La crisis de la universidad: el problema del mercado
por Alex Ibarra (Chile)
9 años atrás 29 min lectura
Entrevista a Miguel Vicuña Navarro (M.V.N.) filósofo y poeta, realizada por Alex Ibarra Peña (A.I.) Colectivo de Pensamiento Crítico “palabra encapuchada”. Foto tomada por Bruno Montane.
A.I.: Estimado Miguel, muchas gracias por concederme esta entrevista. Eres una persona que ha destacado en la docencia universitaria formando ya varias generaciones de filósofos e intelectuales ¿Cómo llegaste a esta vocación formadora? ¿Puedes rescatar alguna experiencia positiva en relación al reconocimiento que gozas en cuanto formador?
M.V.N.: Mil gracias a ti, Alex, por esta oportunidad que me brindas de incursionar, a través de esta óptima ventana que es Le Monde Diplomatique, en aquel paisaje hoy por hoy casi puramente virtual que todavía consiente el nombre de “espacio público”. Mi vocación de “profe” viene de lejos, tal vez de mi niñez y del efecto que entonces tuvieron en mi ánimo algunos hoy anónimos maestros de mis “preparatorias” (la escuela primaria de otrora), tal vez del influjo inconsciente de aquellos nobles profesores que fueron mi abuelo paterno Carlos Vicuña Fuentes, mi tía Raquel Navarro, hermana de mi madre, y mi abuela materna, doña Guillermina Barahona de Navarro. Cuando inicié mis estudios de filosofía en 1966 en el Instituto Pedagógico (en aquellos años era éste la principal entidad de la mayor de la facultades de la Universidad de Chile y cobijaba a más de 15.000 estudiantes) no albergaba yo propósito alguno de convertirme en profesor o siquiera en académico universitario: mi única y cuasi obsesiva intención era aprender filosofía, historia y lenguas modernas y antiguas (todas disciplinas programáticamente practicadas en aquel dichoso Instituto, el cual resultara, poco después del Golpe de 1973, minimizado, comprimido, jibarizado y cercenado de la Universidad de Chile, la cual fue, desde esas mismas fechas, intervenida, desarticulada, reducida y, en realidad, descuartizada). En mis primeros años de estudio mi pretensión era prepararme para iniciar la práctica de una disciplina científica imaginaria que yo me representaba como “la antropología” (se trataba de algo similar a lo que hoy se denomina “antropología física”, disciplina que entonces no estaba representada como tal en la Universidad de Chile). Por tal motivo, asistí como oyente en la Universidad de Chile a cursos de anatomía de la Escuela de Medicina, a cursos de geología de la Escuela de Geología, a la par que cursaba los ramos de primer año de la Licenciatura en Filosofía. El encuentro con magníficos maestros con quienes tuve la fortuna de aprender y colaborar –me refiero a Francisco Soler, Cástor Narvarte, Humberto Giannini, Roberto Torretti– me proporcionó un alto ejemplo que quedó impreso en mi memoria y al que, desde que comencé a ejercer cierta actividad docente en la condición de ayudante, en 1968, intenté tímidamente aproximarme, pero siempre con el sentimiento de hallarme situado a una distancia sideral de su excelencia. Debo destacar, además, la inestimable fortuna de haberme vinculado al Departamento de Estudios Humanísticos que dirigía Roberto Torretti, poderoso instituto que me permitió apreciar y conocer, asimismo, junto al propio Torretti de quien fui ayudante, a pensadores de alto vuelo como Carla Cordua, José Echeverría, José Ricardo Morales, Patricio Marchant, Marcos García de la Huerta. Me es preciso referir igualmente mi participación desde su inicio, en 1972, en la experiencia académica de la creación y puesta en marcha, bajo la cabeza visible y la soberana dirección de Humberto Giannini, del Departamento de Filosofía de la Sede Santiago Norte, fundado al amparo de las disposiciones de la Reforma Universitaria de 1967. Fue aquella una experiencia y un proyecto innovador y entusiasta, efímero como tantas otras suertes, que resultaría pronto desbaratado por la dictadura en 1975. Considero de rigor, en pro de la justa memoria, indicar los nombres de los principales partícipes de aquella aventura, entre profesores, ayudantes y algunos destacados estudiantes: a más del propio Humberto Giannini, mascarón de proa y animador fundamental, Patricia Bonzi, Carlos Ruiz, Renato Cristi, Olga Grau, Jaime Sologuren, Jorge Acevedo, Fernando García, Luisa Eguiluz, Pablo Oyarzún, Gonzalo Catalán, Claudio Rivas, Cecilia Sánchez, Marcos Aguirre, entre varios otros. Me imagino que la “vocación formadora” que mencionas en tu pregunta quizás fue surgiendo poco a poco, sin premeditación ni alevosía, a medida que en la práctica fui de hecho asumiendo en el tiempo tareas académicas de docencia (al principio sólo en la Universidad de Chile: Instituto Pedagógico, Departamento de Estudios Humanísticos, Departamento de Filosofía de la Sede Santiago Norte). Desde el Golpe y desde mi salida de Chile en 1974 hasta mi retorno en 1985, empero, tal práctica hubo de ser suspendida por falta de ejercicio (excepto mínimos y esporádicos