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Nos apodaron «sudakas»

Nos apodaron «sudakas»
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17 de febrero de 2023

“Más de una vez me siento expulsado y con ganas de volver al exilio que me expulsa
y entonces me parece que ya no pertenezco a ningún sitio, a nadie.
¿Será un indicio de que nunca más podré no ser un exiliado?
¿Qué aquí o allá o en cualquier parte siempre habrá alguien que vigile y piense, éste a qué viene?
Y vengo sin embargo tal vez a compartir cansancio y vértigo desamparo y querencia
también a recibir mi cuota de rencores mi reflexiva comisión de amor
en verdad a qué vengo no lo sé con certeza pero vengo”.

Mario Benedetti

A MODO DE EXPLICACIÓN

El filósofo y escritor rumano Emil Cioran (1911-1995), autor de Las cimas de la desesperación, vivió un largo exilio en París repudiando por igual a Francia y a su Rumania natal; escribió que todo exiliado se siente llamado a contar sus memorias que constituyen “…una acumulación de zozobras, una inflación de horrores y de estremecimientos que avejentan”. Con este temor he redactado las páginas que siguen.

Sin embargo, el exilio de Cioran – a juzgar por su declarada admiración al estatus de apátrida – se asemeja más al del lobo estepario que deja la manada para esperar la muerte en soledad. En tanto, la diáspora procedente del Cono Sur de América Latina fue eminentemente colectiva; generada por la trágica derrota que el fascismo infligió a los movimientos socio-políticos de nuestros países.

Por esta razón evocar los años de ausencia, en alta voz o por escrito, obedece a la necesidad de restablecer el diálogo social con nuestros compañeros del interior. Para ello es una suerte de requisito previo restaurar plenamente las señas de identidad, a mal traer, a causa de la separación espacial y temporal que duró casi dos décadas.

En definitiva, no dejamos Chile en búsqueda de la piedra filosofal. Nuestro exilio fue determinado por la Historia. Empezó a larvarse con el inicio del ascenso del movimiento político social cuyo cenit fue el triunfo de la Unidad Popular, y la sima, la derrota representada por el “golpe de Estado”. Ambos hitos perfilaron los destinos individuales de al menos dos generaciones. Hoy, detrás de la primera línea y con paso cansado, vamos “a por la cima”.

oooOooo

NOS APODARON “SUDACAS”

En las últimas décadas del siglo veinte, esa potencia maligna que es el azar hizo que los españoles conocieran de cerca y de verdad a muchos sudamericanos. “Latinoamericanos” como nos gusta auto designarnos, quizá en el afán de convencernos y convencer a los demás de nuestra semi pertenencia a Europa.

La argamasa de las dos palabras, “latino” y “americano” resulta molesta para los estudiosos que han demostrado con rigor, y hasta más allá de la saciedad, su equívoco. Pero el apelativo campea por sus fueros. El “latino” llena la exigencia de generalidad o mínimo común con la casi totalidad del viejo continente y el “americano” aporta la necesaria especificidad que origina la barrera salada del Atlántico. Queda en el tintero reconocer que al omitir toda referencia a la península, tácitamente estamos confesando rencores y veleidades históricas que arrastramos como asignaturas pendientes.

La España de la gente de a pie no acusó recibo del agravio hasta cuando, de manera súbita, vio inundada su geografía de unos cuantos cientos de representantes anónimos de nuestro “cono sur” americano. Llegábamos, de allende los mares, desplazados por ese ramalazo vital de fascismo que agitó parte importante del continente, transformando nuestro clásico y nativo gorilaje de “guante blanco” en dictaduras militares y militantes.

Olas de damnificados entregados al capricho del viento huimos del espanto con espanto, y más de alguno de nosotros con el horror convertido en miedo al presente y en incertidumbre frente al futuro, llegamos sin ser invitados. Y, aunque en España el momento no era precisamente para dispendios, ¡pasamos! y ¡seguimos pasando!

A los políticos nos sucedieron filas de paupérrimos de fisonomías oscuras que llegaban de cualquier manera trayendo, si bien ninguna moneda dura, un cargamento de críos y de cacharros de cocina aportillados, porque “cada hijo es una bendición de dios” y porque el pobre – afirma el poeta chileno Fernando Alegría – muere por la olla como el pez por la boca.

Y seguimos ¡pasando! ¡a más y mejor ! Incrementando el censo hasta con el aporte inquietante de nuestros “cacos” criollos que cansados, al parecer, de hurgar en bolsillos vacíos, ahuecaron el ala rumbo al mundo del consumo…

Los unos, los otros y los demás, hemos dado a la España de todos los días, la oportunidad de castigar la soberbia que encubre el impropio “latinoamericano” y como la venganza es placer de dioses, sobre todo si es servida en bandeja, a los unos, a los otros y a los demás se ha dado en llamarnos “sudaca”, apelativo sin otro sello que no sea el del ingenio popular.

Al “sudaca” cada una de las colonias ha opuesto, según su peculiar idiosincrasia, una táctica específica pero dentro de una estrategia común: la primera fue reconvertirla en palabra cariñosa, la siguiente, pasar agresivas facturas históricas y la tercera, semi aceptarla.

En esta última parece haberse asentado el contencioso, pero los chilenos, paradigma del mestizaje y la contradicción, decidieron sumarse a la celebración del quinto centenario, proponiendo que la palabra “sudaca” sea incorporada al léxico, mediante el reconocimiento oficial de la Real Academia. Explican el inesperado espaldarazo a la palabreja con el argumento de que tres sílabas han bastado para derrumbar fronteras, para acortar mezquinas distancias, para unir a los latinoamericanos… España, dicen, a fin de cuentas, sin ser la “mamadre nerudiana” pero con el talento de su genio lingüístico, acuñó el término y consiguió en esta orilla oceánica el milagro de hacer realidad el sueño bolivariano.

