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Pueblos en lucha, Sáhara Occidental

La historia prohibida del Sahara Español

La historia prohibida del Sahara Español
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Mohamed Jelmous, gobernador marroquí de El Aaiún, agitó una brocheta de langostinos ante mi cara:

—¡Esa mujer come! —dijo—. Ustedes se alarman por nada. Hágame caso: cuando nadie la ve, ¡ella come!

Los marroquíes que asistían a la cena asentían con una sonrisa de admiración, mientras el representante del Foreign Offce, otros dos diplomáticos extranjeros y yo evitábamos cualquier signo de complicidad.

Estábamos en la residencia oficial de Mohamed Jelmous, la misma de la que saliera el último gobernador español treinta y cuatro años antes, cuando España abandonó el Sáhara Occidental y Marruecos lo invadió a sangre y fuego. Mientras el gobernador marroquí pronunciaba esas palabras, Aminetu Haidar llevaba veinticinco días en huelga de hambre en el aeropuerto de Lanzarote. En ese tiempo, había logrado colocar en el primer plano de la actualidad el olvidado conflicto del Sáhara.

La ONU, el Departamento de Estado de Estados Unidos, el palacio del Elíseo, la presidencia de la UE y el gobierno español hacían gestiones para que Mohamed VI diera su brazo a torcer y permitiera a la activista saharaui volver a su casa de El Aaiún. Pero la gravedad de la situación quedaba reducida a una caricatura en boca de Mohamed Jelmous: «¡Ella come!». Sin embargo, Haidar era la única razón de que estuviésemos cenando en la residencia del gobernador aquella noche de diciembre de 2009.

La historia había comenzado el 13 de noviembre. Haidar, que entonces era una perfecta desconocida para la inmensa mayoría de la opinión pública, volvía a El Aaiún desde Las Palmas tras recoger en Estados Unidos el premio Civil Courage, que le había concedido la Fundación John Train. En cuanto descendió del avión de la compañía española Binter, fue detenida, despojada de su pasaporte, interrogada y, al día siguiente, enviada a Lanzarote en un avión de otra aerolínea española.

—¿Dónde vas a vivir relajada y tranquila si no es en España? —se burlaron de ella los funcionarios marroquíes—. Desde allí puedes defender sin problemas tus planteamientos separatistas.  [1]

El gobierno de Madrid estaba al tanto de la maniobra. El ministro de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, había recibido el mismo día 13 una llamada de su homólogo marroquí para anunciarle que las autoridades de Rabat habían decidido expulsar a Haidar a España. Lo reconoció él mismo, unas semanas más tarde, ante el Parlamento. Moratinos declaró a los diputados que él mostró su desacuerdo con la decisión marroquí y que no tuvo más noticia sobre el asunto hasta el día siguiente, cuando una nueva llamada le anunció que la activista saharaui volaba ya hacia Canarias.

Aquella misma noche, en el aeropuerto de Lanzarote, Haidar llamó por teléfono a su compañero Bachir Azmán, que estaba en El Aaiún:

—Estoy comiendo mi última cena —le dijo—. A las doce en punto comienzo una huelga de hambre.

Si lo que buscaba el gobierno de Marruecos expulsando a Haidar a España era sofocar sus denuncias sobre la represión en el Sáhara Occidental, consiguió el efecto contrario. Sentada en una colchoneta en la terminal del aeropuerto, Haidar recibía a un periodista tras otro. Las cámaras de fotos y de vídeo, encendidas de forma casi permanente, recogían y enviaban a los cuatro rincones del mundo sus palabras y su rostro cada día más demacrado. Aquella mujer de cuarenta y tres años, divorciada y madre de dos hijos, que había estado cuatro años «desaparecida» en una cárcel secreta de Hassan II, se convirtió en la imagen viva de los atropellos cometidos contra los saharauis. Su propia historia era, en cierto modo, la historia del sufrimiento de su pueblo. Dos hechos habían marcado la vida de Aminetu Haidar. El primero se produjo cuando ella tenía nueve años.

En noviembre de 1975, el coche que conducía su padre se estrelló contra un camión en la carretera que une las localidades marroquíes de Tan Tan y Guleimín. En aquellos días, cuando Marruecos escenificaba con la Marcha Verde su invasión del Sáhara, era frecuente que los enemigos políticos de Hassan II acabaran empotrados contra camiones. Haidar está convencida de que la muerte de su padre fue un asesinato.

El segundo acontecimiento se produjo cuando tenía veintiún años. La joven, que ya había tomado conciencia política, participaba en la organización de una manifestación independentista. A las 3.30 del 21 de noviembre de 1987, la policía marroquí se presentó en su casa de El Aaiún y la arrancó de la cama. Estuvo casi cuatro años «desaparecida», encerrada junto a otras nueve mujeres y cincuenta hombres en una mazmorra. Fue sometida al amplio repertorio de torturas del régimen de Hassan II.

