Toques de queda y militares en las calles: Colombia se suma a las protestas contra el neoliberalismo
por Luis Gonzalo Segura (España)
4 años atrás 7 min lectura
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Dilan Cruz, estudiante de dieciocho años, sale a las calles para protestar, como otros miles, porque no se le concedió el crédito necesario para acudir a la universidad –el organismo oficial, tristemente, niega haber recibido la solicitud–. En mitad de las protestas, se desploma ante el disparo de una bomba lacrimógena cuando corría en dirección opuesta a la que se encontraba la policía. Ahora mismo, se encuentra en estado crítico en el Hospital San Ignacio de Bogotá y se ha convertido en el símbolo de Colombia (Hoy la prensa informa que Dilan ha muerto).
Cronología
- Jueves 21 de noviembre.
Estudiantes, que protestan desde el comienzo del mandato del presidente colombiano, Iván Duque; trabajadores, contrarios a la flexibilidad laboral y la reforma de las pensiones; e indígenas, que contabilizan casi 130 campesinos asesinados desde la toma de posesión de Duque, inundaron las calles de Bogotá, Cali y Medellín –200.000 según cifras oficiales y más de dos millones según activistas– con música, cánticos e inusuales cacerolazos, aun cuando el tiempo –frío y lluvia– y el Gobierno colombiano –intimidación de artistas y registros policiales a medios de comunicación– intentaron sabotear la movilización. Una gran protesta ciudadana –mayoritariamente pacífica– que acogotó al Gobierno, el cual llamó inicialmente al diálogo nacional.
- Viernes 22 de noviembre.
El alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, decreta a las ocho de la tarde el toque de queda en los distritos populares de Bosa, Ciudad Bolívar y Kennedy. Una hora después, a las nueve, Iván Duque, el presidente de Colombia, decreta el toque de queda hasta las cinco de la mañana –solo pudieron circular taxistas y periodistas– y ordena el despliegue del Ejército en Colombia. Colombia regresa al pasado: desde 1977 no se aplicaba un toque de queda en toda la ciudad, aunque en 2013 se llegó a aplicar en Ciudad Bolívar.
- Sábado 23 de noviembre.
Una cacerolada pacífica es disuelta con gases lacrimógenos en la plaza Bolívar, señal inequívoca del diálogo social al que aspira Iván Duque, y la ciudadanía responde inundando de nuevo las calles. No solo del sur, sino también en el centro y norte de Bogotá. El toque de queda, la belicosa presencia militar en las calles, las intimidantes actuaciones policiales y las agresiones con gases lacrimógenos, solo han conseguido lo contrario de lo que pretendían: han inflamado todavía más los ánimos de las calles de la capital.
- Domingo 24 de noviembre.
Con las cacerolas quebrando la sinfonía neoliberal con la que el Gobierno colombiano ha pretendido encantar al pueblo, Iván Duque comienza con lo que denominó «conversación nacional» en la Casa de Nariño. Un gran diálogo nacional para salir de la crisis tras cuatro días de protestas ciudadanas. Una gran farsa por cuanto de la mesa de diálogo han quedado excluidos los principales actores sociales y sindicatos. Un con el pueblo, pero sin el pueblo, que ni siquiera goza de la buena intención.
Hoy, Colombia, como gran parte de América Latina, se encuentra en estado crítico y resulta imposible prever el resultado final.
Anatomía
Nuevamente, como en el caso de Ecuador o Chile, nos encontramos con un detonante que, por sí solo es menor, pero que al detonarse genera múltiples explosiones en cadena por los problemas acumulados, pero no resueltos en el país.
Una primera e inequívoca señal sobre la situación en Colombia fue enviada con la reactivación de parte de la guerrilla. El Gobierno, en lugar de asumir su parte de responsabilidad –las promesas incumplidas– por tamaño retroceso, contestó con falsos positivos. Una solución, la marcial, que ha vuelto a ser adoptada en primera instancia por el presidente colombiano al comienzo de las protestas cuando desplegó al Ejército en las calles. Duque pretende sofocar el descontento con proyectiles. Mala idea, pero solución.
