue. Hay en ellos una total miopía o desinterés para someter a análisis su propio pensamiento, su conducta política y su capacidad intelectual. Se consideran ajenos a todo error, a toda venalidad y a toda insuficiencia profesional. Tanto más, consideran que por derecho propio siempre debe otorgárseles nuevas oportunidades, para continuar realizando los mismos fraudes políticos, las mismas incompetencias que la primera vez, aún desde el mismísimo palacio de Gobierno.
Y no suele importarles traicionar al pueblo de Chile una vez, sin rubor lo hacen también una  segunda vez. Ante lo cual, no se puede evitar el pensamiento de que frente a traiciones que se repiten, un pueblo realmente consciente, soberano y empoderado, tendría pleno derecho a desalojar de la Moneda, a patadas,  -simbólicamente- a cualquier mandatario/a semejante. Aunque, también aquí puede funcionar aquello de “del dicho al hecho… hay mucho trecho”. Aunque lo que es justo, es justo. §

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