Mis compatriotas juran y ¡quizá perjuran! que aún sin mediar reconocimiento oficial y sin torpes distingos entre nacionalidades y entre exiliados políticos, emigrantes, cacos y aventureros, han incorporado la palabra “sudaca” al acervo de sinónimos que les son aplicables pero, ¡eso sí! sin renunciar a la loca esperanza de oírla alguna vez sin acento peyorativo, sin xenofobia agazapada y sin esa altiva soberbia con que se la carga hoy… porque cuando ello suceda relucirá el acierto del calificativo: la partícula “sud” que, como el Río Grande, separa a nuestra América de la que nos ha escamoteado hasta el nombre.

MARCELO

Llevaba ya un buen rato esperando en aquella callecita. Cansada de estar de pie, me senté sobre el baúl y acomodé en el hueco de mi falda al gato que pataleaba y chillaba como si lo estuviera atormentando, lo que me dificultaba controlar a la perra “Pituca. El collar, improvisado, uniendo dos corbatas, que Doña Conchi me había proporcionado, amenazaba con romperse con los tirones que daba el animal. El nudo se enquistaba cada vez más entre su sucio pelaje. Hacerse cargo de un gato y una perra que no me conocían, sacarlos a la calle y tratar de mantenerlos tranquilos era un desafío imposible. No recordaba que alguna vez me hubiera tocado ser víctima de las circunstancias. Y justo cuando me parecía que ¡por fin! perra y gato empezaban a tranquilizarse, volvían a iniciar una redoblada serie de maullidos, tironeos y ladridos más lastimeros que quejas humanas. Exasperante, porque si bien la tentación de apurar una asfixia doble se me presentaba como una solución definitiva, tenía perfectamente claro que aquel lujo está vedado en una ciudad como Barcelona, Roma o París. Nadie que quiera mantenerse indemne comete en público semejante salvajada, y menos a las diez de la mañana, cuando las calles empiezan a llenarse de gente. Compartiendo la postura de los moralistas que anatemizan el amor desmesurado que algunos humanos prodigan a la bestia en lugar de amar a los semejantes. Aún contando que los semejantes puedan pertenecer a esa especie que se solaza en hacerte volver diez mil veces antes de entregarte el permiso o la autorización que llevas meses tramitando. Mejor era resignarse y cambiar de táctica. Interrumpí la batalla de tirones y traté de calmar a Pituca con cariñosas palmadas en el lomo. ¡Qué lío Dios mío! Decididamente, no era mi día. Y como no era mi día, agucé el oído y empecé a prepararme para escuchar a algún paseante motejarme entre dientes ¡sudaca, ya se sabe! con lo que me habría dado la oportunidad de descargar la agresividad que había ido acumulando, y putear a alguien como está mandado. Pero nadie lo hizo y seguí esperando acompañada de ambos animales y sin separarme del baúl que incomodaba el paso de los transeúntes. De pronto supe que los dos animales me ayudaban a no entregarme a la pena que me tenía al límite del colapso. En lo más profundo y aún cuando no quisiera reconocerlo, mi preocupación principal era tratar de no pensar en Marcelo. Con su especial sentido del humor habría encontrado mi situación la mar de divertida, y más aún que sucediera a pasos de Ramblas. Cuando nos imaginábamos las grandes alamedas del retorno, declaraba que se sentiría feliz pero no sabría como vivir sin las Ramblas y cuando había empinado el codo un poco más de lo necesario y saludable, se explayaba en argumentos, como lo hizo aquella lejana noche de viernes en que estuvimos de copas, celebrando su cumpleaños:

Con un gesto amplio que pretendía abarcar todo el paseo, dijo más para sí mismo que para mí: “Por aquí circularon anarquistas, trotskistas, socialistas, comunistas, en fin, los republicanos. La Pasionaria y muchas gargantas vocearon con ella: ¡NO PASARÁN!

Y ¡PASARON! Igual que nosotros: EL PUEBLO UNIDO JAMÁS SERÁ VENCIDO… y ya ves lo que sucedió…

A ver ¿qué pasa? ¿quieres aportillarme la celebración? Te equivocas. No olvido a toda la canalla fascista, ni tampoco a la quinta columna. Además, si bien es cierto que ganaron la guerra civil, la historia la conquistaron los republicanos como lo demuestra que nosotros podamos vivir en este país.

En fin, negra; volvamos a las Ramblas. En las noches las recorren aquellos que son marginales “de verdad”. No se portan bien ni quieren hacerlo, no aceptan las reglas del juego, pero no tienen interés en cambiarlas… respetan al otro y no adoctrinan a nadie…

Y continuó elogiando los paisajes urbanos venidos a menos y ensalzando a todos los ácratas de su repertorio. Y después de parlotear un par de horas sobre la futilidad del statu-quo y sobre los hipócritas que lo mantienen, se bebió el par de tragos que le faltaban para completar la carga. Los codos empezaron a resbalársele de la mesa y la voz – de frase en frase – se le volvió cada vez, más pastosa. Tuvo que aceptar a regañadientes; dar por terminada la velada. Con esfuerzo conseguí que se pusiera en pie y encontró la puerta de salida, luego de haber intentado hacerlo por la puerta del lavabo y negándose a que lo acompañara hasta su domicilio – cuyas señas nunca me había dado – tambaleante cogió rumbo en dirección al puerto y lo vi perderse en la noche oscura y sin estrellas.

“Marcelo, muerto…”

Seguía pasando el tiempo, y la gente caminaba, cada cual a lo suyo, acusando recibo apenas de mi presencia, como si el entorpecimiento de la circulación peatonal que causaba fuera normal, aunque en realidad, obstaculizaba completamente la acera. Algunos se bajaban de ella y me miraban brevemente por el rabillo del ojo, con una sonrisa, más leve que disimulada, de quien se ha visto en situación parecida. Otros se las arreglaban para pasar equilibrándose por la orilla de la vereda que dejábamos libre. De nosotros tres, el más tranquilo era el baúl y el que se lo pasaba mejor el gato. Que más podía desear. Estaba en brazos y, ya tranquilizado, ronroneaba para declarar conformidad con su situación personal. Y sin pensarlo y menos aún decidirlo. Me acordé del profesor de historia que nos contaba que desde Casio y Nerón, pasando por Poncio Pilatos, Calígula, y hasta llegar a Stalin, habían tenido un gato regalón ¿y que tenían en común todos estos personajes que he nombrado? ¡Piensen! Todos fueron unos grandes tiranos. Pero el gato que tenía en los brazo había pertenecido a un hombre bueno. Tampoco habría podido ser el gato de algún famoso tirano o de un torturador chileno. Era un gato callejero como lo delataba el caprichoso colorido de su pelaje. La cola atrofiada sugería mil cruces bastardos ocurridos en la nocturna y bulliciosa promiscuidad de disputados apareamientos.

