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La profesora de castellano

La profesora de castellano
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Es verdad que nunca la olvidé. Muy por el, contrario, desde mi primer veintitrés de abril en Barcelona, la tuve más presente que nunca.

Un veintitrés de abril murió Cervantes, y el santoral dedica ese día al vencedor del dragón. A San Jorge, Sant Jordi, que conmemoran los catalanes regalándose recíprocamente rosas y libros.

Ese día las Ramblas y las principales arterias de la ciudad amanecen pobladas de tenderetes bien provistos de ediciones de libros preparadas especialmente para la ocasión. Rara vez llueve. Es habitual que el sol, junto al color de las rosas que aparecen por todas partes, realcen la encantadora seducción de la primavera. Sólo los tontos graves y las feministas a ultranza se resisten al encanto de la fiesta y por un día proclaman el boicot a los libros y a las rosas. La gran mayoría, sin embargo, se entrega a la tradición ¡qué más da!.

La gente va en masa a los tenderetes y los señores obsequian rosas a sus damas y ellas libros a sus señores; los que, en muchos casos, amarillean en un estante, sin haber sido leídos. Como las rosas marchitan, las damas, sin mala conciencia se deshacen de ellas, pero si el amor, apasionado como es, tiene vocación de eterno, la fulgurante rosa, las disecan entre las páginas de la novela preferida o del “diario de vida”.

Porque los recuerdos son caprichosos en mi primer veintitrés de abril en Barcelona y mientras pasaba de medio lado entre mostradores cubiertos por libros, se apoderó de mí el recuerdo de mi profesora de castellano y me pareció estar oyéndola: “este año leeremos a Balzac, a Proust, a Unamuno y a Tolstoi, que escribe mejor que Dios. También dedicaremos nuestra atención a la poesía: Baudelaire, Federico, Antonio Machado, León Felipe, y por cierto, y muy especialmente a los nuestros: Huidobro, Gabriela, Neruda…”

Cuando Marcelo, antofagastino como yo, amigo desde siempre y poseedor de un bello verbo me la nombró, desistí de intentar convencerlo que debía escribir y es que, desde luego, podíamos culpabilizarla por haber dedicado muy pocas horas a desvelarnos los secretos de la gramática y, en definitiva, de la enigmática técnica del lenguaje. En su lugar, llenó horas y horas guiándonos en una lectura desordenada y anárquica de cuentos, ensayos, novelas, piezas de teatro y poesía.

Los que fuimos alumnos suyos hemos pagado con creces el precio de su pasión por la lectura, en esa búsqueda ansiosa de topar con la esencia inmaterial que palpita en toda prosa como ella nos decía. A menudo agregaba: “bien se justifican cuatrocientas páginas, cuando en una de una de ellas se consigue la cúspide”… Sin embargo, nunca nos explicó como construir las frases y qué signos deben separar a las palabras para que al leerlas uno no se quede sin aire, ni escenifiques una oda onomatopéyica a la tartamudez.

Como la puntuación era para nosotros una categoría enigmática; nuestros comentarios de texto resultaban recargados de adjetivos e incoherentes, y presagiaban la inminencia de una mala nota que era la consecuencia lógica e inevitable de su propio fracaso que intentó enmendar predicándonos que había que puntuar de acuerdo a las pausas, a los énfasis y a los cambios de tono del lenguaje hablado.

Dentro de aquel esquema, el signo que nos opuso las mayores dificultades fue el de exclamación: “…presuntuoso en su grafismo y prácticamente en desuso debido a la imposibilidad – cada vez mayor – de encontrar motivos para asombrarse o admirarse. Nos aconsejaba no utilizarlos cuando el asombro fuere ficticio o fingido, en cuyo supuesto lo mejor sería escribir la frase “al compás de la verbalización: alargando las vocales y acortando las sílabas”. Esta matización tan bizantina tenía – en ese momento – una explicación razonable. En aquel entonces, la siutiquería cotidiana de los poderosos impuso a los demás estratos sociales el capricho de intercalar en los diálogos la frase ¡No te puedo creer!

Te dijeran lo que te dijeran, te estuvieran contando que el carbón es negro o que el Mar Muerto acababa de resucitar, era de buen tono interrumpir a quien te hablaba, una o varias veces, con ese ¡No te puedo creer! de la gente linda. El ¡No te puedo creer! se escuchaba a cada rato en las casas, en el ómnibus, en el mercado y hasta en la sinagoga, y funcionaba además como el recurso de asombrarse cínicamente, dejando al interlocutor en el dilema de caer en la engañifa y creer que en ese minuto te hacía la revelación del siglo, o de enterarse de que pretendían columpiarte con una noticia sensacional que ya la sabían hasta las piedras.

