Acerca de la Masacre de Coruña
por Elías Lafertte (Chile)
1 mes atrás 15 min lectura
06 de diciembre de 2024
Este texto es un fragmento tomado del libro de Elías Lafertte “Vida de un comunista”
Cuarta Parte: Prisiones y Destierros
La FOCH seguía funcionando en la calle Tenderini, pero el periódico, que no se llamaba ya «La Federación Obrera» sino «Justicia», se imprimía en la calle Río de Janeiro. En el orden político, un movimiento encabezado por oficiales jóvenes del ejército, entre ellos por Marmaduque Grove y
Carlos Ibáñez del Campo, coroneles ambos, había dado un golpe de estado contra la junta de generales conservadores, en enero de 1925, y traído de nuevo al país a Alessandri, para que terminara su período. Pero ya no era Alessandri quien mandaba. Todo el poder se había concentrado en
las manos de su ministro de guerra, Ibáñez, quien jugaba con cartas marcadas. Mientras por un lado quería atraer a las masas trabajadoras, por el otro buscaba la manera de destrozar el movimiento obrero, porque sabía que a la larga era éste un obstáculo para sus planes a largo plazo. Planes
ambiciosos, por lo demás, que el tiempo se fue encargando de mostrar a los chilenos.
La FOCH continuaba su lucha contra la legalización de los sindicatos, porque tal cosa, en tales momentos, equivalía a una domesticación de los elementos obreros y nosotros estábamos entonces, y estamos ahora, por una clase trabajadora erguida, revolucionaria, capaz de conquistar por sí
misma su propio bienestar. Por cuestiones tácticas, la FOCH peleaba contra las leyes 4054, de seguro obligatorio, 4055, 4056 y 4057, que preconizaban la legalización de los sindicatos.
“Pero el desprecio del gobierno por la clase obrera no había variado gran cosa y esto quedó al desnudo cuando se produjeron, a comienzos de junio de 1925, los sucesos de «La Coruña». Una huelga en esta oficina salitrera adquirió de pronto, debido a la acción de las fuerzas armadas, caracteres de masacre. Un disparo de un trabajador fue contestado por miles de balas policiales y los rumores que llegaron a Santiago hablaba de dos mil trabajadores muertos.
Los sucesos de «La Coruña» habían tenido su origen en una gran efervescencia económica y política que existía en los sindicatos del salitre. Había un estado de alarma grande, pero todo hace pensar que las autoridades prepararon fríamente esa masacre, pues el día antes de que comenzara, fue clausurado «El Despertar de los Trabajadores» de Iquique, que dirigía Rufino Rozas, se detuvo a docenas de dirigentes sindicales de distintas filiaciones políticas y se les embarcó hacia el sur. El Estado Militar, como se llamaba entonces a la Zona de Emergencia, daba carta blanca para las barbaridades más grandes, como dictar órdenes de fusilamiento, detenciones en masa, etc.
En «La Coruña» las cosas se agudizaron y en ello tuvo parte un dirigente anarquista, Carlos Garrido. En el Alto de San Antonio, los organismos dirigentes de la FOCH ocupaban un local que antes había sido prostíbulo. El 1° y el 2 de junio habían celebrado reuniones los dirigentes, las cuales fueron disueltas amatonadamente por la policía. Cuando los obreros de «La Coruña» se dirigían al campamento de su oficina, a una hora y media de camino del Alto, fueron detenidos por un grupo de policías, y se produjo una reyerta, a raíz de la cual resultaron muertos dos miembros de la fuerza policial.
La cosa se agravó con motivo de un incidente ocurrido en la pulpería de «La Coruña»: el pulpero golpeó a la mujer de un trabajador, usando de una vieja prepotencia que se gastaban estos empleados de las compañías. El marido de la ofendida entró a la pulpería y mató al pulpero.
Exaltados los ánimos por todos estos sucesos, los trabajadores invadieron primero la pulpería y luego se apoderaron de la administración de la compañía. Cuando de inmediato empezaron a llegar fuerzas de policía, los pampinos hicieron un círculo alrededor de la oficina, armados con cartuchos de dinamita. Ninguna fuerza policial se atrevió a acercarse, pero la respuesta de los uniformados no tardó en producirse: fuerzas militares emplazaron varias piezas de artillería en el campamento Pontevedra, a unos cinco kilómetros, y comenzaron a disparar, a disparar sin piedad y sin preocuparse siquiera de que estaban causando una carnicería entre los pampinos.
Cuando varios centenares de obreros habían muerto, éstos levantaron bandera blanca. No podían hacer otra cosa.