Pituca insistía en escaparse y acaso la habría soltado, pero no pude hacerlo ya, que en ese momento divisé a la persona que esperaba y que había conocido ese mismo día, a muy temprana hora en la casa de pensión donde había vivido Marcelo. El momentáneo alivio se esfumó al constatar que venía a pie, o sea, sin la furgoneta que había dicho que iba a buscar. Con un fuerte acento argentino y de manera inesperada me dijo: “¡Escuchá! Si Marcelo murió, habrá que enterrarlo”. Ante verdad tan lapidaria y conclusión tan exacta, mi primer impulso fue negarme a la realidad mediante el expediente de poner distancia y correr a perderme. El argentino adivinó mis intenciones y me propuso que desayunáramos en la cafetería que había cerca del lugar. Allí podríamos decidir “qué hacer”. Sin saber cómo, llegué hasta el bareto y entré con la perra y el gato. Con el baúl a cuestas me siguió el argentino que resultó ser uruguayo, pelirrojo, y llamarse Lauro. En la mañana cuando -sin conocernos- llegamos juntos a la pensión, le adjudiqué nacionalidad argentina. Mi daltonismo me hizo verlo rubio y por prejuicio le adjudiqué el nombre de Carlos Alberto. Todo ello a causa del caos en que doña Conchi – la dueña de la pensión – nos sumió al anunciarnos el suicidio de Marcelo para, a renglón seguido, urgirnos a desocupar la que había sido su habitación. Categórica en sus argumentos, no valía la pena planear estrategia dilatoria alguna. Cuántas veces la pobre mujer habría sido engañada que, sin disimulos, nos aplicó la regla de oro: “aquí te pillo, aquí te mato”. Y así, con prisas y sin asimilar que mi amigo de siempre se había suicidado, sofocando sollozos bajé con una perra y un gato las mismas tétricas escaleras que diez minutos antes, preocupada, pero “ligera de equipaje”, había subido (frase del poema RETRATO de Antonio Machado ).

Sin creérselo, el camarero del bareto que nos vio entrar giró ostentosamente la cabeza hacia el cartel que advertía “Reservado el derecho de admisión” y luego de una segunda mirada ¡vaya a saberse por qué! nos aceptó. Necesitamos una primera taza de café para romper el silencio. Le conté a Lauro cómo la noche antes, después del campanillazo del teléfono, una voz de mujer mayor, baja y persuasiva, me había insistido en que al siguiente día fuera, sí o sí, al carrer Conde del Asalto 90, en la misma calle del Palacio Güell a unas calles del Raval y que se trataba de Marcelo. No quiso darme más información y con ese sebo me hizo acudir a la cita. Fue ahí donde me encontré contigo. Nuestras señas eran las únicas que doña Conchi había encontrado en una libreta que estaba en el cajón de la mesita de noche. Nos dijo que había querido mucho a Marcelo. Prueba de ello es que nunca lo había puesto en la calle a pesar de que no le pagaba el alquiler desde tiempos inmemoriales. “Conmigo lo podía todo el muy gamberro” dijo con voz triste. Metió aquí al Mimoso y como si fuera poco, dos semanas después trajo a esa perra loca “ la Pituca” que, haga lo que haga, siempre mea en el descanso de la escalera.” Aturdida por la noticia no me opuse a los deseos de doña Conchi . En esos momentos, más que la desaparición de Marcelo que aún no asumía y menos aún procesaba, lamenté sus excentricidades. A mi lado, Lauro, en quien, a decir verdad apenas había reparado, descendía la escalera con un arcón destartalado a cuestas, ante las recomendaciones de doña Conchi de no arrastrarlo por la escalera, lo que fue una de esas ironías que ponen una sonrisa condescendiente. Lauro, por su parte, además de presentarse, contó que antes de salir de su apartamento, había tenido una discusión acalorada con su mujer. Ella se negaba a creer que la voz del teléfono de la noche anterior fuera la de una desconocida. “…Ya me dirás ¿desde cuándo repartes el número de teléfono entre desconocidas para que llamen de noche?…” . Todavía acalorado subió al Metro y allí reparé en ti – me dijo – es que ¿sabes?, aunque parezca mentira, todavía me siento vigilado, sobre todo cuando hago un camino distinto al de todos los días. Todos los pasajeros del Metro me parecieron normales, pero tu distracción ¡tan bien lograda¡ me pareció sospechosa y de prisa me bajé en la Estación Liceo y busqué la dirección, pero al llegar al rellano de la escalera reconocí los bordados incásicos de tu abrigo y me controlé para no devolverme. Me contuve cuando oí la misma voz del teléfono y aunque no registré todo lo que ustedes hablaron, entendí cuando la señora Conchi dijo que Marcelo se había quitado la vida y quedé paralizado. Por contemporizar, simulando atención, escuché a Lauro decirme que le habían recomendado tratarse el “delirio de persecución” que sufría. Pero, según él, la curación dependía de la capacidad de olvidar y él se proponía no hacerlo jamás. Sin poder alargar más los preámbulos y ya en la tercera taza de café, hubo que ir al grano. Con una amarga sensación de agravios comparativos y luego del inevitable tira y afloja, nos repartimos las pertenencias de Marcelo. Lauro accedió a llevarse el baúl y la perra. “El problema – dijo – será entrar este cacharro en la bodega del restaurant; una vez dentro será “coser y cantar” y ¡a vivir que son cuatro días!, ya que el jefe nunca mete sus narices por allí…, pero la perrita ésta… ya me dirás, yo no sé si Marta Elena la aceptará o me echara a la calle junto con la perra.

Por mi parte, prefería quedarme con el gato, seguramente la falta de una bella cola garantizaba que sus celos y apareamientos fueran moderados. Además su comportamiento había sido bastante más civilizado que el de la perra.

