Eduardo Frei Montalva y la brutalización de la política en Chile
por Luis Thielemann H. (Chile)
6 años atrás 21 min lectura
11.02.2019
La discusión sobre la sentencia judicial respecto del asesinato del expresidente Eduardo Frei Montalva en 1982, ha abierto varios debates. Más allá de que algunos hagan gala del extraño gusto de discutir “la verdad judicial” solo cuando se condenan agentes o colaboradores de la Dictadura, pero no frentistas o mapuches; y que otros se preocupen demasiado de cómo debemos pensar de un presidente golpista víctima de un magnicidio desde los golpistas; queda poco debate de fondo. Pareciera que el entendimiento del proceso tuviera su clave en la exégesis de las opiniones coyunturales del mismo Frei Montalva, de cómo calibrarlas o imaginar su sentido profundo, para saber si era o no golpista.
Ese debate carece de profundidad histórica y solo tiene utilidad en las guerrillas de corta perspectiva de la pobre política de estos tiempos. Busca justificar el pasado para sostener posiciones del presente, sin ningún interés real en la historia más que como arma arrojadiza. La muerte de Frei es el caso demasiado extremo, demasiado explosivo, como para no terminar opacando la comprensión del proceso general. Pero su muerte nos obliga a ir más allá, presentando una hipótesis cuya única novedad es lo difícil de asumir: La violencia de las últimas décadas del siglo pasado fue un fenómeno que desborda temporal y socialmente a la Dictadura y al pinochetismo. Y es que, si ni un ex presidente golpista podría estar a salvo, entonces la perspectiva de análisis debe extenderse, en la cronología y en los protagonistas. Ahí, Eduardo Frei Montalva fue responsable y víctima de dicha violencia, pero no en tanto parte o defensor del régimen, sino más profundamente, en su importante rol en la construcción de la brutalización de la política en Chile, sobre todo desde su gobierno.
La paulatina tolerancia a la violencia como táctica estatal, a la imposición de ideas y leyes con el fusil militar por delante, de justificar todo con el demonio del marxismo o el infierno de la guerra civil, tuvieron en el gobierno de Frei Montalva un activo promotor. Propongo algunas notas al respecto.
La comprensión de la violencia política en la historia reciente ha estado en general encajonada por dos límites. Primero, es un fenómeno que se historiza contenido a un cierto período cuyo final apenas logra llegar a 1993, y que siempre comienza en 1973. En segundo término, los protagonistas de esa violencia siempre son agentes del Estado o militares, y, en menor medida, los militantes de la izquierda armada.
Según sea el historiador, periodista, político o profesor que cuenta o escribe la narrativa, se justifican o explican más algunos que otros hechos, pero el marco no se rompe. Se asume así que la mayoría de la población durante esos años actuó pacíficamente, lo que es real, pero, sobre todo, se asume que no tuvieron relación con dicha violencia, y eso es difícil de creer dado la masividad de los crímenes en un país pequeño como Chile. Lo que más nos interesa destacar acá es que dicha narrativa centrada en criminales puntuales y períodos acotados, hace parecer los crímenes como un desvío de la historia, un exceso innecesario, y desconoce así el rol de la violencia en la política del período tanto como sus efectos determinantes en nuestra vida actual.
La Dictadura, entonces, sería un exceso, una deformación de la historia de Chile, ejecutada por monstruos que nada tienen que ver con nosotros, nuestros vecinos o familiares, ni tampoco con la clase política actualmente existente. Dicha narrativa nos impide reconocer que la violencia y el autoritarismo no fueron un error específico de un momento particular agitado por fuerzas desconocidas, por tanto, extirpable de la racionalidad histórica que explica el presente. La violencia política no fue obra de un solo actor, sino que la forma principal en que se fue haciendo política crecientemente desde los años sesenta, y no solo desde 1973.