Lo que no sabían era que los esperaba una represión salvaje, desproporcionada, increíble. En Huara hubo fusilamientos a granel, prefiriéndose a los obreros comunistas. Rufino Rozas, con orden de fusilamiento en su contra, tuvo que «fondearse» y esperar que la tormenta pasara antes de salir a la circulación. El oficial de policía Humberto Letelier, que tenía su cuartel general en San Antonio, había dado a sus subordinados la orden de matar y matar, para vengar a los dos policías que habían caído en la pelea con los pampinos. No tenían que pensar ni preguntar nada, ni tampoco podían dejar heridos: matar, matar, esa era la orden.
En su afán de venganza, Letelier obligó al zapatero Juan Corro y a otros dirigentes, a arrodillarse ante los cadáveres de los dos carabineros y a pedir perdón.
Después vino lo que se llamó el «palomeo». Este era una especie de deporte que habían inventado las tropas militares, dentro de su locura represiva. El «palomeo» consistía en disparar, de cerca o de lejos, de día o de noche, contra cualquier obrero que encontraran en la pampa, en los caminos, allí donde fuera. La señal era la cotona blanca de los pampinos. Donde se viera una, se disparaba. Al caer, el trabajador con cotona blanca, agitando los brazos, parecía una paloma. El «palomeo» no sólo afectó a la gente de «La Coruña», sino de casi toda la pampa. «Palomear» a un trabajador era un timbre de orgullo para los verdugos.
Las noticias de la horrorosa masacre despertaron indignación en Santiago. Nuestro diario las publicó y todos los trabajadores exigieron que se hiciera una prolija investigación de los hechos y que se castigara a los sanguinarios culpables. El gobierno, no obstante que el presidente Alessandri y el Ministro de Guerra Ibáñez, habían mandado sendos telegramas a los masacradores, felicitándolos por su hazaña, fingió acceder a estas demandas. Manuel Hidalgo y Luis Víctor Cruz fueron llamados a La Moneda, donde se les propuso que un dirigente de la FOCH, premunido de poderes, fuera a investigar los hechos.
Se reunió la Junta Ejecutiva de la FOCH y se acordó enviarme al norte, como buen conocedor de la pampa, a investigar. El pasaje no lo pagó el gobierno, naturalmente, sino la FOCH y, premunido de una carta de Carlos Ibáñez ordenando se me dieran todas las facilidades del caso, me embarqué en la tercera clase del vapor «Aconcagua».
Al llegar el barco, dos días después, a Antofagasta, me dispuse a desembarcar para conseguir que algún dirigente regional de la FOCH me acompañara en la investigación, cuando subió un agente de investigaciones y, por orden del intendente, me llevó a tierra. El intendente, un marino en retiro de apellido Maldonado, que se hallaba en ese instante acompañado del comandante de las fuerzas militares de la provincia, el coronel Kasch, me preguntó irónicamente qué iba a hacer en Iquique. Le respondí que iba a investigar la matanza de «La Coruña» y le mostré mi salvoconducto, es decir la carta de Ibáñez.
Sospecho que ya había recibido noticias de Santiago, porque siguió en su tono jocoso.
—Muy bien, mi amigo, que le vaya muy bien entonces.
Eso no auguraba nada bueno, indudablemente, porque me decía a las claras que Ibáñez estaba obrando con dos caras. Pero yo había sido instruido por la FOCH para cumplir una tarea y no me iba a quedar a medio camino. Apenas quedé libre, me fui a Covadonga Nueva en busca de los compañeros. Conocí allí a Salvador Ocampo, a Jorge Neut Latour, a José Santos Córdova y a otros miembros del Partido. Ante mi requerimiento, nombraron para que me asesorara a un compañero de apellido Molina, llamado «El Ñato», que bien escasa ayuda me iba a prestar.
Al día siguiente llegué a Iquique, que se encontraba lleno de fuerzas de ejército, de policía y de agentes de Investigaciones. Antes de dejarme desembarcar, los policías me registraron escrupulosamente, tal vez porque creían que llevaba yo un arsenal para renovar la pelea. En el muelle me esperaba mi hermana Inés, que me abrazó llorando, temerosa de que me fuera a ocurrir algo. Un pesquisa se instaló a mis talones y no me dejó ni a sol ni a sombra, durante todo el tiempo que estuve en Iquique. Los compañeros me instalaron en el Hotel Americano, un establecimiento muy modesto. Cada vez que salía a la calle, salía tras de mí el pesquisa, y tras de éste el «Ñato» Molina.
