Elección de gobernadores: la larga noche portaliana en regiones
por Edison Ortiz (Chile)
8 años atrás 12 min lectura
4 octubre 2016
Habló Alejandro Guillier sobre la elección de gobernadores y presidencializó el debate. Ossandón dio un giro y ahora dice que, pese a sus limitaciones, votará favorablemente. Lagos, que continúa su campaña como si fuera aún ministro de Obras Públicas de los 90, reduce todo a pagar impuestos, entregar concesiones y no ceder poder: sin ser explícito, está más bien en contra de la iniciativa al igual que el entorno de Piñera. La elección de los gobernadores vive momentos cruciales, abriéndose un pequeño forado que puede acabar con la larga noche portaliana en regiones.
Cuando ingresamos a la Universidad de Talca allá por 1985, una de las riquezas patrimoniales de la cual se vanagloriaban en esa casa de estudios (entonces Campus Norte) era la placa conmemorativa ubicada en esos terrenos que rezaba “en este lugar Chile derrotó a la anarquía”.
En plena dictadura, la manipulación de la historia nacional se elevó a tarea de Estado y así lo asumió la Junta. No eran pocos los alumnos de Historia de entonces que creían, sinceramente, que ella se restringía a una larga lista de confusos héroes, efemérides y batallas sin gloria. No eran menos, también, los docentes que impartían la disciplina y que aún dividían al gremio de los especialistas entre O’higginistas y Carrerinos. En aquel tiempo, solo la presencia de Julio Pinto, tan mechón como nosotros, y su mirada de la historia como proceso, llenaba el vacío y el tedio de ese desolado paramo que, luego, dio más vida un joven polemista de nombre Alfredo Jocelyn-Holt.
Como podrán sospechar, los alumnos de entonces, entre los que me contaba, asimilamos poco de esa historia y tempranamente aprendimos el truco de leer (aunque estaba prohibido) el Manual de Frías Valenzuela, lo que resultaba suficiente para pasar de curso y dedicarse a cosas más entretenidas como estudiar a Edward Carr, la escuela de los Annales y merodear a Foucault, participar del centro de alumnos y la Federación o, como Thoreau, “chuparle el tuétano a la vida”.
Cuando varios de nosotros empezamos nuestros posgrados, a inicios de los 90, hubo que releer todo de nuevo y, respirando el polvo solemne de los manuscritos del Archivo Nacional, nos dimos cuenta de que nos habían contado la historia reversa de lo que realmente había sucedido en Lircay.
En esos campos, el 17 de abril de 1830, Chile no había derrotado a la anarquía, más bien sucedió todo lo contrario: la destrucción del incipiente país variopinto que los actores de la Independencia habían querido construir. Una patria inclusiva; en definitiva, un Chile con personalidad regionalista. Un relato epocal (transcrito textual con la ortografía de ese tiempo) testimonia así la masacre de la que fue objeto el bando liberal-federalista:
«Era la noche y entre la nube oscura, lentamente su carro dibujaba la plateada luna. La natura tranquila reposaba, el silencio espantoso de la muerte por el campo reinaba… ¡O bárbaro rigor! La parca fiera descargando en Lircai su guadaña a los héroes más grandes escogiera para saciar su saña. Yo la vi toda en polvo, en sangre humeando correr por la campaña… ¿Qué esto? ¡Justo Dios! ¿Los vencedores de Chacabuco y Maipú están sin vida y alientan la rabia los traidores? ¡O lucha fratricida! ¡O destino implacable!; ¡Injusto Marte! La razón fue abatida, y alzó la tiranía su estandarte».
El más de medio millar de muertos y los cadáveres pudriéndose en las explanadas de esa colina eran el crudo testimonio de que la larga noche portaliana llegaba para quedarse y la generación de la Independencia era reemplazada por la fronda y se iniciaba la construcción de un orden oscurantista que persigue y esclaviza a las regiones hasta hoy. El violento orden portaliano.
A la sombra de Lircay
Cuando la noticia llegó a Santiago, la Junta de Gobierno, en nombre de su vicepresidente José Tomás Ovalle, y su ministro Diego Portales, decretó que: «Quedan dados de baja desde esta fecha en el ejército, el capitán general don Ramón Freire, los jefes, oficiales y tropa que bajo sus órdenes continúen con las armas en la mano, obrando hostilmente contra la nación«.
Luego de Lircay, el bando pelucón o vencedor, encarga al Estado la función de cargar sobre su espalda la responsabilidad del control y el disciplinamiento social; es la misma institución la que intentará, desde ahora, armar un país uniforme e hipócrita: discurso moralista de día y chinganas de noche para las autoridades. Los viejos y eternos aliados de la oligarquía conservadora –delincuentes y bandoleros– se tornan peligrosos y son ahora un verdadero obstáculo para el orden nacional. No es casual entonces que desde inicios de 1830 se tienda el cerco a la delincuencia y en especial al bandolerismo usado y abusado siempre en nuestra historia nacional; y se asesine, expulse o confine a los próceres independentistas que quisieron construir un Chile más heterogéneo.