La violencia fue una tentativa a la que todos los grupos políticos y todas las clases le echaron mano para vencer en esos años, y, los que vencieron, la utilizaron hasta límites todavía estremecedores en la construcción de las bases del Chile actual. La violencia es la partera de nuestra historia, no en abstracto o como consigna, sino real y probadamente, porque es el camino que impuso nuestra Constitución, el orden y las ideologías de los partidos; finalmente, los límites de lo posible e imaginable en la sociedad chilena.
Por brutalización de la política entendemos, a partir de historiadores como Mosse o Traverso, aquellos procesos en que la política de un país o región tiende al uso de la violencia homicida por sobre la negociación parlamentaria o la movilización social, como táctica política.
La brutalización de la política puede entenderse también como el proceso mediante el cual se identifica la táctica con la técnica de la violencia. Es posible sostener que en Chile ocurrió aquel proceso desde mediados de la década de 1960, y no terminó sino a mediados de la década de 1990, con el retorno a una muy contenida lógica de negociación y consensos parlamentarios. Cómo sea que haya muerto Frei Montalva, el hecho social de su muerte, su significado, obliga volver a la cuestión de la brutalización de la política que él mismo protagonizó y promovió con acciones y discursos.
Frei Montalva no puede compararse a los criminales de la Dictadura, sin duda, pero fue parte de aquellos que forzaron el uso de la violencia política más allá de lo que estaban dispuestos a soportar y de lo que podían controlar. Ya se dijo que un crimen puede ser injustificable, pero no quiere decir que sea inexplicable. La explicación que acá nos importa es la de la historia del proceso político de masas. El magnicidio, el crimen de un opositor de último momento, del ex presidente Frei Montalva es una puerta de entrada para observar la extensión social y política de la tolerancia a la violencia, de la disposición a todas las formas de lucha que comenzó mucho antes de 1973.
Antes de alcanzar los extremos, se cruzan los límites. Uno de los primeros límites, a nivel personal y de política de Estado, que el mismo Frei Montalva cruzó fue el de ordenar el asesinato desde el Estado. No fue el único. Muchos sectores de la izquierda fueron en ese primer lustro de la década de 1960 a Cuba, a aprender las tácticas de la guerrilla, sin reflexionar mucho sobre las posibilidades estratégicas de una insurrección foquista como camino al socialismo en Chile. Por otra parte, la tradición asesina del Estado chileno a la hora de resolver la reivindicación de los subalternos es algo bastante documentado.
Frei Montalva no inventó nada que el Estado no hubiese hecho ya en la historia del país, y tampoco está en el inicio de los peores horrores del régimen militar. Lo que sí, es que es responsable de decisiones políticas que abrieron nuevas fases en la represión estatal a la lucha social, y a su vez, el primer demócrata declarado que estuvo dispuesto a romper la democracia en defensa del régimen de propiedad, y en un gobierno que terminó apenas mil días antes del comienzo de la Dictadura de Pinochet.
Cuando el 1 de marzo de 1966 los mineros del cobre en El Salvador paralizaron sus labores, en apoyo a sus compañeros de El Teniente que estaban en huelga desde enero de ese año, el gobierno de Frei Montalva decidió que se había terminado la tolerancia con el movimiento obrero. Los trabajadores organizados habían golpeado sistemáticamente cualquier iniciativa laboral de los democratacristianos en el poder desde noviembre de 1964.
En poco más de un año, Frei no había logrado ni desbancar a socialistas y comunistas de la dirección del movimiento obrero ni tampoco contener las oleadas de huelgas reivindicativas que superaban desafiantemente sus llamados a la contención. La huelga de El Salvador, además, comenzaba apenas tres meses después que se había terminado allí una paralización de 37 días de duración. Todo esto ocurría en medio del debate sobre la nacionalización del cobre, por lo que los conflictos con los propietarios norteamericanos de las mineras tomaron un rápido acento político. Ese mismo día 1 de marzo, Frei decretó el estado de emergencia en el Departamento de Chañaral, donde se ubica El Salvador.