Ningún argumento me sirvió, sin embargo, para inhibirme de lo que me esperaba al siguiente día: ir al Consulado de Chile. Lauro iría por información al Depósito Municipal, ya que según la patrona de la pensión allí habían trasladado los restos de Marcelo. Lo demás… lo demás… ya se vería.

El CONSULADO

Me pasé la noche en vela, intentando aceptar y asumir la realidad. Los años que habían transcurrido desde el golpe de Estado me habían devuelto a la cómoda idea de que la muerte es eso que le ocurre a uno cuando ya es muy viejo. En la lentitud de mi existencia de exiliada había ido olvidando aquellos días vertiginosos, cuando el morir se transformó en lugar común y aquéllos, a quienes no nos tocó desaparecer, pagábamos el delito de sobrevivir con esa suerte de mala conciencia que nos ha acompañado como parte de nosotros mismos. ¡Marcelo, muerto! me parecía inconcebible. Y como el suicidio es muerte y la muerte por ser misterio lo hacía inalcanzable, me pasé horas dándome vueltas y más vueltas, tratando de repasar mentalmente todo lo que Marcelo había dicho la última vez que lo vi. Por fortuna no pude encontrar en esa recapitulación ningún indicio, ni el más mínimo signo de algo que pudiera haberme llevado a presentir que incubaba la decisión de quitarse la vida… ¿Cuánto tiempo requiere un suicidio desde el primer impulso hasta su consumación? A pesar de mis esfuerzos no pude recordar con exactitud cuándo había sido aquella última vez. En todo caso no podía haber transcurrido más de una semana. El acostumbraba a pasar por mi timbiriche de Ramblas a recoger su correspondencia. Lo hacía desde que volvimos a encontrarnos en Barcelona. Entonces me pidió ese único favor: que recibiera en mi dirección las cartas de su madre. La vida misma y el exilio nos habían cambiado. “Los de entonces -como poéticamente dijo Neruda- ya no éramos los mismos”, pero Marcelo continuó siendo tremendamente parecido a sí mismo, aunque ya dejara de llevar los trajes de estudiante pobre que le apañaba su madre. El que llevaba el día de la despedida tenía un costurón inoportuno en la solapa que nos permitió sonreír y llorar a la vez. En aquellos días los adioses exigían urgencia y clandestinidad y ese primer adiós provocado por un decreto de expulsión que aseguraba que seguiría con vida, pero en otro país, marcó nuestro debut en despedidas. Muchas se han sucedido, al extremo de no poder situarlas en el tiempo ni en la emoción.

Al siguiente día, insomne, dolida y malhumorada llegué al consulado chileno, blindado desde septiembre de mil novecientos setenta y tres para contener la solidaridad activa y militante de los estudiantes catalanes con el pueblo chileno. Fuera del cónsul – destituido ipso-facto- el personal de esa oficina parecía seguir siendo el mismo, pero era obvio que los funcionarios, en aras de la estabilidad laboral, adecuaban el estilo a las instrucciones del nuevo gobierno, sobre todo acerca de tratar a los exiliados como a perro sarnoso. Por supuesto con buenas palabras y sin desterrar de los labios la sonrisa del que se siente y se sabe poderoso y quiere que sus interlocutores sean conscientes de esa superioridad. No era difícil entender que tenían orden de seguir hablando con la voz almibarada de siempre, pero ahora acompañada del gesto seguro y definitivo del vencedor.

¿De modo que eso es lo que quiere? – Lo siento mucho, pero va a tener que esperar; y yo, iniciando el diálogo de cínicos, contesté: No importa, tengo tiempo y de manera providencial encontré una silla desocupada. La moví para atrás y para adelante para asegurarme de que no tuviera una pata quebrada o los tarugos sueltos, y recién cuando me senté entendí porqué los demás parroquianos la habían despreciado en aquella atestada sala de espera. En frente, la foto del gorila, enjaulado en un marco dorado, me miraba fijamente a los ojos como si me estuviera interrogando personalmente.

Tras una larga y agobiante espera conseguí entrevistarme con el encargado de relaciones públicas que resultó ser un hombre de una suavidad extrema. Por un momento dudé de su masculinidad, pero recapacité a tiempo. La distancia espacial y temporal me había hecho olvidar la cursilería de mis compatriotas que reconocen pertenencia a la reputada “clase media alta”. Escogí con mesura mis palabras, expuse el problema y sin soberbia solicité ayuda. Mi interlocutor abandonó el despacho con el nombre de Marcelo garabateado en una hoja de papel. Volvió al cabo de algunos minutos, los mismos que bastaron para desestimar mi petición, cambiar el tono de voz y masculinizar sus modales. Áspero, arrogante y a todas luces asombrado de mi abuso de confianza me dejó en claro, deletreándolo con cuidada pronunciación ¡Aquí no se presta ayuda a los enemigos de la patria! Sostuve su mirada sin pestañear. Hice como si eso de “enemigos de la patria” no me afectase en lo más mínimo. No moví, pues, un solo músculo de la cara. Sin decirlo, mi actitud correspondió a un encogimiento de hombros. El hombre bajó el tono y, como si quisiera hacerme una confidencia del corazón, me dijo: personalmente no podía comprender cómo era posible que en el último tercio del siglo veinte, aún hubiera gente empecinada en mantener idealismos hueros y utopías trasnochadas y que, en consecuencia, aún reconociendo que ser imbécil puede ser una circunstancia atenuante, no sentía un átomo de conmiseración por los comunistas y sus adláteres, pero que, en fin, tratándose de un fallecimiento haría algo y ese algo fue alargarme la tarjeta de visita de un abogado. Mientras yo, asombrada de haber escuchado ese parlamento, sin perder la pose de dama, reconocí en mi fuero interno que la cobardía me había vencido y que mi caída había empezado con las concesiones que inútilmente le hice al relamido. No cabía duda! me había clasificado en las filas de la derrotada generación del 73.