El tránsito hacia las salitreras estaba estrechamente controlado por los militares, que «colaban» los trenes o cualquier otro vehículo que saliera de Iquique hacia la pampa. Logré sostener una entrevista con los compañeros Braulio León Peña, Rufino Rozas, Azola y Jenaro Valdés, que se hallaban viviendo en la ilegalidad. Después de conocer los antecedentes que ellos me dieron, comprendí que iba a ser imposible que subiera a «La Coruña» (ex oficina «Cataluña», en el cantón San Antonio) sin obtener un pase de las autoridades. Así, pues, me fui a ver al comandante general de armas, general Florentino de la Guarda —el que había recibido las felicitaciones de Alessandri e Ibáñez por su heroico comportamiento—. Tenía este señor su cuartel general en la calle Latorre, en un local que había sido de los obreros y que el gobierno les requisó. El general de la Guarda me atendió desdeñosamente, y a pesar de la carta de Ibáñez, que yo pensaba iba a ser una especie de «Sésamo, ábrete», me negó el salvoconducto.
Me fui a ver entonces al intendente, un señor Recaredo Amengual. Esperé que llegara, porque le gustaba almorzar con calma y al parecer con bastante vino, porque cuando llegó estaba ebrio. Lo acompañaba el director del diario «La Provincia», Luis Bustamante Cordero. No bien le hube formulado mi petición, cuando el flamante intendente montó en cólera y se desató en una serie de injurias. Más que un representante del gobierno, parecía por su lenguaje un representante del hampa más distinguida.
—Lo que usted viene a hacer es instalar los soviets aquí. . . ¡Qué se ha figurado tal por cual…
–Déjeme a mí arreglar a estos subversivos…¡Los fusilo a todos, carajo…!Guardé la serenidad.
—¿Y el salvoconducto, señor?
—¿Salvoconducto? No le doy nada y mándese cambiar de aquí…
Me retiré de allí con toda la calma que pude. Además de aficionado al vino y a las palabrotas, el intendente Amengual era enemigo declarado de los obreros. No había nada que hacer allí.
Pero en la oficina del general de armas había conocido yo a Javier Ibáñez, jefe en uno de los regimientos acantonados en Iquique y hermano del ministro de Guerra. Por fin la tarjeta de Carlos Ibáñez iba a servir de algo. Javier Ibáñez me dijo:
—Si estuviera en mi mano, lo autorizaría para que subiera a «La Coruña», pero no puedo hacerlo. Pero están a mi cargo los trabajadores presos en el velódromo. Si quiere verlos, saludarlos de lejos, se lo puedo permitir. Pero no puede hablarles.
Fui a verlos. Eran los sobrevivientes de la masacre. Estaban presos, sentados en el suelo, amarrados de los brazos, mirando unos hacia el mar, otros hacia los cerros. Tuve que contener las lágrimas ante esos quinientos o más compañeros, tratados como animales por el mismo gobierno que en Santiago se fingía amigo de los obreros. ¡Y, sin embargo, podían darse con una piedra en el pecho, porque siquiera vivían! Un par de miles de sus compañeros yacían en fosas comunes, en plena pampa ardiente. El pique de San Antonio, un pique abandonado que se hallaba detrás de la iglesia había sido rellenado con cadáveres de pampinos.
Por aquellos días se encontraba en Iquique una delegación del Ministerio de Previsión y Trabajo —que servía el doctor José Santos Salas— haciendo propaganda a la legalización de los sindicatos, de acuerdo con la Ley 4057.
La presidía Gaspar Mora Sotomayor, ex militar, y formaban parte de ella el profesor Eugenio González Rojas, el periodista Ramón de Lartundo, el poeta Roberto Meza Fuentes y Mariano Bustos Lagos, hoy diplomático. A este último lo encontré repartiendo a los presos del velódromo volantes que contenían un patriotero y melifluo manifiesto del Partido Demócrata.
Yo vagaba por las calles de Iquique sin poder cumplir la misión que la FOCH me había encomendado. Había reunido muchos datos sobre la masacre, pero era indispensable que conversara con las víctimas y que visitara «La Coruña». A veces lograba despistar al pesquisa para intentar algunos contactos. Con los compañeros que se hallaban escondidos de la policía, me entrevistaba en plena calle, en la forma más inocente posible… La imprenta de «El Despertar», en la calle Juan Martínez entre Serrano y Tarapacá, se hallaba clausurada.