Fue así como el ejército tomó el control de la represión directa. En esto, la investigación del historiador René Cerda Inostroza ha sido bastante clara y exhaustiva en detallar el grado de decisión del Gobierno en la violencia asesina y en la defensa posterior de sus actos. Se allanó todo el campamento minero, se expulsó a más de 300 trabajadores a localidades cercanas, sin familias ni bienes. Luego de varios días de tensión en que el ejército junto a Carabineros intentó invadir la sede del sindicato, la situación se resolvió. El Gobierno ordenó detener y sacar de la zona a todos los periodistas el día 10 de marzo. El 11, se ordenó desalojar por la fuerza el sindicato.
Los obreros que quedaban, y las mujeres, jóvenes y niños de la ciudad minera bajaron al local a defenderlo. Sin mediar provocación o diálogo, los hombres del ejército y de Carabineros abrieron fuego con armamento de guerra y balearon a mineros, mujeres y niños fuera de la sede del sindicato de los trabajadores del cobre en El Salvador, en la entonces provincia de Atacama. Mataron ocho personas: seis trabajadores y dos mujeres. Según muchos relatos, una de ellas murió cuando intentó detener el baleo interponiéndose con una bandera chilena entre los mineros y los soldados.
La conmoción fue nacional. No se esperaba que un presidente como Frei Montalva ordenase una represión de ese nivel. Los comunistas y socialistas le recordaban por la prensa a Frei su propia consternación tras la represión a los obreros en huelga, en la Plaza Bulnes, en enero de 1946, y que terminó con seis muertos. En esa ocasión y a modo de protesta, Frei Montalva renunció a su cargo de ministro del gobierno de Duhalde, quien reemplazaba al enfermo Juan Antonio Ríos. Pero olvidaban que, en 1957, luego de dudarlo mucho, la DC y su líder Eduardo Frei dieron los votos a los poderes extraordinarios solicitados por Ibáñez para reprimir a tiros la revuelta de abril, que terminó con más de veinte muertos. Pero incluso aquello podía justificarse, desde el discurso de la DC de entonces, como una necesaria restauración del orden público, y no una táctica violenta para avanzar en política.
La masacre de El Salvador, en cambio, era política fría y calculada. Algo cambió entre 1946 (o 1957) y 1964, lo más probable sea lo que provoca el peso de dirigir un Estado como el chileno, donde se unifica una de las oligarquías más crueles del continente. Como sea, y sin importar la sicología del personaje, el presidente no se detuvo ahí. Frei mantuvo en los días siguientes al 11 de marzo su negativa a que ningún periodista entrase a El Salvador, y reafirmó su política de “mano dura”. No fue un arrebato de rabia, sino una nueva actitud de liderazgo político, y que la DC aceptó sin mayores fricciones (los MAPU quebraron recién tres años y dos masacres después), excepto por la digna posición de su frente de trabajadores.
En el Chile de la década de 1960, y en casi toda su historia, el movimiento obrero no llevó a cabo acciones armadas, y la poca violencia que se utilizó desde los trabajadores se dirigió siempre a desbalancear la negociación laboral, y no contra el Estado. No es justificable la violencia estatal ordenada por Frei Montalva como reacción. Solo se explica en una línea política de disputa de fuerzas con la izquierda y el movimiento obrero por los límites políticos de la huelga.
En noviembre de 1967, Frei Montalva reprimió nuevamente un paro nacional de trabajadores utilizando todas las armas del Estado. Los obreros se oponían a los “Chiribonos”, supuestamente un alza salarial que se pagaba en cheques a plazo, a modo de ahorro forzoso, y que los datos de la inflación mostraban que en pocos meses serían solo papel. El día del paro nacional, el 23 de noviembre, Frei fue a defender su política salarial con las armas del Estado como principal herramienta táctica.
Mientras el ejército sitió las poblaciones de la periferia de Santiago, en el centro de la ciudad se le ordenó a la policía disparar a los huelguistas. La jornada terminó con cinco muertos y un número hasta hoy indeterminado de heridos a bala. Entre los muertos había un niño de 8 años, Manuel Zamorano Cortés. Las bases DC y muchos de sus parlamentarios mostraron su malestar por la masacre, y Frei perdió toda iniciativa política hasta el final de su gobierno. Cuando se topan los límites de la política y esta resulta frustrante o inútil, el coqueteo con la violencia política se vuelve peligroso.