ejemplos en sentido contrario: lecciones particulares de filosofía; enseñanza de lenguas modernas en escuelas e institutos). Sólo comencé a retomar ciertas actividades académicas de docencia en 1987, en el Instituto de Filosofía de la Universidad Católica (invitado por su entonces director, mi otrora profesor de Metafísica en el Pedagógico, y más tarde último Rector Delegado de la Universidad de Chile, Juan de Dios Vial Larraín), y luego, desde el tránsito político 1988-1990, en el naciente y promisorio Departamento de Filosofía de ARCIS fundado por Carlos Ossandón y Mario Berríos, en el cual me incorporé pudiendo contribuir de forma importante a su consolidación académica en 1991, al participar en la configuración de su “programa de estudios”. A partir de esos años ejercí además docencia académica en la Universidad de Chile, en la Academia de Humanismo Cristiano y en otras universidades chilenas, pero la fuerza principal de mi ejercicio se vio concentrada en el Departamento de Filosofía de U. ARCIS hasta la suspensión del mismo en 2008. Tras un prolongado alegato en favor de su reinstalación, ésta se produjo finalmente sólo a fines de 2013, lo cual me empinó a la efímera dignidad de director del mencionado Departamento, cargo que fue suprimido juntamente con la unidad académica correspondiente en febrero del año recién pasado, en el movimiento de desmontaje y destrucción de la U. ARCIS iniciado por sus propias y mismísimas autoridades en agosto de 2014, movimiento destructivo que aún se encuentra en curso, a vista y paciencia de todo el país y bajo la mirada tolerante de la magistratura gubernativa . Tal vez lo que procuro referir a propósito del postulado “reconocimiento” de mi vocación de profesor de filosofía (y de otras materias afines) es que aquél, si ha existido, sólo ha ocurrido en esferas privadas y en el orden de lo particular; a lo sumo, cabría sostener que la breve reinstalación del Departamento de Filosofía en U. ARCIS (2013-2015) pudiere haber sido un reflejo de tal “reconocimiento”. Debo indicar, en este respecto, que la principal “experiencia positiva” que redunda y refluye del mencionado reconocimiento privado y particular es la emergencia (rara, escasa, casi improbable en su singularidad) de la amistad: una amistad filosófica similar a aquélla con la que me han honrado algunos de mis propios maestros.
A.I.: En tus clases y diálogos se puede advertir una sólida formación filosófica ¿Nos puedes contar parte de tu visión de la academia filosófica chilena en los años que eras estudiante? ¿Cómo fue tu formación posterior? ¿Qué referentes del canon filosófico son los que más rescatas?
M.V.N.: Por fortuna pude aprovechar al máximo mis 7 años de estudiante en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile (1966-1972), generosa Facultad que ofrecía la amplia serie enciclopédica de las disciplinas científicas que se extiende desde las matemáticas hasta la sociología (casi al modo del esquema de la “filosofía positiva” de Comte), pasando por las lenguas clásicas y modernas, no menos que por la historia y la filosofía. Aquella poderosa “Facultad de Filosofía y Educación” de la Universidad de Chile que en aquellos años movilizaba a cientos de profesores y cobijaba a más de quince mil estudiantes provenientes, a más de Santiago –la inmensa mayoría–, de las diversas provincias de Chile, no menos que de variados países de América (Venezuela, Ecuador, Perú, Bolivia, Brasil, Haití, Jamaica, Estados Unidos, por ejemplo) y de otros continentes (Alemania, Francia, Italia, España, Japón, India, por ejemplo), no sólo tenía inscrita la filosofía en su nombre y constituida en un departamento académico que sumaba más de quinientos alumnos, sino que programáticamente ofrecía a todos sus estudiantes el ramo general obligatorio de “Introducción a la Filosofía” que era impartido, año tras año, por un selecto elenco de profesores (recuerdo entre ellos a Francisco Soler, Fernando Zabala, Juan Rivano, Humberto Giannini, Cástor Narvarte, Armando Cassigoli, Jorge Palacios, Joaquín Barceló), entre los cuales el estudiante libremente elegía, “a la carta”. Muchos estudiantes, en su mayoría de filosofía, sociología, historia, pero igualmente de ciencias, aunque ya tuvieran aprobada la asignatura, asistían a los diversos cursos de “Introducción a la Filosofía” sólo por amor al arte o, si se prefiere, por curiosidad filosófica. Existía en esos años el “Plan de Licenciatura” que permitía a los estudiantes en diversas disciplinas (filosofía, historia, lenguas, ciencias), junto con descargarse de los tediosos “ramos pedagógicos” renunciando al título de “profesor de Estado” y aspirando tan sólo al grado académico, configurar libremente (dentro de ciertos parámetros) su plan de estudios, el que debía incorporar las asignaturas propias de la especialidad, más un número importante de cursos y seminarios que podían cursarse en las diversas disciplinas representadas en la Facultad. Fue así como pude incorporar