El corsé de nuestra propia era victoriana será la Constitución de 1833, que instala –como lo diría Portales– “una monarquía pero sin rey”, con un Presidente con facultades exclusivas para dictar estados de excepción; se impone la censura y se llega a obligar a los funcionarios públicos a presentar cargos contra los medios periodísticos que los acusan, so pena de ser encontrados culpables por dicha calumnia (“el que así no lo hiciere, queda suspenso de hecho en el ejercicio de su empleo, y el fiscal le acusará con el mismo impreso ante el tribunal competente”), siendo el esfuerzo final de la psicosis portaliana ese proyecto de ley que permitía allanar las casas, incluso de noche, por orden de cualquier autoridad, agentes de policía, serenos o cualquier persona.
Un sistema electoral donde el 51% se llevaba todos los cupos a elegir, la designación de alcaldes y la reelección presidencial completaban un modelo que, en nombre de una democracia censitaria, culminaba instalando una dictadura perfecta.
Concluía, aquel estereotipo –que operaba con lógica “del peso de la noche” (“la tendencia casi general de la masa al reposo es la garantía de la tranquilidad pública”)–, con el uso en provincias de una figura que databa de la era borbónica: los intendentes, a quienes las más de las veces, por mecanismos extraconstitucionales, y después bajo el amparo de la Constitución de 1833, se transformó en agentes directos del Presidente de la República, designados por él, responsables ante él y dedicados a cumplir sus órdenes, tradición que se mantiene vigente, aunque hoy el cargo depende más bien del parlamentariobroker más influyente de la coalición gobernante. Y con la honrosa excepción de Huenchumilla, continúan siendo iguales a sí mismos: en todos los conflictos regionales, siempre se ponen del lado del Ejecutivo y son, por eso mismo, los primeros fusibles en quemarse cuando estallan los conflictos.
Bajo ese panorama no fue antojadizo que un historiador del siglo XIX, como fue el rancagüino José Victorino Lastarria, caracterizara a Portales –en su Juicio Histórico– como “el jefe de la reacción colonial que detuvo el avance de las ideas liberales impulsadas por el proceso independentista”. El cerebro de la restauración conservadora, al punto que José Joaquín de Mora le dedicó un poema que provocó la ira del triministro y su destierro: “El uno subió al poder con la intriga y la maldad y el otro sin saber cómo lo sentaron donde está… el uno se llama Diego el otro José Tomás”.
De los Borbones a Lagos y Piñera
“En breve tiempo fue Portales un potentado que tenía a sus órdenes i escalonada en todo el país una falange de guardias i espías” (José Victorino Lastarria).
Como ya dijimos, la figura del Intendente borbónico (“los ojos y oídos del rey en la provincia”), fue rescatada por la Constitución de 1833, instalándose este arquetipo colonial bajo la dependencia exclusiva del Presidente de la República y que no solo fue objeto del desprecio del propio Portales sino también flanco permanente de la oposición en el Congreso por su intervencionismo electoral a lo largo de todo el siglo XIX.
Si se revisa el debate de las cámaras legislativas de la centuria decimonónica, dicha institución será objeto periódicamente de crítica de parte de los parlamentarios liberales, debido al peso decisivo que ellos desempeñaban en los procesos electorales donde se elegían legisladores por el sistema de lista única y en que el vencedor se llevaba el total de los cargos a llenar. Eran los tiempos en que, más que recurrir a los electores, los postulantes al Congreso apelaban al gran elector (el Presidente) para ser incluidos en la lista oficialista y lograr un escaño.
Portales caracterizaba así a los jefes-delegados en las provincias:
“Ni en esta línea ni en ninguna otra encontramos funcionarios que sepan ni puedan expedirse, porque ignoran sus atribuciones. Si hoy pregunta usted al Intendente más avisado, cuáles son las suyas, le responderá que cumplir y hacer cumplir las órdenes del Gobierno y ejercer la subinspección de las guardias cívicas en su respectiva provincia. El país está en un estado de barbarie que hasta los Intendentes creen que toda legislación está contenida en la ley fundamental, y por esto se creen sin más atribuciones que las que leen mal explicadas en la Constitución” (Carta a Joaquín Tocornal, 16 de julio de 1833).
En otra ocasión este es el consejo que le entrega al recién designado intendente Miguel Dávila: “El plan de conducta único que puedo y debo señalar a usted, es el siguiente: cumpla escrupulosamente con las obligaciones de su cargo”.