Un año y algunos meses después, en 1969, Frei reafirmó por tercera vez en su gobierno su política de mano dura con cadáveres arriba de la mesa como prueba. En marzo de aquel año, a seis meses de las elecciones presidenciales, decidió reprimir a uno de los movimientos sociales que había sido más leal con su gobierno, a los pobladores. El 4 de marzo, noventaiuna familias pobres tomaron los terrenos de Pampa Irigoin, en la ciudad sureña de Puerto Montt.
Apenas 5 días después, en el amanecer del 9 de marzo, Carabineros entró a desalojar la ocupación, con balas y gases lacrimógenos, causando la muerte a 10 personas, entre ellas, un niño recién nacido de tres meses, y dejando decenas de heridos. Nuevamente no hablamos de espasmos de barbarie o reacciones a ataques a las fuerzas de orden, sino de una política de gobierno y que se enmarca en una negra tradición de Estado. Horas antes de la masacre, la policía detuvo la única cobertura legal que tenían los pobladores, el diputado socialista Luis Espinoza.
El gobierno de Frei justificó y defendió el actuar de Carabineros. Aylwin, desde el senado y como vocero DC, dijo que la violencia de la policía, con los diez muertos de costo, eran la forma de “prevenir que ese tipo de tomas violentas se produjeran”. Pérez Zujovic, ministro del interior y mano derecha de Frei Montalva, indicó que Carabineros actuó “claramente” contra violencia organizada de los pobladores.
Frei Montalva es víctima de una violencia que él mismo convocó desde la década de 1960 en varias de sus formas más características: la frialdad del Estado en el asesinato de civiles disidentes y desarmados, la justificación política de la brutalidad estatal en la defensa del régimen de propiedad y el uso del Ejército en esta tarea. Todas estas acciones de Frei Montalva, en sus propios méritos, fueron fundamentales en la brutalización de la política, es decir, del uso táctico de la violencia para resolver las relaciones de fuerza. Frei Montalva no fue siempre un político de acuerdo con la violencia política, no lo era en 1949, lo fue con dudas en 1957, pero ya lo era claramente en 1966. Visto así, es imposible hacer como que la violencia política apareció de golpe en el país en 1973, tampoco en 1970. Ese es sólo un cómodo consenso museificado en la zona norponiente del centro de Santiago.
La convicción de que la agudización de la lucha de clases durante la segunda mitad de la década de 1960 sólo se podría resolver con una violencia restauradora desde el Estado se comenzó a extender entre políticos democráticos y cristianos en esos mismos años, con el protagonismo de Frei y su política de “mano dura”. Y eso no es menor, pues su promesa era exactamente lo contrario, es decir, “la revolución en libertad”, hacer las transformaciones sociales que el pueblo demandaba, pero sin la violencia de la guerrilla, sin la “revolución en dictadura” de los soviéticos. En cambio, su gobierno reprimió las demandas de transformación con la violencia homicida del Estado, y se convirtió en uno de los presidentes con más muertos por ese motivo en la historia de Chile. Frei no es el único responsable de la brutalización de la política en el período, tampoco el primer presidente en mandar a la policía a balear huelguistas o pobladores (Ibáñez lo hizo en 1957 y Alessandri en 1962).
Frei, eso sí, fue el primero en casi dos décadas en utilizar sistemáticamente las armas del Estado en un intento explícito de resolver a favor del orden la agudización de la lucha de clases. Los hechos que acabamos de revisar, además, ocurren en un gobierno que termina apenas tres años antes del Golpe de Estado, del origen de la DINA, de los primeros campos de concentración y exterminio. Se debe poner atención a procesos ideológicos y de definición estratégica que en el gobierno de Allende no detuvieron. Más bien, pareciera que la Unidad Popular radicalizó la idea de que la lucha de clases se resolvía con la violencia preventiva desde el Estado, y muchos puentes de continuidad en aquella “razón del Estado oligárquico” se pueden observar entre el gobierno de Frei Montalva y la Dictadura de Pinochet.
