El que reina con el miedo reina dos veces
por Javier Cortines (España)
9 años atrás 3 min lectura
Los políticos han aprendido que la forma más eficaz de gobernar es meter miedo a los más vulnerables y al 30 por ciento de la población que vive en riesgo de pobreza, pues ese sentimiento la paraliza, la habitúa a vivir de rodillas y la convierte a los sub ciudadanos en mendigos de las migajas de los inalcanzables Derechos Humanos.
Miedo a perder el trabajo; a no encontrarlo jamás; a ser movilizado; a decir lo que piensas; a cantar las cuarenta; miedo a Dios y al Diablo; miedo al César y al descalabro. Cuando el miedo se ha empotrado en el corazón, en el horizonte ya no se ven paisajes de futuro y en los suburbios del hielo invernal sólo gimen soles apagados.
La Europa de las elites y su Parlamento de Espectros ya han dicho a la izquierda hasta dónde la permite llegar y ésta, sin capacidad de reacción, acude al berrinche y al pataleo, cuando lo que hace falta es que se cabree y levante el vuelo. Lo último que deberían hacer los nuevos rojos es tirar la toalla, renunciar al ideal. Su “HASTA AQUÍ” lo han trazado, con enfermiza obsesión, los faraones-aguijones de la Casa Blanca y su CIA.
Las cosas seguirán igual hasta que la “generación perdida” no se tome es serio este llamado: “Rise and rise again, until the lambs became lions” (Alzaos una y otra vez, hasta que los corderos se conviertan en leones). Con ese mensaje el genial Ridley Scott denuncia en su película “Robin Hood”, todo tipo de tiranías, ya sean políticas u económicas, que intentan estandarizar un trabajo esclavo a nivel planetario.
La pobreza y la exclusión hunden a los seres humanos en una profunda depresión. Esas personas desanimadas (a las que se ha arrancado el alma) se convierten en “masas anónimas”, indiferentes a la vida y a la muerte. Su mudo silencio, muy parecido a “El Grito” de Munch, es utilizado por los plutócratas como un salvoconducto para la aplicación de políticas inhumanas que jamás aceptaría una sociedad rebosante de salud.
Un legendario Emperador de la China Ta Long Tien se quejaba de que no pegaba ojo por las noches y de que tenía pesadillas porque sus súbditos no le respetaban.
Entonces, para remediar su mal, llamó a su consejero, un sabio ministro que tenía respuestas para todo:
– Lao Khan- le dijo el Emperador-, ¿Qué puedo hacer para que mis súbditos me respeten y se dobleguen a mis deseos? A pesar de que castigo a los malos, y a los buenos les dejo vivir en paz, no consigo que las cosas vayan por su sitio.
– Su Majestad comete un grave error – dijo Lao Khan-. No sólo debería castigar a los malos, sino también a los buenos. Si hace eso, se convertirá en un dios y todos aceptarán sus planes divinos.
– ¡Buenísima idea! -exclamó el Emperador- y, sin pensárselo dos veces, mandó decapitar al consejero y ordenó que colocasen su cabeza en el pináculo de un poste de la plaza de la Ciudad Celestial, que así se llamaba su capital.
Luego subió los impuestos para sufragar los caprichos de los ricos y las aventuras bélicas y empezó a sacrificar a gran número de humanos que no se habían cosido los labios. Los buenos se acostumbraron a ser nadies. Algunos se escondían, como los cangrejos, debajo de las rocas, y los afortunados se iban en sus búfalos, como el viejo Lao Tsé, cuya conciencia sólo permitía a su montura que se arrodillase para beber agua.
Y vuelve a cantar Quiquiriquí el Noble Gallo Beneventano para decirnos ¿Habéis visto una campaña electoral (que lleva ya varios meses) más sosa, aburrida y gris que esta? Desde que Franco estiró la pata, nunca ha habido un flan con tan poca sal. Si Mariano Rajoy ha empezado a ser gracioso, es que aquí las cosas están mal, muy mal.
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