Me despedí del burócrata, simulando no haber visto su mano extendida y desbordando ira e impotencia y preguntándome ¿adónde fue a dar mi alto sentido de la dignidad que se le supone a todo exiliado? Cargada de vergüenza propia, caminé hacia Ramblas conteniendo las lágrimas que amenazaban brotar. Caminaba totalmente ajena a lo que ocurría o no ocurría en mi entorno. De pronto alguien me adelantó rozándome el hombro derecho. Instintivamente protegí mi cartera y volví al mundo contingente. Los alborotados transeúntes se quedaron mirando la zigzagueante carrera de un hombre que huía con la cartera de una mujer que, a unos trescientos metros más atrás, gritaba ¡mi cartera, mi cartera! Como los demás, miré en la dirección que la mujer señalaba, cuando escuché una voz grave y un dedo acusador que me indicaba: ¡Esta mujer es su cómplice! ¡Sudacas , ya se sabe!

Lo único que me faltaba, pero a pesar de la amplitud de sus ademanes el individuo no consiguió el efecto esperado y, con más o menos prisa, la gente reanudó su marcha y yo, que aquel día no estaba para ejercitar la tolerancia, en lugar de recurrir al gesto universal -cuyo significado en cualquier latitud del mundo obvia respuestas- fui en búsqueda del hombre que me había encolomado el robo de la cartera. El propósito que me guiaba era explicarle que solo esa potencia maligna que es el azar (Schopenhauer) me había hecho coincidir en aquella calle y en aquella hora con el carterista y que mi presencia allí tenía que ver con la decisión inesperada y lamentable de un hombre joven -sudaca- pero tan igual como cualquiera de cualquier latitud del mundo, que había sido expulsado de su país por un tirano como Franco y que, tras algunos años de exilio, no había podido soportar más y acababa de quitarse la vida. Concluyendo en la inutilidad de toda explicación logré darle alcance y en lugar de declarar el parlamento que había preparado, le espeté el contundente “hijo de puta” que se merecía y como colofón el corte de mangas que bien se había ganado.

Creo que en ese momento empecé a resignarme a las reglas del juego: acepté la palabra “sudaca” y acepté el suicidio de Marcelo como una decisión respetable, aunque nunca pudiera ser consoladora. Acompañada de su fantasma seguí Ramblas abajo, hacia mi cotidianidad y allí, en mi cotidianidad estaba mi lugar. Tendría que aumentar sustancialmente las ventas para poder afrontar los gastos del funeral que, aunque Lauro cooperara, serían muy gravosos. A pesar de mi descalabro anímico las trompetas tocaron a ofensiva capitalista: ¡Ahora sí que sí! no podrá marcharse ningún turista sin que yo consiga venderle una de mis baratijas de hojalata dorada, haciéndolas pasar por auténticas joyas incásicas, por unas de esas deslumbrantes lágrimas del sol que incitaron la codicia de Pizarro. Llamaría a Lauro y esa misma noche me sentaría a escribir la carta necesaria e impostergable a doña Marcelina, la madre de mi amigo. Acaso, con algo de suerte, podría pasar por ahí un sudaca que me diera el dato de un teléfono público averiado en el cobro, pero en funcionamiento en las comunicaciones. Así podría sostener con doña Marcelina una larga conversación que me permitiera intentar suavizar la funesta noticia que debía comunicarle.

¡AY LA JUSTICIA… ESA UTOPÍA!

Después de mi triste actuación en el consulado de Chile decidí que pagando o no pagando debía informar a la señora Marcelina, su madre, el suicidio de su hijo y mediante una llamada telefónica en lo que sería la única decisión sensata que adopté en aquellos días ¡tan aciagos!

Imaginar a la señora Marcelina abrir el sobre y romper en llanto me dolió como una herida. ¡No! mil veces ¡NO! nada de cartas. Me metí en una cabina y hablé con ella. A pesar de mis titubeos pude darle la noticia de un modo más o menos humano y hasta me pareció que, de cualquier modo, ella consiguió asimilar el golpe. “Lo único que le pido, m’hijita, es que me lo manden de vuelta” -dijo- “Cuando estaba vivo y quiso volver, le cerraron las puertas a causa de la expulsión y de tener una “L” en el pasaporte. Debes saber que la letra “L” significaba la prohibición absoluta de entrar a territorio chileno. Ahora que está muerto, tendrán que dejar que descanse en paz en su tierra. ¡Su hijo, su único hijo! Y, como el deseo de muchas madres chilenas devino en irrealizable ¡tanto como asir una estrella del firmamento!

No soy clarividente, pero un mal presentimiento me llevó a pensar que había que apurarse en realizar las diligencias para cumplir el deseo de doña Marcelina. Nuestras primeras gestiones fueron un fiasco total. Lauro volvió del Depósito Municipal con los ojos desorbitados y el aliento corto, clamando por un abogado. Los de la morgue lo dirigieron a los juzgados: los datos del suicida no correspondían a los del formulario de ingreso del cadáver, y eso siempre es cosa seria. De acuerdo a los datos aportados por quienes habían encontrado su cuerpo y a los papeles que tenía entre sus documentos, él podía ser dos personas diferentes. Antes de que le repitieran que era una ilegalidad gravísima y que debía arreglarse de manera inmediata, Lauro salió a escape con el miedo metido en el cuerpo. Creyó enterarse que su amigo Marcelo, buscado por la policía con malas intenciones, habíase pirado de Chile completamente a la mala y que, pasando quizás qué penurias, había llegado a Europa con cuerpo y alma pero sin pasaporte, aunque acá circulaba últimamente con uno de dudosísima autenticidad extendido a nombre de Saturnino Toroco Menares, ciudadano boliviano. ¡Ay! Marcelo era un fugado, y eso lo explicaba todo.