Como ha establecido la investigación del historiador Sebastián Hurtado, Eduardo Frei Montalva mismo, luego de derrotada la opción de Tomic en septiembre de 1970, intentó por todos los medios evitar que Allende lograse la aprobación parlamentaria que le permitiría ser presidente. Esto no solo fue la vieja política de negociación y suma de votos, sino que, como sugiere Hurtado con base en su estudio de los documentos desclasificados de Estados Unidos, Frei y algunos de sus colaboradores llegaron a idear un plan en que las fuerzas armadas constituían un gabinete de emergencia, detentando el poder real, y así suspender la institucionalidad e impedir el arribo al gobierno de Salvador Allende.
Aunque finalmente no llevaron a cabo el plan, resulta visible que el golpismo de Frei Montalva no comienza con la carta a Mariano Rumor en noviembre de 1973, sino que, por lo menos, desde la elección de 1970. Sobre todo, se hace evidente que la defensa del mal menor –el Golpe y la violencia- en tanto prevención de un mal mayor –el eventual marxismo totalitario- estaba ya presente incluso antes de que Allende iniciase su gobierno.
A estas alturas, pocas pruebas quedan de la pretendida convicción democrática del presidente Frei ante el Golpe de Estado de 1973. Se observa más bien una valoración táctica de la democracia, pero la comprende en un tono trágico como subalterna a las necesidades del orden político y social de Chile.
Más allá de frases y discursos públicos, si se pone atención a las acciones políticas del democratacristiano, estas muestran que luego de 1964, el objetivo estuvo siempre en impedir el avance de las demandas populares, incluso por la violencia, y, luego, impedir, incluso con el uso de las Fuerzas Armadas, el normal desarrollo del gobierno de Allende y la Unidad Popular. Su miedo a lo que podían llegar a realizar los marxistas en el gobierno era legítimo, y comprensible para un abogado católico y de origen mesocrático dados los hechos de Europa oriental en el período. Eso no quita que era poco creíble un desenlace como ese y ejecutado por los marxistas y el movimiento obrero en Chile, un país sin tradición alguna de pueblo armado o guerrillas, y con una izquierda sin contactos en el muy disciplinado Ejército de Chile.
Entre 1970 y 1973, la posición de Frei y su sector en la DC, continuó radicalizándose en el mismo objetivo –hacer caer a Allende- y basados en el mismo argumento: debía haber una violencia superior que impidiera la instauración de una eventual dictadura marxista y totalitaria.
En la conocida carta a Mariano Rumor, Frei insiste en que hacia 1973 “eran pocos los pasos que quedaban por dar para instaurar en plenitud en Chile una dictadura totalitaria”. En la menos conocida correspondencia de él con Bernardo Leighton dos años después, es decir, cuando ya había corrido un caudal de sangre y mucha ambición política en el régimen, Frei seguía defendiendo la necesidad de una violencia de Estado en reemplazo de una política que se demostraba frustrada. El ex presidente en 1975 insistía que en el trienio de 1970 a 1973, “a ojos vista”, la Unidad Popular “estaba preparando un golpe dictatorial marxista-leninista”.
Pero es difícil sostener que Frei Montalva haya sido algo más que un golpista. Muchos, desde los documentos norteamericanos hasta sus amigos cercanos y familiares, lo describen en los días del Golpe como sombrío y triste, superado por la situación política. Probablemente estaba de acuerdo con la Junta y su actuar en los primeros días, pero apesadumbrado, como se observa en sus cartas a Rumor y Leighton. ¿Qué es lo importante de resaltar la diferencia entre un “apoyo a” y una “participación en” la Dictadura? Primero, algo de altura moral conserva así el ex presidente. Pero lo más fundamental es que expresa cómo la política de relaciones de fuerza y la política de la brutalidad son cosas distintas con especialistas también distintos.