en mi “plan” unos estudios sistemáticos de griego y latín, así como de matemáticas modernas. Debo señalar que, más acá o más allá de mi propia obsesión, no menos que de la escuela universitaria de la Facultad, la “solidez” o “liquidez” o “gaseiformidad” de mi formación filosófica puede achacarse no sólo a un conjunto azaroso de circunstancias que se extienden en un tiempo que todavía dura (mi formación no ha terminado aún: qué forma tenga podrá verse quizá después de haber vivido), sino muy particularmente a los diversos efectos invisibles y sutiles que algunos importantes maestros y la colaboración con ellos pudiesen haber generado tal vez en mí. Me limito a nombrarlos (ya que explicar su múltiple y complejo efecto en mi espíritu excedería no sólo mis competencias, sino igualmente la extensión razonable de una entrevista). Creo que su carácter (en mí) fue y es el ejemplo. La palabra que reúne es colaboración (y con ello, aprendizaje) y amistad. Roberto Torretti. Humberto Giannini. Cástor Narvarte, Francisco Soler. Y Carla Cordua, José Ricardo Morales, José Echeverría. Presto atención ahora a los otros temas que propone tu pregunta. Mi visión de la academia filosófica chilena en los años que precedieron al Golpe de 1973 se restringe a la Universidad de Chile en Santiago. En el breve lapso temporal (1966-1974) en el que pude ser testigo del ejercicio institucional y académico de algunos institutos muy determinados (Departamento de Filosofía del Instituto Pedagógico de la Facultad de Filosofía y Educación; Departamento de Estudios Humanísticos de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas; Departamento de Filosofía de la Sede Santiago Norte) y conocer a sus profesores más destacados y sus prácticas de investigación, docencia y formación de nuevos académicos, siento que cabría relevar muy esquemáticamente algunos rasgos y tendencias. En primer término, estimo que en todo el período (más de 7 años) puede apreciarse una suerte de prolongación y extensión y consolidación académico-institucional de un proceso iniciado en la Universidad de Chile en la década de 1950 y caracterizado por una “autonomización profesionalizante” de los estudios filosóficos universitarios, “autonomía” respecto de prácticas de docencia en “estudios generales”, respecto de ciertas disciplinas pedagógicas, respecto asimismo de ciertas ramas aplicadas de la psicología; dicha “autonomización” se apoyaba en el predominio de la práctica de una cierta “historia de la filosofía” basada supuestamente en el estudio directo de las “fuentes” filosóficas (a saber, los textos canónicos de los autores “clásicos” de la tradición antigua y moderna), en desmedro del recurso indiscriminado a manuales, compendios y exposiciones de “segunda mano”. Este proceso ha sido muy bien descrito por Cecilia Sánchez en su libro Una disciplina de la distancia (1992). Parece del todo pertinente considerar que el predominio de la referida tendencia exhiba nexos significativos con el ejercicio docente de tres destacados profesores que enseñaron en la Universidad de Chile desde los inicios del señalado proceso: el filósofo polaco Bogumil Jasinowski, refugiado en Chile en los años iniciales de la Guerra, el profesor español José Ferrater Mora y el estudioso ítalo-alemán Ernesto Grassi, creador del Instituto de Investigaciones Históricas de la referida Facultad. La inmensa mayoría de los profesores cuyos cursos y seminarios seguí en aquellos años del Instituto Pedagógico practicaban y propiciaban el estudio directo de los textos clásicos, ojalá en su lengua original. Por lo demás, algunos de los maestros evocados más arriba se encaminaban decididamente en su trabajo filosófico a la exploración de un pensamiento autónomo y original, surgido en el examen crítico de diversas líneas de la literatura filosófica contemporánea. Después del Golpe, el 30 de septiembre de 1974 logré huir a Francia, via Italia. Me establecí en París, ciudad en la que me convertí en estudiante del doctorado en filosofía en la Universidad de París I (Panthéon-Sorbonne). Durante algunos años (al menos hasta 1977, cuando me trasladé a Madrid) asistí a diversos cursos, conferencias y seminarios de aquellos eximios maestros que fueron Lévinas, Derrida, Foucault. Combinaba el estudio en algunas bibliotecas parisinas para una investigación sobre el cogito kantiano con la asistencia a diversos cursos (debo citar, a más de los recién mencionados, a Belaval, Macherey, J. Leenhardt). Mi traslado a Madrid (donde trabajé con diversas casas editoriales, particularmente como traductor del alemán) causó la dilatación del programa de doctorado, a pesar de continuarlo desde una distancia débilmente compensada por frecuentes viajes a París. Ignoro cuánto pueda haber contribuido a mi “formación” el referido ejercicio fragmentario, dilatado en el tiempo y el espacio, y finalmente destinado a su simple suspensión por la fuerza razonable de las cosas. Ahora bien, aquello que llamas el “canon filosófico” puede, por cierto, asumir diversas configuraciones según las escuelas, las épocas, las regiones histórico-geográficas. Existieron, por cierto, en la así llamada “tradición” variados y sucesivos procesos de “canonización” con resultados, sin duda, muy discrepantes. En el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, al menos en el período en que lo frecuenté, resultaba notoria y conspicua (pese a algunas honrosas excepciones) la vacancia de algunos autores cuyo estudio debería haberse practicado de acuerdo con algún “canon” histórico-f