La anatomía del problema neoliberal colombiano es muy similar al que encontramos en Chile. Unos brillantes resultados macroeconómicos, celebrados a bombo y platillo por los grandes medios occidentales, que solo revelan, al cotejarlos con el resto de la información económica, una tétrica realidad: el pueblo colombiano está siendo saqueado.
Colombia creció el último año un 2,8% del PIB y se prevé que el año que viene el crecimiento sea todavía mayor. No es una casualidad: desde hace casi sesenta años, Colombia solo ha tenido un año de crecimiento negativo (1999) y, desde 2003, en múltiples años se creció por encima del 4% (y en algunos años se llegó al 7%). Unos niveles de crecimiento que no han repercutido de forma generalizada en el bienestar social de los colombianos porque los beneficios han terminado en las élites o han sido exportados del país por las grandes multinacionales.
Declaraciones de economistas en los clásicos medios de desinformación occidentales revelan, casi a modo de confesión, la naturaleza del problema: «En Colombia es muy caro crear empleo porque el salario mínimo es relativamente alto frente al ingreso medio [240 dólares] y las dificultades de despedir. Hay un altísimo grado de protección del trabajador formal que impide que se creen trabajos de corta duración…». ¿De verdad los problemas para crear empleo en Colombia son que el salario mínimo está demasiado cerca del salario medio, sobre 240 dólares [218 euros, con el dólar a 0,91 euros], o que resulta difícil despedir trabajadores [con una tasa de desempleo del 10%]? Salarios mínimos de Occidente: Alemania, Francia y Reino Unido por encima de los 1.500 euros; Australia cerca de los 2.000 euros; Estados Unidos y Japón entre 1.100 y 1.200 euros…
Más: «En una economía que tiene una población joven, para que el desempleo baje hay que crecer por encima del 3,5%». ¿Cómo puede ser posible que el crecimiento de un país tenga que ser tan alto para que la ciudadanía pueda beneficiarse de él? Porque la mayor parte de los ingresos de los países, en este caso de Colombia, no son reinvertidos en la sociedad, sino que terminan en manos de las élites que dominan el mundo y cada vez capitalizan mayor riqueza: grandes empresas, grandes países, grandes fortunas. En algunos casos en forma de deudas nítidamente injustas, casi esclavistas.
Defunción de la ‘democracia’, renacimiento militar
Y es que América Latina se pierde en el desagüe de la desigualdad y la pobreza neoliberal del siglo XXI para terminar en el vertedero de los años setenta del siglo XX, cuando los militares no comandaban las calles.
Sin embargo, y con todo, Colombia llega tarde al conflicto cívico-militar de Latinoamérica: Bolivia ha sido derrocada por el ejército en un golpe de Estado de manual en favor de Jeanine Áñez –una autoproclamada presidenta, ultrarreligiosa y xenófoba–; Venezuela sufre una incomprensible bicefalia producto de un golpe de Estado fracasado; Chile está al borde del abismo tras semanas de protestas; Ecuador es una bomba de relojería y México se encuentra inmerso en una guerra interna de imprevisible desenlace… En todos estos espacios, las fuerzas armadas fueron decisivas. Son las que mantienen los gobiernos en Venezuela y Chile, aunque con obvias diferencias, y ahora en Colombia. También son los que han tumbado al gobierno boliviano.
Las élites olvidaron a los trabajadores, ese fue su gran error. Los trabajadores olvidaron a los militares, ese fue su gran error. El mundo olvidó la justicia social y se entregó al dictadura de los beneficios empresariales. Ahora, Latinoamérica, como Dilan Cruz, se encuentra en estado crítico. Todos somos Dilan, todos somos Latinoamérica.
`Fuente: Actualidad RT
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