Frei Montalva, para la alternativa conservadora, queda obsoleto en 1973, y tal vez ya lo estaba en 1970, cuando no se atrevió a quebrar la institucionalidad contra el gobierno electo de la Unidad Popular. Los técnicos de la negociación y la manipulación no sirven cuando la cosa se trata de contar balas, disparar, infiltrar o suprimir enemigos en centros de exterminio. Hacia mediados de 1973, la política se planteó en clave de brutalidad por todos los actores, incluyendo a varios de la Unidad Popular que llamaban a guerras sin ejércitos ni armas. Allí, ni Allende, ni Frei tenían mucho que dirigir en una lucha que no requería su experticia. Las fuerzas que el ex presidente democratacristiano ayudó a conjurar, estaban fuera de su control, y el coqueteo de la DC con la violencia política se volvió rápidamente contra ellos.
En las cartas a Leighton, de 1975, Frei se muestra tan opositor como pesimista respecto de las posibilidades de la política a dos años de comenzado el régimen militar: “Lo único que me importa ahora es trabajar con los pocos medios que tengo para que se restablezca alguna vez la normalidad democrática en nuestro país. Estoy profundamente angustiado, porque creo que en la actual situación cada día se ahondan más los odios, los resentimientos, los atropellos, la situación económica es desesperada, la gente está sufriendo mucho y todo eso no conduce a una salida racional y pacífica”.
Frei recién encontró una oportunidad de reconstruir su poderío político en el proceso de elaboración y aprobación de la Constitución de 1980. En ese tipo de contiendas, cuando se trataba de la administración civil del Estado, él y su partido obtenían sus mejores resultados. Sin nada que oponerle a la maquinaria represiva de la DINA, por fin la DC encontraba una coyuntura en donde maniobrar, conspirar, y hacer la vieja política a la que estaban acostumbrados como partido con vocación estatal más que ideológica. Pero perdieron. Pinochet y su régimen se mostraron en su mejor momento, sorteando la presión local e internacional, aprobaron la nueva Constitución y la pusieron en funcionamiento, sin mayores problemas. La brutalización de la política se había vuelto poder constituyente, y con la normalización de un nuevo régimen, de Estado subsidiario y democracia protegida, se comenzaba a cerrar el ciclo de inestabilidad y violencia política que se fue abriendo desde la década de 1960, precisamente durante el gobierno de Frei, con su generoso uso de las balas del Estado.
Menos de un año después que la Constitución entró en vigencia, en enero de 1982, Frei murió y la denominada “verdad jurídica” nos dice que fue asesinado. Lo que está probado sin mucha discusión es la participación de la primera línea DC, y su oscura relación con los agentes de la violencia y el terrorismo estatal. Dos años más tarde, Patricio Aylwin, negando todo el esfuerzo final de su antiguo líder, declaraba que la DC y la oposición debían acatar la Constitución de 1980 como un hecho, y llamaba a “eludir deliberadamente el tema” de su legitimidad.
La DC había sido definitivamente disciplinada, pero esa ya es otra historia. Lo interesante es que lo fue por la violencia del terrorismo estatal, que llegó con agentes de la CNI hasta su primera línea. La muerte de Frei Montalva es también el fin del intento por revertir los efectos de la brutalización de la política, por detener lo que él ayudó a constituir como forma natural de la disputa por el poder. Otros que intentaron la vieja política, como Leigh o Tucapel Jiménez, también fueron barridos por esa violencia.
Obviamente, y como se ha insistido, no se trata de estampar acá “quien a hierro mata, a hierro muere”, sino de comprender cómo la muerte de Frei Montalva es parte de una noche en que para sobrevivir en política se debía ser algo parecido a un gato negro, vivir entre grises, guardar cómodos silencios y convertirse en animal por cortos y largos momentos. La DC, el partido por excelencia de la negociación y el transaccionalismo político, termina subordinado a la iniciativa del pinochetismo, precisamente por abrazar crecientemente la efectividad de la policía como reemplazo de la frustrante política.
*Fuente: El Mostrador
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