La desnudaban, la amarraban con una cuerda desde los tobillos hasta el cuello sobre una mesa estrecha, y le ponían en la cara un trapo sucio sobre el que vertían una solución de detergente, heces y orina hasta que se asfixiaba. Le ataban las manos tras las rodillas, le pasaban un palo por las corvas y la colgaban del techo mientras la golpeaban con porras. Le daban descargas de electricidad en los pezones… Ella debía llevar los ojos permanentemente vendados para no reconocer a sus carceleros.

Aminetu Haidar salió de aquel inferno con la salud muy quebrantada, pero con su determinación política reforzada. Cuatro de sus compañeros habían fallecido en aquella prisión, y otro murió en el hospital dos días después de ser puesto en libertad. En 1992, un año después de su liberación, Haidar se casó con un compañero de cautiverio y comenzó a denunciar la represión de los saharauis. Decenas de supervivientes de las celdas marroquíes y familiares de presos fallecidos tenían historias tan terribles como la suya o aún más espantosas para contar al mundo. Haidar les animó a hacerlo. Poco a poco, fueron organizándose al amparo de una tímida apertura política iniciada por las autoridades de Rabat para mejorar su imagen internacional. Fundó una ONG, el Colectivo de Defensores de los Derechos Humanos en el Sáhara, y supo aprovechar las ventajas de internet para difundir las palizas, violaciones, detenciones y encarcelamientos a que eran sometidos los saharauis. La figura pública de Haidar se forjó durante aquellos años.

Grupos de jóvenes comenzaron a acercarse a ella. En 2005, durante una manifestación, un policía le abrió la cabeza de un porrazo. Sus partidarios le sacaron una foto con el rostro ensangrentado y la colgaron de la red sólo unos minutos antes de que varios agentes la detuvieran a las puertas del hospital al que había acudido a que la curaran. Haidar fue encerrada en la tenebrosa Cárcel Negra de El Aaiún y acusada de pertenecer a una banda de malhechores. Entonces ella lanzó su órdago: inició una huelga de hambre —la primera—, que duraría cuarenta y siete días, para que la juzgaran por un delito político y no por uno común, como pretendían las autoridades de Rabat. Su protesta, transmitida a través de internet, tuvo amplio eco en las cancillerías de Europa y Estados Unidos. Washington presionó a Rabat para que le expidiera un pasaporte, documento que hasta entonces le habían negado sistemáticamente las autoridades de Marruecos.

Aquel mismo año recibió el Premio Juan María Bandrés a los Derechos Humanos. Haidar comenzó a viajar. En los años siguientes fue galardonada con el Silver Rose, el Robert F. Kennedy y el Civil Courage. Había pasado de las sucias celdas de la Cárcel Negra de El Aaiún a los brillantes salones políticos de Europa y de Estados Unidos. Pero aunque se había labrado un prestigio que la convertía en intocable para las autoridades de Rabat, no había logrado romper la barrera que la separaba del gran público. Fue la torpeza del gobierno de Marruecos al intentar «exiliarla» en España lo que le permitió lograr su objetivo.

En el aeropuerto de Lanzarote, Haidar se vio arropada por un nutrido grupo de familias saharauis y simpatizantes españoles, que formaron una guardia de corps en torno a ella. Durante el día, filtraban las numerosas visitas que recibía y organizaban la campaña de información sobre su caso a través de internet. Por la noche, velaban su sueño bajo una marquesina de autobús contigua al aeropuerto. El premio Nobel José Saramago, líderes políticos como el coordinador general de Izquierda Unida, Cayo Lara, y conocidos artistas acudieron a Lanzarote para mostrarle su apoyo. Otras personalidades públicas suscribieron comunicados instando al gobierno español a que convenciera a Marruecos para que Haidar pudiera volver a El Aaiún. Mientras tanto, ella rechazaba con determinación todas las ofertas que le iba haciendo llegar el ministro de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos: un pasaporte español, el estatus de asilada política, una vivienda…

—Yo tengo una sola solicitud —repetía—, y es que se me devuelva a mi tierra, el Sáhara Occidental, donde están mis hijos. Con o sin pasaporte. Es vuestro problema.

El 17 de diciembre de 2009, Mohamed VI se vio obligado a ceder a la presión internacional y permitir el regreso de Haidar a El Aaiún. Una salva de comunicados de la secretaria de Estado de Estados Unidos, Hillary Clinton, del presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, del Ministerio de Asuntos Exteriores de España y del gobierno de Rabat intentó disimular la sonora derrota del rey
de Marruecos. El monarca no sólo había fracasado en su propósito de deshacerse de aquella incómoda mujer, sino que además la había convertido en un icono. Y algo más:  había trasladado el foco del conflicto saharaui desde los
campamentos de refugiados de Tinduf, en la vecina Argelia, donde sobreviven a duras penas más de cien mil personas, a las calles del Sáhara.

Notas:

[1] Denuncia presentada por Aminetu Haidar el 15 de noviembre de 2009 en el aeropuerto de Lanzarote. Ministerio del Interior. Dirección General de la Policía. JSP de Canarias. Comisaría de Arrecife. Diligencias n.º 8377/09.

 

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