20 junio, 2017
Barren las calles de un país extraño, frio y ajeno. Limpian la basura de otros y levantan edificios que jamás habitarán. Se acumulan en la periferia, en los rincones perdidos de una ciudad nueva, que miran y exploran a pie. Trajeron sus manos, sus sueños, una mochila y un papelito con las indicaciones de no sé qué suburbio, donde los espera no sé quién.
Y allá llegan: habitan húmedas habitaciones que se confunden con la noche y el barro, desde ahí lloran a sus hijos, a sus madres, a los suyos. Y resisten este frío de mierda, se congelan esperando el calor de ese abrazo que jamás llega. Uno de ellos murió. Murió de frío. Otros también han muerto. Ya van cinco. Cinco haitianos.
Nadie los reclama. Nadie los llora. Anónimos sin voz ni rostro. Hijos de nada, ninguneados. Nadies disolviéndose en la nada, o en esa especie de nada donde hoy está Benito Lalane, el haitiano que murió de frío, en esta misma ciudad, en Santiago, acá, a la vuelta de nuestras vidas.
Y así andan los haitianos, de tumbos en tumbos. País prohibido, gente negada. Hoy llegan a Chile, dicen que son 50 personas diarias. Pasan del hacinamiento de los aviones truchos al hacinamiento de los refugios truchos donde resisten la vida. No conocen una palabra de español, pero sonríen, nos sonríen. Con los ojos dicen gracias, así nos agradecen, o nos saludan, o no sé qué. “Deme un salmón de mil'», era lo único que Benito sabía decir.
Son haitianos, miles de haitianos que han elegido a Chile para salvarse del infierno en el que han convertido su país. Ese país que vienen negándoseles desde hace siglos, cuando el azúcar, explotada con mano de obra negra y esclava, mantenía los privilegios de la corona francesa. Esa Haití que en 1803, ya harta del saqueo, expulsó a las tropas de Napoleón Bonaparte.
Entonces, como dijo Galeano, la nación recién nacida fue condenada a la soledad. Nadie le compraba, nadie le vendía, nadie la reconocía. El siglo XX comenzó, como no, con una nueva invasión: en 1915 Woodrow Wilson fue quien envió sus tropas a Haití. Se marcharon en 1934, después que derogaron el artículo constitucional que prohibía vender plantaciones a los extranjeros. Jean-Bertrand Aristide, sacerdote, político y teólogo de la liberación, fue el primer gobernante electo por voto popular en toda la historia de Haití. Pero Haití no merecía justicia ni libertad, por eso en 2004 un nuevo golpe de Estado lo sacó del poder.
Y así andan los haitianos, de tumbos en tumbos. País prohibido, gente negada. Hoy llegan a Chile, dicen que son 50 personas diarias. Pasan del hacinamiento de los aviones truchos al hacinamiento de los refugios truchos donde resisten la vida. No conocen una palabra de español, pero sonríen, nos sonríen. Con los ojos dicen gracias, así nos agradecen, o nos saludan, o no sé qué. “Deme un salmón de mil'», era lo único que Benito sabía decir.
Yo les devuelvo las sonrisas, y así, con sonrisas y gestos, les intentó dar una especie de bienvenida… ¡Ándate pa tu país!, le gritan otros. El candidato/imputado, chanta más grande en la historia de Chile, se aprovecha y los utiliza como oferta política. Entonces sucede que esos mismos que les gritan le creen al chanta que los culpa. Contra todo, contra todos, siguen sobreviviendo los haitianos en Chile. Y muriendo. Muriendo de frío.
*Fuente: El Mostrador
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