Además, en carta de felicitaciones al intendente de Aconcagua, Fernando Urízar Garfías le agradece: “Por aquella parte de su conducta ministerial que se ha puesto en mi noticia, le voy descubriendo gobernaderas: que tiene usted la prudencia y la firmeza, y que entiende modo más útil de conducir al bien a los pueblos y a los hombres. Palo y bizcochuelo, justa y oportunamente administrados, son los específicos con que se cura cualquier pueblo, por inveteradas que sean sus malas costumbres” (Santiago, abril de 1837).
En otra epístola, irreproducible por los garabatos que expresa, manifiesta su desprecio absoluto por dicha autoridad que solo se sustenta en una facultad presidencial. Si a O’Higgins se refirió como “el huacho maldito” o Don Beño, imagínense cómo lo hizo con los intendentes, a quienes no encontró otro valor sino el de responder verticalmente a Palacio y hacer el trabajo sucio en elecciones.
En la república autoritaria, el intendente no resultó ser otra cosa que un ojo espía del monarca en la provincia, que manejaba los asuntos locales a diestra y siniestra en función de los designios metropolitanos. Ello, más la designación vertical de los alcaldes, hicieron posible los decenios presidenciales de Prieto, Bulnes, Montt y Pérez que hoy quieren repetir Lagos y Piñera.
Como se sabe, además, el portalianismo obligó a los protagonistas públicos a deambular entre la marginalidad (José Miguel Infante) y la cooptación a la que no solo sucumbió Manuel Antonio Matta sino también casi todos los actores políticos de aquella centuria que quisieron desempeñar roles relevantes en esa república, de allí los reclamos permanentes de los diputados díscolos –Matta, Gallo, etc.– a la figura del intendente que, luego de la guerra civil de 1891, dominaron para sí a través del modelo broker –el parlamentario transa sus votos con La Moneda a cambio de la influencia local en el copamiento del Estado y del manejo con fines privados del dinero público–, patrón que, como sabemos, llegó al paroxismo con la reinstalación democrática de 1990 y que tiene a regiones, como la de O’Higgins, con la friolera de 13 intendentes en apenas 15 años.
Tal modelo –combinación de presidencialismo autoritario y centralista, con intendentes designados–, generó el Chile hipercentralizado, el patito feo de la OCDE, alumno burro y mal ejemplo que pesa sobre nosotros y que, como se ha dicho hasta la saciedad, el único país de ese grupo que no elige a sus autoridades regionales y que hizo de Santiago, en especial desde Plaza Italia hacia arriba, una capital europea invivible, mientras en el resto de las provincias las ciudades se mantienen y parecen urbes coloniales rezagadas, condenadas al atraso y la marginalidad.
Con ese escenario histórico de fondo, no resulta casual que hoy el piñerismo autoritario-centralista (la UDI y un sector de RN) y el laguismo borbónico no quieran elegir al gobernador, como tampoco es accidental que ambos ex presidentes, como en la república conservadora donde el intendente era su interventor, quieran emular a sus referentes y alcanzar su propio decenio.
Así como la Corona hizo recaer sobre los mapuche el peso de la interdicción –eran niños que no podían representarse jurídicamente a sí mismos–, la república oligárquica hizo caer sobre las antiguas provincias, devenidas hoy en regiones, el mismo estatuto: no somos aptos para elegir a quien gobierne la región, dándose la paradoja de que podemos elegir desde la junta de vecinos hasta el parlamentario broker, pero no a quien maneje los destinos de los habitantes del territorio.
No solo es tiempo de acabar en regiones con la figura más recalcitrante y degradada heredada del borbonismo déspota y del autoritarismo portaliano sino, también, de poner fin a la historia de Chile que solo se escribe desde la metrópolis y que solamente se reconoce en ella.Las excusas del piñerismo portaliano –en especial la UDI y su conexión ancestral con la violencia y el autoritarismo– son incluso atendibles, dada la pesada carga histórica de la Hacienda y la cultura del latifundio entre sus huestes. Hasta se comprende en Piñera –poco dado a la generosidad y a la distribución del poder con los otros– y su intención, como Prieto, Bulnes y Montt, de alcanzar su propio decenio conservador. Sin embargo, se entiende mucho menos en el laguismo (aun a sabiendas de su admiración declarada por el Presidente más autoritario del siglo XIX), y su entorno –Harboe, Lagos Jr. y Carlos Montes–, dado que alguna vez, en su versión progresista (Crecer con igualdad), prometió elegirlos y hasta le inventó una región a su amigo Fernando Flores.
El Senado y una maltrecha coalición gubernamental que, desde 1990 en adelante, sobre este tema solo ha practicado la corrupción programática, tienen la última palabra. El 5 de octubre puede ser la fecha en que nos sacudamos del mito de Lircay y de la historia reversa. Ese día podemos irnos a dormir sabiendo que Chile será más variopinto… o continuar con la pesadilla del “peso de la noche” portaliana en regiones.
*Fuente: El Mostrador
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