Un poco más tranquilo bajó por Vía Layetana hacia el mar. Al llegar a los tribunales su voluntad sufrió un nuevo quebranto. Vio que en el portal del edificio los policías cacheaban a cuantos querían entrar. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, reunió nuevamente los cuatro átomos de valor que le quedaban y se animó pensando que en España no se fusila a nadie con o sin juicio. Trémulo y sudoroso se puso a la cola y pasó la revisión sin problemas. Subió las escaleras con la boca seca y las manos aún empapadas en sudor frío. Después de dar un gran número de vueltas, – ¡Créeme! ya me conozco casi todo el edificio-, y de preguntar en muchas oficinas, llenas de señoritas que le escuchaban repetir por enésima vez su insólito relato y lo remitían a otra ventanilla aún más lejana hasta que logró saber algo. Se enteró de que Marcelo estaba allí registrado como NN, presumiblemente Marcelo Alvarez Alvarez, ciudadano chileno con prohibición de entrar a su país de origen, estando descartado que fuera Saturnino Toroco Menares, ciudadano boliviano ya que se trataba de una burda falsificación que ¡vaya a saberse por qué! llevaba encima semejante esperpento y que su deceso había sido provocado por ingestión de cianuro de potasio. Esto último terminó de desmoronar al pobre Lauro. Años antes había pedido a Marcelo que le guardara una cápsula de cianuro. Él la llevaba consigo desde que la organización en que militaba comenzó a desmoronarse y la había recibido para el supuesto caso de ser detenido y torturado. A Lauro la posibilidad de que le detuvieran -justamente a él- le pareció en su momento más que teórica y absolutamente increíble. “Si yo no he hecho nada”, dijo tratando de rechazar el veneno, argumentando “el que nada hace, nada teme” que en Chile, después del golpe, causó más muertes que una epidemia de meningitis.

Y cualquiera que le conociera y pensara con un cerebro normal le habría dado toda la razón. Él, acusado de guerrillero, ¡Dios querido!… Lauro era física y espiritualmente el anti-héroe por antonomasia. Pero la situación era seria y sus camaradas le dieron a la fuerza la cápsula de cianuro para que no contara lo que no debía si caía en manos de la policía secreta. En lugar de llevarla bien escondida en su ropa, la guardó en un cajón del escritorio, bien camuflada en una caja de cápsulas de vi-syneral que se veían iguales y que él tampoco pensaba tomarlas jamás. Creyó que nunca tendría que usarla y que sus compañeros exageraban. Cuando lo apresaron, no la tenía consigo y soportó como pudo. Los de inteligencia lo pasaron por todo el repertorio, lo torturaron y pudo salir por obra y gracia del azar. Entre tanto, la cajita de vi-syneral sobrevivió incólume a cuatro allanamientos, pero lo más increíble es que cuando salió del país, en lugar de tirarla a la basura puso la caja que la contenía en un rincón de la maleta. ¿Por qué? se preguntó él mismo. Era el destino de Marcelo, del cual Lauro en ese tiempo no sabía ni siquiera de su existencia y así, en el avión la cápsula de cianuro llegó a Barcelona y quedó en el cajón de un mueble del pequeño apartamento amoblado que alquiló con Marta Elena, su compañera. Pasó el tiempo y cuando el hijo de ambos -nacido en Barcelona- aprendió a caminar, empezó a abrir cuanto cajón encontraba a su paso. Lauro, en lugar de arrojar el peligro al mar, a la basura o a cualquier otro lugar donde no pudiere dañar a nadie, tuvo la insólita ocurrencia de dársela a guardar a Marcelo que aceptó el encargo: “No hay problema. Para que sepas, pondré la caja dentro de mi baúl”.

En la bolsa de plástico que contenía los objetos encontrados junto al cadáver de Marcelo, Lauro alcanzó a distinguir su caja de vi-syneral. Estaba vacía, era de presumir que antes de dar con la cápsula premiada, hubo de tomarse todas las otras píldoras que había en la caja.

  • ¿Entiendes?, ¿entiendes?, que si ahora investigan más, voy a parar a la cárcel: y esta vez ¡con razón!

Consciente de que para repatriar sus restos habría que hacer aún más gestiones dado que debíamos despejar toda duda sobre la razón de que Marcelo tuviera dos pasaportes; además contagiada por las aprensiones de Lauro, cedí a su insistencia de consultar a un abogado. Juntos fuimos a hablar con el que me había recomendado el relamido del consulado. El estudio estaba en pleno corazón del Ensanche y ocupaba completamente la planta principal del edificio, una de esas acojonantes mansiones con columnata que habitaron los grandes burgueses de fines del siglo decimonono. Hasta la madera de la puerta infundía respeto hacia la propiedad ajena y avalaba el prestigio de su ocupante. Era evidente que los honorarios serían un poco menos elevados que la deuda externa de nuestros dos países juntos.

En la antesala intentamos aplacar nuestros temores preparándonos para conmover al profesional. Hablábamos cuchicheándonos al oído. Trataríamos de ablandar su corazón. Bajo el influjo de nuestras palabras afloraría quizá un recuerdo… Con suerte, hasta sería posible que hubiese sido uno de esos escasos profesionales brillantes de pobre cuna…, tal vez consiguiéramos reactivar en él algún sentimiento olvidado…, o en fin…, a lo mejor lograríamos explotar de algún modo ese halo de misterio que suele rodear a los extranjeros que no andan, o que fingen no andar muertos de hambre por esos caminos de dios y a los que se suele mencionar con el nombre exquisito de “exóticos”. Algo de eso tendríamos que poner en juego para moverle a encargarse del asunto sin reparar en la banalidad insignificante de los honorarios. Las esperanzas -que, según algún existencialista, son hijas de “mala madre”- vuelan muy alto y en más del noventa y nueve por ciento de los casos se esfuman a causa de una caída o de un aterrizaje forzoso.

Unos veinte minutos más tarde la secretaria interrumpió nuestras divagaciones y nos hizo saber que había llegado la hora de hablar en alta voz. Lauro se hizo cargo de la situación con inusitado desplante y desde el principio llevó el peso de la entrevista. Detrás de un escritorio inesperadamente bajo estaba sentado un hombre de unos cincuenta años. Su exigua estatura explicaba la ominosa adecuación que habían sufrido las patas del finísimo mueble: alguien le había amputado alevosamente las cuatro patas a media altura para que, sentado en la silla, su propietario alcanzara a rozar el suelo con los pies.