ilosófico de fines del XIX y comienzos del XX que parecía prevalecer en los programas: a saber, Hegel, y, por cierto, Marx. Esta circunstancia me inclinó a practicar su lectura y estudio, inclinación que ha persistido y se ha reiterado en los años sucesivos. Algo similar me ocurre, sin duda, con Platón. ¡Y faltaba más! Ya que la filosofía en sentido estricto no es sino la doctrina del filósofo por excelencia, a saber, Sócrates-Platón, según la expone y debate en sus diálogos, confrontándola con las tesis de los sofistas y de los fisiólogos. ¿Cabe algún canon filosófico que no imponga en su núcleo al inventor de la filosofía? Leo y releo al viejo Platón: no sólo porque no hay más remedio, sino por gusto filosófico. Si la filosofía puede considerarse, según propone Borges, como una rama de la literatura fantástica, bien cabe asumir asimismo que es asunto de libros, así los antiguos, escasos y de pocas copias, obra de calígrafos pendolistas y scriptores, cuanto los modernos, abundantes y de miles y millares de copias estampadas por medio de la técnica gutenberguiana y sus ulteriores refinamientos y expansiones. La afición a la filosofía, es decir, la amistad filosófica tiene que ver, a mi juicio, no con aquellos debates entre tres o cuatro minoritarios balbucientes que ridiculiza Calicles en el Gorgias, sino con una práctica que consiste en un cierto trato con aquellos libros: su lectura y relectura, lo que da origen, a veces, a ciertas anotaciones que pueden llegar a convertirse en otros libros o fragmentos de libros. De alguna manera, la reiteración de la lectura o relectura convierte a algunos libros o a algunas de sus partes en textos “canonizados” para los respectivos lectores o relectores. Por lo demás, todos esos libros suelen recolectarse en bibliotecas y éstas proliferan en su aspiración a contener todos los libros, tal la Biblioteca de Babel, de Borges. Pero no hay biblioteca que pueda reunir todos los libros. No sólo por la masa demencial de los libros más recientes que se han publicado y están ahora mismo publicándose en todo nuestro infinito planeta, sino por la destrucción o pérdida de muchísimos libros menos recientes que van envejeciendo cuanto más nos remontemos por el tiempo pretérito, libros perdidos o quemados cuya suma total sólo puede estar albergada en la recién evocada Biblioteca. Siempre han existido los autos de fe, no sólo de herejes y judíos, sino por cierto también de libros, impíos todos ellos. Y las bibliotecas siempre se han ofrecido al fuego incendiario, no sólo la de Alejandría. Así que en el canon han de figurar, por la fuerza y el peso de las cosas, muchos libros ausentes o perdidos, no menos que algunos vestigios o fragmentos conservados de los libros que el fuego y el tiempo han destruido. Completo brevemente, para terminar esta pregunta, la indicación de los “referentes” de “mi canon” filosófico. Esto concierne, creo, a mis lecturas y relecturas más reiteradas. Pero también, supongo, a la exploración de las regiones perdidas de la Biblioteca. Desde luego, Foucault nos ha mostrado, entre muchas otras demostraciones, la importancia histórica de lo que llama “el umbral de nuestra modernidad”. En tal umbral se sitúa, entre algunos otros acontecimientos capitales, tal la Revolución Francesa, la obra de Kant, verdadero novus orbis que inaugura el pensamiento moderno y resulta preciso considerar una y otra vez, puesto que vivimos en él. En el siglo XIX comienza a inventarse el mundo en el que habitamos en el presente. A más de la máquina a vapor, la fotografía, el arte moderno, la iluminación urbana, el teléfono, ese siglo produce obras de pensamiento que aspiran en su vuelo romántico a transformar el mundo –y lo hacen: Hegel, Comte, Marx, Nietzsche, Brentano. De ese vuelo procede la sociología francesa, de Durkheim a Mauss; la escuela epistemológica de la rue d’Ulm, con Bachelard, Canguilhem, Foucault; la fenomenología de Husserl, Heidegger, Arendt, Lévinas y su retorsión deconstructiva en Derrida; la obra de Frege y de Wittgenstein; la “revolución surrealista” y la “escritura” de Bataille y de Benjamin, entre otros “referentes”. En cuanto a las regiones de la “pérdida” (las obras destruidas, quemadas, olvidadas, desaparecidas) de la Biblioteca de Babel, a más de los fragmentos de Heráclito, Empédocles, Demócrito, los libros secretos de la Terra Incognita, entre ellos el relato náhuatl de la Conquista de México.