Con su uso exagerado y desmedido se fingía asombro y atención cambiando la tonalidad o usando un determinado sonsonete. Los chilenos normales –mejor dicho, aquéllos que insistieron en seguir hablando como su tatarabuelo, su bisabuelo, su abuelo, su padre y su madre– se resistieron a adoptar semejante pedantería y, en su lugar, le dieron al humor.

A los adictos al ¡No te lo puedo creer! Se les dio el apelativo de Pepe-Patos. Esta curiosa combinación de la abreviatura de dos nombres: “Pepe” (por José) y “Pato” ( por Patricio que nada tiene que ver con el ánade) estigmatizaba a los snobs criollos que compensaban la falta del apellido doble que caracterizaba en calidad de blasón familiar a algunos especímenes de la clase alta, recurriendo al ardid de sustituirlos con dos nombres propios que incorporaban al uso cotidiano.

Posteriormente, a medida que la politización ganó mayores espacios el Pepe-Pato palideció y terminó siendo suplantado por un sustantivo magistral: ¡MOMIO! referido a la renuencia de los plutócratas para aceptar innovaciones, cambios y reformas y su incapacidad de adaptación como si estuviesen inmovilizados por vendajes que les anclaban en el pasado. Su sola mención fue capaz poner en movimiento a miles de personas, de resquebrajar asfaltos y de hacer brincar hasta a los ancianos, cuando en medio del fragor de una manifestación multitudinaria alguien gritaba: ¡EL QUE NO SALTA ES MOMIO!

La frase “EL QUE NO SALTA“ seguida del predicado adecuado ha trascendido los tiempos. Fue un acierto histórico. Ya son más de tres generaciones las que han contestado a la represión con la consigna “EL QUE NO SALTA ES PACO”. Ha sido repetida en el fragor de las luchas políticas, sociales y sindicales y fue acuñada por el Presidente del Colegio de Profesores con ocasión de una huelga del magisterio que ocurrió en los días más fríos de un invierno y ante la indiferencia de un gobierno que esperaba doblegarlos, precisamente con la complicidad del frío.

En esas fechas aún no llegaba a Chile la tela sherpa, térmica y barata. En consecuencia, la única manera de soportar el frío de nieve en la intemperie era apurando el paso o dando una seguidilla de pequeños saltos. Por eso, cuando el Presidente, desde el escenario, vio a sus compañeros abandonar la calle en busca de calor, desde el escenario y para evitar la desmovilización, soliviantó a sus huestes con la consigna que espontáneamente le salió: ¡A SALTAR! ¡EL QUE NO SALTA ES TRAIDOR!, momento en que creó la consigna que ha alcanzado estatura legendaria y que desde esa fecha ha sido repetida por los luchadores sociales de Chile, y que tiene además la originalidad de ser una “consigna en movimiento”.

Ni más ni menos que Isaac Newton con la ley de la gravedad. ¡EUREKA POR EL PROFESOR ELGUETA! Porque la lengua refleja el pensamiento del pueblo que la habla: los hechos –los porfiados hechos– vencieron a nuestra profesora de castellano.

La dinámica social demostraría a posteriori que había aún aplicación para los signos exclamativos, más allá de las interjecciones y de las voces de mando, y después del golpe quienes creían clausurada la órbita espacial del asombro tuvieron que desdecirse.

Después del eufemístico ”pronunciamiento“ las groserías cuarteleras y los gritos de dolor llenaron el aire de las satánicas Villas Grimaldi, de las indignas Colonias Dignidad y de los campos de concentración, y las clandestinas interjecciones dedicadas al tirano siguieron gritándose y escribiéndose entre signos de exclamación, aún cuando estuvieran vedadas bajo la amenaza de la pena de muerte.

Paseándose entre las filas de pupitres, nuestra profesora de castellano nos enseñaba que “…en las antípodas de los exclamativos ha de colear la coma. Ella existe por la necesidad de bombear aire hacia los pulmones, y su grafismo es igual al primer brote de un poroto o a la cola de un insecto…”.

Acaso por tener la coma unida indisolublemente a los porotos, alubias o frijoles es que –como la mayoría de sus alumnos– la uso de manera abusiva. Así que ¡por favor! perdonen si les resulta un incordio leer estas líneas. Mi profesora de castellano tiene la culpa. Pero de ella aprendí a no conformarme jamás con la injusticia y por eso termino pidiendo LIBERTAD PARA LOS JOVENES ENCARCELADOS QUE INICIARON LA APERTURA DE LA ALAMEDA .

*Fuente: Politika

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