Por encima del borde de sus gafas de lectura nos dirigió una mirada tranquila y neutra, y escuchó con paciencia la exposición de Lauro. Cuando éste hubo finalizado, y sin perder tiempo en aclararse la garganta, recapituló los hechos:

  • Obra en vuestro poder o esperáis recibir en los próximos días, una carta de puño y letra de la señora Doña Marcelina Alvarez, de nacionalidad chilena y con domicilio en Santiago de Chile, la cual, informada telefónicamente del siniestro, manifiesta expresis verbis su deseo de que sean repatriados los restos mortales del que en vida fuera su único hijo, Don Marcelo Alvarez Alvarez, de nacionalidad también chilena y hasta el momento de su deceso, residente en Barcelona. La misma persona física ha sido identificada, sin embargo, por los funcionarios del servicio médico legal como otra persona; pero hay que descartar que se trate de don Saturnino Toroco Menares, nacido en Cochabamba el seis de agosto de mil novecientos cuarenta y tres, como lo establece el pasaporte boliviano que portaba entre sus efectos en el momento de suicidarse. La situación de hecho, a la cual vosotros estáis abocados, es la siguiente: acreditar que se actúa en representación de Doña Marcelina Alvarez es sencillo. Bastará para ello con un poder notarial apostillado y con un certificado literal de nacimiento del occiso legalizado en debida forma por el Consulado Español en Santiago de Chile. Pero desde ahí hasta la resolución judicial que deje definitivamente establecido que NN, presuntamente llamado Saturnino Toroco Menares, ciudadano boliviano, no es tal, sino más bien Marcelo Alvarez Alvarez, nacional chileno, hay un camino de tránsito intrincadísimo, casi imposible de seguir para quien no tenga la dilatada experiencia mía en asuntos legales internacionales. Una vez salvado ese escollo, será necesario instar ante el Registro Civil la inscripción marginal correspondiente en la partida de defunción. A continuación hay que efectuar una serie de gestiones ante la Dirección de Sanidad, la cual, sobre la base de determinar la ausencia de enfermedades infectocontagiosas o de contaminación por agentes etiológicos no convencionales, emita su declaración de conformidad con el traslado del cadáver. Por su parte, el Consulado de Chile, tomando como base la documentación generada durante este proceso debe expedir la autorización correspondiente. El último paso será, recién entonces, contratar los servicios de una compañía especializada que se haga cargo de transportar el féretro a Chile. En dos palabras, yo podría acometer y encargarme de llevar a feliz término esta complicada empresa y si bien no puedo de momento calcular con exactitud la minuta de gastos, suplidos y derechos, estoy en condiciones de decirles que, por ahora, para empezar, bastará con una provisión de fondos del orden de doscientas mil pesetas.

Aunque lo de las doscientas mil pesetas lo dijo con suavidad, sus palabras nos petrificaron. Cogido por una tartamudez súbita, Lauro dijo que entendíamos en su totalidad las razones que acababa de exponernos y le aseguró que nos pondríamos de inmediato en campaña para que Doña Marcelina nos enviase el poder, el certificado de nacimiento y… el dinero. Me atraganté de sólo pensarlo. Por cierto que nunca volvimos a aparecernos en aquel lugar. Con todo, nos había quedado perfectamente claro que sin abogado el traslado de los restos de Marcelo no marcharía. Pero no tenía por qué ser con la ayuda de uno tan caro. Había, pues, que buscar un precio accesible. No faltó quien nos recomendara a unos abogados jóvenes que podrían ayudarnos a salir airosos del berenjenal. Nos fuimos para allá. En la sala de espera, además de unos diplomas con el título de abogado otorgado por diferentes universidades del cono sur de América, colgaba en la pared un texto copiado de la novela Yo, Claudio, que en aquel momento convertida en culebrón por la BBC, triunfaba cada tarde en la televisión. El cartelito decía más o menos lo siguiente: “Como Telegonio, ayudamos y aconsejamos a todos aquéllos que se vean o que se han visto envueltos en dificultades personales o financieras que hagan necesaria su comparecencia ante un tribunal civil o criminal”. La farsantada terminaba prometiendo honorarios razonables, profesionalidad y cortesía.

Al cabo de casi una hora de espera que soportamos sentados en unas sillas de dudosa estabilidad, llegó al estudio uno de los abogados, un hombre de unos treinta años largos, con cara y apellido de galán italiano que entró muy sonriente y que después de saludar, de besos, a la secretaria, suspiró teatralmente. Verlo y saltar del asiento fue para Lauro, una sola cosa. Por lo visto, parecía crecerse en la adversidad y abordó al abogado de inmediato, tratándolo de doctor. Lo cogió de una manga, dispuesto a no soltarlo nunca más. Detrás de ellos, entré a la oficina. La sonrisa y el gesto de la mano derecha invitándonos a sentarnos frente a él ya nos eran conocidos. Lauro, que a esas alturas ya estaba harto de esperar inició la consulta. El abogado, en silencio y mirándonos casi sin pestañear escuchó el relato. Poco a poco fue desapareciendo su semisonrisa, desplazada por una seriedad creciente que me hizo temer que declinara hacerse cargo del caso o que nos pusiera unos honorarios tan altos como el abogado del Ensanche. Por fin llegó la respuesta. A su “manera de ver, el único camino viable y sobre todo financiable sería cremar el cadáver de Marcelo y remitir sus cenizas a su país de origen. De hacerlo oficialmente habría una larguísima espera y tras una multitud de trámites binacionales lo conseguiríamos. Inoficialmente podría ser más rápido ya que una vez cremado, nos entregarían las cenizas en una cineraria y podríamos enviarlas a Santiago de Chile, como un paquete postal cualquiera, dirigido directamente a la interesada, a su domicilio”.

En ese momento, Lauro lo interrumpió para contarnos que, por la mañana de ese mismo día, el encargado del depósito municipal le había comunicado que, debido a una avería de la alimentación eléctrica del sistema de refrigeradores, la jefatura había tenido que adoptar la urgente resolución de autorizar la sepultación anónima del cadáver sin esperar por más tiempo que el tribunal comunicara el esclarecimiento definitivo de su identidad.