A.I.: Hace poco diste una conferencia en el IV Congreso Nacional de la Asociación Chilena de Filosofía que titulaste como “América proscrita” ¿Cómo aparece esta palabra “América” en tus reflexiones filosóficas?
M.V.N.: Desde hace muchos años he venido incurriendo de forma reiterativa y cuasi obsesiva en anotaciones ensayísticas que giran en torno a la cuestión histórica y especulativa del ser de América, problemática cuestión que desde la partida tórnase inasible e inefable, a consecuencia no sólo de la condición fugitiva de su nombre espectral, nombre sustititivo o “prestado nombre”, que diría Patricio Marchant. La conferencia o ponencia que presenté a fines de octubre 2015 en ese congreso filosófico fue una variación (en el sentido musical) de la comunicación que ofrecí en París en febrero 2015, por invitación e iniciativa de mi amigo Patrice Vermeren, en la Fondation des Sciences de l’Homme con el título “Écritures d’Amérique”. En ambas comunicaciones el propósito es pensar América como contingencia o acontecimiento, es decir, como compleja serie de eventos que son del orden de la “escritura”, o sea, de aquella flexión y reflexión del lenguaje sobre él mismo que crea obras y poemas. Éstos sostienen el tiempo de la historia y ejecutan un operari sacris en el que tienen lugar desplazamientos, superposiciones, sepultamientos, emergencias y resurgimientos. Estos eventos admiten cronologías que se extienden por todas las partes del tiempo: hasta nuestros presentes y hacia muchos de nuestros futuros. En todo caso, asumida en su condición de acontecimiento de escrituras, América constituye una suerte de constelación literaria, no tan sólo una región geográfica: su historia es del orden de la escritura, no de la mera dominación territorial y política; de otro modo: territorialmente, en cuanto acontecimiento de escritura, América se expande a todo el planeta y concierne al conjunto de la humanidad del presente (y a su futuro). Como signo históricamente denso de la emergencia y explosión mundial de la civilización capitalista, América se desterritorializa y queda proscrita de sus territorios originales (el novus orbis de Amerigo Vespucci), inscribiéndose en tanto acontecimiento perdurable de escrituras complejas y heterogéneas en el núcleo de la condición moderna de nuestra actualidad.
A.I.: Sé que tienes un interés por aquello que podríamos llamar la historia social de Chile, al menos es una temática abordada en tertulias de las cuales eres un animador ¿Cómo llegas a esta preocupación por parte de la historia de Chile? ¿En tu interés sólo tienes una motivación filosófica al abordar estos temas?
M.V.N.: Me importa y me transporta la condición social y económica y moral de Chile y de América y de todas las naciones y pueblos del mundo. En su historia, por cierto, que tiene pasado próximo y remoto, pero también presente y ojalá futuro. Me importa y me transporta la condición de la vida, las selvas, los ríos, los océanos, la atmósfera, la corteza terrestre y sus fondos y magmas… En una de las tertulias que celebramos en la Fundación Lagarrigue, nos dedicamos a revisar la historia y algunos documentos relativos a la efímera República Socialista de 1932. ¡No por simple curiosidad de archiveros! Se trata de antecedentes próximos de nuestro presente. La preocupación por la historia de Chile y América (y Europa, ¡cómo no?) viene de que la historia misma nos ha remecido hasta los tuétanos a lo largo de nuestra cada vez más breve vida, propinándonos más de algún Golpe. Los temas histórico-políticos son relevantes para quienes nos nutrimos aún del espíritu romántico moderno de “cambiar la vida” y “transformar el mundo”. La filosofía, desde su fundación platónica, siempre ha estado enlazada con la política y lo político. Y si la abandona el espíritu filosófico, la política jamás podrá volar. La decadencia actual de la política no sólo es efecto de la corrupción y el cohecho : es una decadencia filosófica.