Un día fui a ver a Juan Mosca, hermano de Santiago, que tenía un taller mecánico, y al regresar al hotel me encontré con varios agentes de investigaciones que me intimaron orden de prisión. Cogieron mis maletas y me llevaron a presencia del prefecto de policía, Venegas. Este estaba de guarnición en Antofagasta y se había venido a Iquique en el mismo barco en que yo viajaba. Me comunicó que, por orden superior, quedaba preso e incomunicado. Fui recluido en el casino de los suboficiales, donde me custodiaba un policía con el fusil bala en boca. Mi hermana Inés me llevaba alimentos y una que otra vez pude obtener algún diario de Santiago.
Ocho o diez días estuve preso en el primer tramo del casino, pero parece que mi presencia molestaba a los suboficiales, quienes delante de un preso con la patilla crecida se sentían cohibidos para entregarse a su entretenimiento favorito: tomar cerveza.
Había un sargento que muy a menudo pasaba por mi puerta y gritaba: —¿Qué esperan para matar a este desgraciado?…
-Yo no sé cuándo lo van a fondear. Si me dejaran a mí, ya vería. . .
Yo no sé qué sé figuraba de mí, qué creía este sargento, miembro de mi misma clase social… Es que también se decían cosas tan absurdas. Días después de mi llegada, se había publicado en »El Nacional» de Iquique, que yo había desembarcado muy elegante, con un abrigo con cuello de piel roja (sic).
Quince días llevaba preso e incomunicado cuándo me interrogaron por primera vez. Fui llevado a la presencia del mayor Picó, fiscal del proceso que se seguía, quien me preguntó:
¿Qué vino a hacer aquí?
Se lo expliqué y una vez más saqué de la cartera la famosa tarjetita.
—¿A quién ha visto en Iquique? ¿Por qué le mandan plata de Santiago?
Se refería a algunos giros que me habían mandado, para pagar el hotel y mis alimentos. Se lo expliqué.
—¿Qué era usted antes de ser dirigente obrero?
—Era obrero.
Le expliqué también mis diferentes trabajos en la pampa, en Iquique, en Santiago.
Tres veces me volvieron a interrogar, pero parece que el proceso no avanzaba muy rápido que digamos, puesto que llegué a completar setenta y cinco días preso e incomunicado.
Un día leí en un diario que llegaba a Iquique una comisión de ministros, entre los que se encontraban José Santos Salas, de Trabajo, y Mardones, de Obras Públicas. Pedí verlos, y aunque Salas se interesó por conversar conmigo, el intendente Amengual no dio ningún paso para hacer posible esta entrevista.
Protesté también ante el mayor Picó por la incomunicación en que se me tenía, pero este militar no me hizo el menor caso. Más tarde cambiaron, al intemperante intendente Amengual por el general Enrique Bravo Ortiz, quien se hallaba de guarnición en Antofagasta y había sido trasladado a Iquique. Entonces me declararon en plática condicional, lo cual quería decir que podía hablar con mis parientes y con mi abogado, pero en presencia de los pesquisas.
Le pedí a Inés que me trajera al abogado Eduardo Valenzuela Muñoz, un viejo conocido radical. Había sido secretario municipal de Pisagua, en 1915, cuando yo servía la secretaría del alcalde. Valenzuela se excusó de tomar mi defensa y entonces declaré al mayor Picó que seguiría defendiéndome solo. Dos días más tarde el general Bravo me hacía poner en libertad incondicional. Al salir de la prisión conseguí trabar contacto con Rufino Rozas. No volví, por cierto, al hotel, sino que comía en casa de mi hermana Inés y por las noches dormía en la de un sastre que estaba vinculado al ejército. La represión empezaba a aflojar. Puse un telegrama a la FOCH pidiendo instrucciones y se me dijo que regresara a Santiago.
Para embarcarme necesitaba carnet de identidad y en el gabinete de identificación no me lo quisieron dar. Es decir, para dármelo ponían una condición: que me cortara la barba, la negra y larga barba que me había crecido a lo largo de dos meses y medio de prisión. Era una condición bastante arbitraria, y los identificadores bajaron la guardia cuando el prefecto les dijo que no había razón alguna para negar el carnet a los ciudadanos con barba.
Volví a Santiago y di cuenta de mi misión. Llevaba muchos datos sobre la represión y sobre la matanza misma de «La Coruña», aunque datos fragmentarios, pues en las condiciones que trabajé no había podido completar mis informaciones.”
*Fuente: Vida de un comunista
La-Vida-de-Un-Comunista-Elias-LafertteArtículos Relacionados
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