Y como yo, hasta ese momento, ignoraba esa circunstancia, tuve que contenerme. A través de sus gafas pude ver cómo la mirada del abogado pugnaba por abrirse paso a través de un complicado proceso judicial que tendríamos que enfrentar para conseguir la exhumación y luego el traslado a Chile, ya sea de su cadáver o de sus cenizas. Una montaña de trámites. De pronto rompí mi mutismo y le hice la pregunta que me inquietaba desde el momento mismo en que él soltó aquello de hacer cremar el cadáver.

¿Podría decirme usted cómo son las cenizas de una persona? Liberado de la telaraña de trámites futuros y con un gesto teatral indicó el cenicero: “como éstas” y aprovechó la oportunidad para ponerse rápidamente de pie, dar por terminada la entrevista y acompañarnos hasta la puerta antes de que se nos ocurriera plantearle otra alternativa imposible.

Cuando salimos de la oficina, caía la noche y Lauro me advirtió que él, para decidir, tenía que sacarse la angustia de encima; es decir, tenía que “papear” o sea calmar el hambre que le hacía sonar la tripa. Lo primero es lo primero y en el caso, lo primero era cenar y que él conocía un bareto en el que guisaban bien y a precios muy económicos y que dividiríamos la cuenta.

Acompañamos la cena con un vino de la casa, negro, espeso, de buen sabor y aroma que se dejaba tomar, y Lauro empezó a abogar por la solución de las cenizas, pero obviando la exhumación y la subsiguiente cremación. Juntamos cenizas de cigarrillo y apañamos. Solo se requiere mantener el secreto. Así la señora Marcelina tendrá las cenizas de su hijo en casa .

Me sentí llamada a parar las ínfulas de Lauro y lo interrumpí:

  • ¿Y que te parece si la señora Marcelina quiera llevar las cenizas al Cementerio ¿¡Vale!?
  • En ese caso, tú que la conoces, tendrás que convencerla de no hacerlo.
  • A ver Lauro, pero no puedo prestarme para un engaño tan vil, tan diabólico. Decididamente, en eso yo no participaré.
  • En la vida hay oportunidades en que uno debe hacer cosas incorrectas para darles satisfacción a nuestros semejantes… Cenizas de cigarrillo es mejor que nada. Y lo peor sería que ella sepa que el traslado no resultó.
  • Cuando los sentimientos son los que están en cuestión no cabe hablar de corrección o incorrección. En mi fuero interno me parecía ver la fisonomía de doña Marcelina, su mirada cargada de afecto y comprensión, pero ni su bonhomía le permitiría aceptar semejante vileza si llegara a descubrirla
  • Por cada argumento, llamábamos al mozo : ¡tráiganos dos copas más y ¡venga! mejor otras dos, Oh, espere… ¡mejor tráiganos otra botella!

Finalmente, después de muchas botellas, el alcohol terminó con mis escrúpulos y me comprometí a comprar al siguiente día una “cineraria” hermética y honorable, pero, aún así, desde el fondo de la borrachera pensé que era la primera vez, desde que había conocido a Lauro, que nos poníamos de acuerdo sin discutir demasiado y, precisamente, para realizar una siniestra bellaquería.

  • Viste ¡qué bien!, dejamos en paz a tres seres humanos: nosotros dos y a doña Marcelina y sin tinterillo mediante.
  • No sé si nosotros dos, después de esto, podremos auto-calificarnos de seres humanos.

Por fin concluimos que solo se trataba de quitarle el aire de tragedia al hecho simple y natural de morir; olvidando que en el caso se trataba de un suicidio y que traicionar la buena fe de una mujer como doña Marcelina era un acto de imposible perdón.

Desde luego, no hubo día siguiente. La señora Marcelina me conocía desde siempre. Mis padres siempre le tuvieron un especial afecto y ninguno de mis dos hermanos me lo perdonaría. Para el menor de ellos doña Marcelina fue su Santa Rita propia. Con su serenidad afectuosa conseguía defenderlo de los castigos que le correspondían por las tantas perrerías que junto a Marcelo hicieron en su inquieta infancia de niños inteligentes.

Opté por no llamar a Lauro. Alguna vez lo divisé y huí antes que me viera. En lugar de enviar cenizas adulteradas, escribí una carta a mi hermano -exiliado en Alemania- comunicándole la triste noticia que, para ahorrarle penas y disgustos, no le había dado en su momento. Él me comunicó que al mes siguiente enviaría los marcos equivalentes a las doscientas mil pesetas para que trasladásemos a Chile los restos de Marcelo.

Antes de cumplirse el mes de plazo que pidió mi hermano me llamó mi madre para comunicarme que doña Marcelina, nunca recuperada de la noticia del suicidio de su único hijo, había fallecido. Los dos, perdidos para siempre. Marcelo primero y ahora, su madre, doña Marcelina.

No tenía para qué preguntar la causa de su deceso. En el certificado de defunción pudieron haber puesto lo que se les hubiese ocurrido y seguro que así fue. El hecho es que a doña Marcelina la mató la tristeza y la soledad y la cadena de penurias que llenaron su vida de pobre, agravadas al final por la ausencia, y luego por la muerte de su único hijo. Ella fue pobre en toda la línea: nunca tuvo nada. Por no tener nada, ni siquiera tuvo marido. Lo que sí tuvo y a raudales fue esa dignidad que no se adquiere, que no se vende, no se presta ni se compra y que es la que fluye desde la profundidad de la esencia del ser humano.

Sin mandarla al estadio ni a los centros de detención y tortura, sin meterle una bala en el pecho, y sin ahogarla en una bañera llena de mierda, también la ultimó Pinochet: el mejor amigo de quienes lo tienen todo y el peor enemigo de los que en Chile no tienen nada.

Esa mañana fui a mirar el mar de Barcelona, tan distinto y tan igual al de Antofagasta y que era el paseo que solíamos hacer con Marcelo en nuestros ataques nostalgiosos. Volví a preguntarme si tendría que haberle mandado a doña Marcelina las cenizas falsas y, por fin y sin importarme que me miraran, lloré por todo y por todos. Un viejo catalán con facciones de estatua griega que pasaba por allí con sus aperos de pesca, se acercó y me dijo “No sufras. Todos los hombres somos malos”.

*Fuente: Politika

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