A.I.: En los últimos años de la dictadura dirigiste un proyecto de crítica cultural desde la revista “Número quebrado” ¿Te interesaba llevar a cabo una cierta concepción del filósofo desde la militancia? ¿Consideras relevante el reconocimiento de la actividad filosófica desde una vocación política?
M.V.N.: La revista Número Quebrado, de efímera existencia (produjo sólo dos números de 1988 a 1989), fue una aventura colectiva que iniciamos Roberto Merino y yo, con la complicidad activa de Enrique Lihn y Juan Luis Martínez. Fue Juan Luis, por lo demás, quien dio nombre a la revista cuando estábamos jugando el juego de ponerle nombre. Llevábamos con Roberto varios nombres para discutirlos con Juan Luis en su casa de Villa Alemana: entre ellos, el principal era “Fracción”. “¿Por qué fracción?”, nos preguntó Juan Luis. A mi respuesta explicativa: “Fracción es ruptura, quiebre; es partir y compartir, pero también un segmento o una división, una facción; pero sobre todo es una razón, un número quebrado”, Juan Luis nos espetó: “¡Ahí está el nombre! ¡Número quebrado!”. Y se impuso, aprobado días después por nuestros otros cómplices: Enrique Lihn y Carlos Altamirano. Este último asumió el diseño y la producción del número 1, con el apoyo de la revista APSI. Fue Juan Luis también quien sugirió que la revista tuviese un director y que fuese yo quien asumiese tal condición. Al comienzo habíamos pensado en una dirección colectiva o colegiada. Creo que la aparición de esa revista fue una especie de “demostración” (en el sentido ajedrecístico de la expresión): era posible hacer una revista de calidad con mínimos recursos (y pocas buenas ayudas). Número Quebrado se inscribió, sin duda, en la serie de revistas independientes y marginales que practicaban una suerte de “resistencia cultural” a la dictadura de Pinochet & Co. Entre ellas, a más de algunas “históricas”, como La Castaña (1982-1989), menciono la revista Kritica (1978-1990?) y El Espíritu del Valle (1985-1987). Esta última, dirigida por el poeta Gonzalo Millán y concentrada en “la poesía chilena” es un antecedente polémico de Número Quebrado, particularmente merced a las observaciones que formulara Enrique Lihn en un artículo de la revista Cauce, de 1986, en el cual propugnaba una publicación crítica de amplio espectro, no restringida a la “pura poesía”. Por cierto, Número Quebrado fue el antecedente directo de algunas revistas que le siguieron, entre ellas, Piel de Leopardo (1992-1995), y la muy influyente Revista de Crítica Cultural (1990-2008) dirigida por Nelly Richard. La efímera publicación periódica cuyo sentido (¿filosófico-político?) me solicitas que comente ocurre en medio del problemático tránsito de la dictadura a un nuevo régimen de “democracia tutelada” cuyo rostro improbable apenas se vislumbraba en 1989. Número Quebrado contó con el generoso apoyo de muchos escritores, intelectuales y académicos: Humberto Giannini, Pedro Lastra, Adriana Valdés, Jorge Edwards, Armando Uribe Arce; en sus dos números y en su redacción colaboraron, entre otros, Gonzalo Muñoz, Fernando Balcells, Nelly Richard, Guadalupe Santa Cruz, Gonzalo Díaz, Eugenio Dittborn, Inés Paulino, Alvaro Hoppe, Kena Lorenzini, Jorge Mpodozis, Waldo Rojas, Claudia Donoso, Paz Errázuriz, Justo Pastor Mellado, Federico Schopf, Francesca Lombardo, Roberto Brodsky, Raquel Olea, Osvaldo Briceño, Hernán Contreras. ¿Cómo fue que el número se quebró? ¿Acaso venía ya quebrado por definición? ¿Sus responsables no eran tal vez personas que exhibían una actitud “quebrada”? La revista asumía una postura militante, tal vez, pero era una militancia cultural, no de grupos políticos constituidos y apatotados. No había en la revista ni pandas ni bandas ni bandidos ni pandillas. Por mi parte siempre de hecho he rehuído al fin de cuentas la milicia y la militancia, es una cuestión de gusto o inclinación espontáneos, y ello a pesar de mi postura muchas veces bélica y polémica. La revista se encontraba en el medio de una quebrada o quebradura: el paso del régimen militar a un régimen que se esperaba sería diferente. Pero, además, uno de sus principales campeones, Enrique Lihn, ya en el número 1, hubo de quebrarse en aquel combate que formula en su poema:
“Buenas noches, Aquiles
Ahora sí que te dimos en el talón
La muerte de la que huyas
Correrá acompasadamente a tu lado
Buenas noches, Aquiles ”
Por su parte, Juan Luis Martínez ya estaba con problemas severos cuando hicimos el número 2.
A.I: En tu producción intelectual destacan tus producciones poéticas, en los libros “Cuatro poemas”, “Levadura del azar”, “Lengua del Cordero con piel de Oveja”, “Parábola reversa” y “Dicha non desdicha” ¿Cómo llegas al encuentro con la escritura poética? ¿Qué aspectos destacas de tu poesía? ¿Estás en algún nuevo proyecto de escritura poética?
M.V.N.: La mención que haces de mis “libros” de poesía es incompleta y a la vez excesiva. Falta, por cierto, el último, Suerte Sortija, aparecido recientemente merced a Ediciones Das Kapital. Y absolutamente sobra el primero citado, que es un folleto mínimo, impreso por mi “tío” Carmelo Soria y por mi generoso padre, el poeta José Miguel Vicuña, folleto que reúne “poemas” (?) de un niño de menos de 6 años. Puede ser interesante para un psicólogo o para estudiosos de la “poesía infantil”, pero resulta impertinente su incorporación en una serie que se inicia después de mi adolescencia, no en mi primera o segunda infancia. ¿De dónde cae la poesía, como la noche, sobre mí, iluminándome y enredándome en su acertijo? El espacio familiar en que nací y crecí hacía imposible que no me encontrara con “la poesía”. De los siete hermanos que somos los hijos de José Miguel Vicuña y Eliana Navarro, ninguno se sustrajo al influjo mágico de la poesía, la palabra en el canto, la voz en la música, el drama en la palabra. Ni menos al efecto discursivo y sentimental que el diálogo y la discusión con los numerosos poetas que visitaban nuestra casa produjeron, provocaron, incitaron en el magín de cada uno de estos hermanos: Nicanor Parra, Humberto Díaz Casanueva, Jorge Hübner Bezanilla, Stella Díaz Varin, Carlos de Rokha, Enrique Lihn, Jorge Teillier, Pedro Lastra, Oscar Hahn, Manuel Silva Acevedo, entre muchos otros. De ahí a la lectura y estudio de los grandes poetas modernos hay un paso. Lectura y estudio que se inicia en mi adolescencia y continúa sin término. Menciono a los más leídos y releídos: Poe, Baudelaire, Mallarmé, Machado, Vallejo, Hölderlin, Heine, Mörike, Cernuda, J. R. Jiménez, J. Guillén, W. Stevens, E. E. Cummings, Rilke, Michaux … En mi camino por la escritura poética he explorado diversas suspensiones del orden establecido, buscando nuevas maneras de pensar, decir, hacer, actuar. Creo que la poesía moderna induce a ello: a otra forma de ser y pensar; supongo que mis ensayos poéticos van en esa línea. En tal ejercicio de poner en suspenso los hábitos establecidos, ha resultado recientemente un nuevo libro que debo entregar tan pronto cuanto se pueda. Y estoy trabajando en otro ejercicio: un diálogo con algunos muertos, selectos héroes como los que visita Ulises en el infierno (el de Homero, por cierto, no el del Dante).
A.I.: Considerando que eres un intelectual crítico, me gustaría que hablaras en torno a la actual universidad chilena ¿Qué visión tienes de ésta? ¿Cómo ves la presencia de la filosofía en su interior?
M.V.N.: Seré breve en este punto, ya que mis apreciaciones en torno al problema no proceden de alguna supuesta ciencia como la que pudieran esgrimir los “expertos” en temas de educación, así superior, como media, básica o preescolar, sino tan sólo de una experiencia sostenida pero fragmentaria, habitada de fantasmas y ausencias, de enjuiciamientos y también prejuicios que más de alguno podría considerar impertinentes, habida cuenta del “real estado de las cosas”, ése que parece siempre querer imponer un “sensato realismo”. Por lo demás, mi apreciación y experiencia se limitan a la pura Capital y a unas pocas universidades; mi conocimiento de importantes universidades de provincias, como la Universidad Austral o la Universidad de Concepción y aun la propia Universidad de Valparaíso, es muy indirecto y tangencial. De todas formas, no me cabe duda alguna de que el actual estado de la universidad chilena (y empleo este singular en un sentido colectivo que evoca la multiplicidad variopinta y heterogénea que forman las más de 50 [sin cuenta] universidades actualmente existentes en nuestro país) inscribe en su partida de nacimiento un trauma (que no es trauma del nacimiento, das Trauma der Geburt que diría Otto Ranke, pues da lugar al surgimento de muchos individuos a partir de la pulverización de uno, en tanto que éste concierne al surgimiento de un individuo tras su separación y salida del vientre materno): a saber, la intervención militar, desintegración y descuartizamiento de la Universidad de Chile desde el Golpe de 1973. Tal trauma, que es el de la compresión, segmentación y amputación de la Universidad de Chile, fue una operación que, a más de modelo del tratamiento militar de todas las universidades chilenas entonces existentes, significó la supresión pura y llana de algunas disciplinas (como la sociología e, implícitamente, la filosofía, la historia) e implicó la eliminación de la condición de universidad nacional que ostentaba la Universidad de Chile, sobre todo a partir del rectorado de Juan Gómez Millas iniciado en 1953. A ello se sucedieron en la década de 1980 legislaciones que se presentaron como un “bálsamo paliativo” a la referida destrucción, por cuanto supuestamente abrían espacio a la “libertad de enseñanza” recientemente prohibida, permitiendo el libre ejercicio de un capitalismo básico de mercado muy libre y desregulado en el campo de la educación en todas sus formas y fases, lo que daba pie en el ámbito de la así llamada “enseñanza superior” a la libre formación –lucrandi animo– de institutos y escuelas de las más variadas disciplinas y artes. Junto con promover e inaugurar un amplio y expansivo rubro de negocios propio de una economía libre y abierta de mercado altamente competitivo (a saber, el “negocio de la educación”), la referida legislación establecía la consagración perdurable de la mercantilización integral de la educación chilena en todas sus fases o niveles. En el siniestro y tenebroso tránsito pactado en secreto de la dictadura a la “democracia tutelada” (1988-1990) y a partir del gobierno deplorable de Patricio Aylwin (sin embargo, el menos indigno, a mi juicio, de entre todos los gobiernos de la mal llamada “transición a la democracia”) se establecen las bases y vías y recodos y cimientos de la instalación del esquema mercantil que dominará desde entonces hasta el presente la universidad chilena, contaminando y llevando en su ímpetu neocapitalista desregulado a todas la universidades, inclusas las históricas, las estatales, las tradicionales, las incorporadas en la ley de 1954 que es el origen del actual y ridículo CRUCH. Ya en los primeros años de aquella década final del siglo recién pasado pudo comprobarse cómo crecían y proliferaban cual callampas las nuevas universidades, las así llamadas “privadas”, imponiendo la regla de su esquema mercantil sobre el conjunto de la universidad chilena (en sentido colectivo). Privadas opulentas, por cierto, en abierto ánimo de suplantación de la Universidad de Chile (tal la U. Diego Portales y la Universidad Nacional Andrés Bello); y privadas pobres, precarias, sostenidas por la adhesión a la idea no-mercantil de la educación y la cultura, idea ya completamente calcinada por el imperio avasallador del neocapitalismo general desregulado y capilar. Los habitantes de tal paisaje (de pesadilla o de ensueño, depende del punto de vista, postura, ubicación, situación, compromiso del observador de turno) : una masa de “deudores vitalicios”, una masa de víctimas de la “trata” que ejercen abusivamente sobre ellos las universidades como máquinas de extorsión. Es cierto que se han rebelado: en 2006, logrando una “victoria” burlada con supercherías por la entonces Presidenta de Chile (la misma que ostenta hoy esa misma magistratura por segunda vez), haciendo aparecer por arte de birlibirloque la propia ley irreformable (¡es ley “orgánica constitucional”!) como si fuera una “nueva ley” reformada; y en 2011, logrando una “victoria moral” (o si se quiere, “meramente política”) consistente en la aceptación pública universal de la doctrina según la cual la educación es un derecho fundamental que todo Estado debe defender y garantizar. ¡Tan sólo falta que tal doctrina se ejecute y establezca en leyes y en reformas que, por desgracia, tardan y tardan en llegar! ¿Cuándo llegarán? Los miserables gobiernos de la Concertación, en 26 años no han sido capaces siquiera de elaborar y proponer un Plan Nacional de Educación, algún proyecto sólido e inteligente, sostenible en el tiempo, que asegure la extensión, profundización y eficacia de los diversos procesos educativos que inciden en el desarrollo de la productividad y la economía, en la defensa de la naturaleza, en la creación de tecnología, ciencia y cultura. ¿Y la filosofía? ¿Qué lugar tiene o puede tener en el miserable cuadro que describo? ¡Ninguno! A lo sumo un lugar marginal, ojalá invisible e inaudible, fuera de aula, fuera de consejos o academias. En el peor de los casos, un lugar de obediencia y sumisión, consistente en guardar silencio de forma sepulcral.
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