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Michelle Bachelet bajo asedio: auge, caída y fin del liderazgo ciudadano

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2 septiembre 2015

Burgos no solo desafía su autoridad sino que es capaz de organizarle un golpe blanco y luego transformar una pequeña manifestación de camioneros casi en un paro nacional en horario prime y resistir en el cargo pese a su evidente ineptitud; Ignacio Walker, cuyo partido y candidatos acogieron el programa de gobierno propuesto e hicieron campaña con esas ideas fuerza, la confronta permanentemente, llegando incluso a amenazar con “tensionar a nuestro conglomerado y a nuestro Gobierno de una manera hasta ahora desconocida”; dos ex ministros suyos –Pérez Yoma y Cortázar– cuestionan abiertamente su liderazgo en temas como la reforma laboral o educativa. Carlos Figueroa va más allá e indica que la Presidenta no tiene “capacidad de conducción política”. Por esos mismos días Chilevisión, de manera coincidente con el inicio del movimiento de los camioneros, exhibe su nueva serie “Guerrilleros”.
Tanta casualidad, hace que esa noche no pocos se acuerden de 1972. Por esos mismos días, Lagos, quien ya le había faltado el respeto, quien no realizó en su gobierno ninguna de las reformas de descentralización que prometió en su campaña, las embiste contra la Presidenta por la creación de la nueva región de Ñuble. El propio Escalona que, en agosto de 2006, bloqueó tempranamente su aspiración de reelección al proclamar a Insulza, ahora lo aplaude, lo proclama y de paso continúa la crítica a la Mandataria: “Atravesamos por un período en que se ha debilitado la autoridad del Gobierno”, señala. Ni hablar de Gutenberg Martínez y su entorno, menos de Peñailillo.
Entonces desde el corazón mismo del bacheletismo se filtran a la prensa las supuestas y difíciles condiciones por las que está atravesando la Mandataria. Pero la Nueva Mayoría, a través del vocero de Gobierno, Marcelo Díaz, y del de la coalición, Sergio Aguiló, en vez de hacer un llamado al orden y a detener el agudo nivel de deterioro por el que está atravesando el Gobierno, las emprenden contra el medio que publica lo que ellos mismos se encargan de difundir. Una vez más se quiere matar al mensajero.
La compleja situación de máxima crisis por la que pasa el Ejecutivo y que tiene como foco a la figura presidencial, hace que nos preguntemos cuándo y cómo la Concertación decidió que llegáramos a esto.
El accidente Bachelet
Hay escasos documentos o relatos escritos que describan la manera y la fórmula en que Michelle Bachelet llegó a ser quien es, en una coalición de larga trayectoria (1988-2005), que en apenas un año desechó y tiró por la borda todo lo que construyó como bloque político – esto es, partidos relativamente sólidos, liderazgos institucionales, forjados al calor de años, sistemas de trabajo, redes de apoyo, lealtades, etc.– para abrazar una candidatura que creció al alero de los medios.
Uno de ellos es el libro Secretos de la Concertación de Carlos Ominami, que en el capítulo ‘El salón de los presidentes’ –donde caracteriza a Aylwin como “el justo”, a Frei como “la sucesión asegurada”, a Lagos como “la voluntad de ser”– curiosamente define el ascenso de la Mandataria al poder como “el accidente Bachelet”. No es casual el relato del ex senador, dada la cercanía entre ambos: son hijos de generales de la aviación, compartieron el mismo barrio, estudiaron en la misma universidad, militaron desde adolescentes en la izquierda, incluso los unió, hasta no hace mucho, una amistad que surgió en la infancia. Allí manifiesta que Bachelet resultó ser “el polo opuesto de Ricardo Lagos. Alcanzar la presidencia no era parte de sus obsesiones, no estaba en sus planes. Como ella misma lo ha declarado en múltiples ocasiones, hubo mucho de accidente en el proceso que la llevó a la cabeza del Estado”.
Ominami luego reconoce cuál fue el motivo por el que una coalición hasta allí muy exitosa terminase abrazándola: “Si la Concertación hubiese tenido su triunfo asegurado, como en 1993, Michelle Bachelet jamás habría sido designada candidata. Muchos candidatos hombres habrían estado antes que ella”. Debemos recordar que las suspicacias que provocó su irrupción mediática hizo incluso que el propio ex Presidente Frei hiciera presente sus reservas a comienzos de 2005: “Chile no está todavía preparado para ser gobernado por una mujer” (Emol), lo que le gatilló una lluvia de críticas por su comentario de tono machista.
El mismo ex senador reconoce luego que “la designación de Bachelet no fue un acto audaz de generosidad política. Fue, como buena parte de las cosas en la política contemporánea, el producto de la conveniencia. Y en eso la coalición y sus líderes que hoy la critican y escabullen, son por lo menos responsables de la mitad de aquella decisión. La otra, por cierto, es de la propia Michelle Bachelet.
La tesis del piloto automático
Como lo señalé en una columna anterior, durante el 2003-2004, cuando irrumpen Michelle Bachelet y Soledad Alvear como las dos figuras de la Concertación con más adhesión ciudadana y cuyos liderazgos escapaban al marco tradicional en el que se habían construido los perfiles de los aspirantes a la Presidencia, se puso en discusión, en una versión con un tono machista y elitista, la tesis del “piloto automático” al interior de la máxima dirigencia del bloque gobernante.
El piloto automático, que enfrentó a tradicionalistas y modernos, hacía alusión, en la jerga política del oficialismo a que, quienquiera que fuese el candidato –a propósito de la novedad del liderazgo que representaban ambas mujeres–, la Concertación contaba con un capital y contingente que permitiría que el país, y la obra del gobierno, se extendiesen por otro periodo: Lagos se reunía habitualmente con los presidentes de los partidos, estos últimos aún mostraban cierta solidez institucional, y aportaban con buenos elencos al Ejecutivo y, como contraparte, La Moneda reconocía su aporte al desempeño de la administración otorgándoles cargos de primer nivel en la dirección del Estado.
Por lo tanto, ello garantizaba que, incluso si se imponía una mujer, el sistema continuaría funcionando normalmente. De allí el cierto machismo de aquel debate. Era la tesis del «piloto automático» que, eso sí, funcionaba sobre tres supuestos que en la época no estaban en discusión: una cierta estabilidad política como resultado del peso de la inercia (o de la noche), los partidos aún mantenían ciertas reglas del juego y aportaban con cuadros con experiencia al Estado y el éxito del modelo económico aún no presentaba ninguna fisura de fondo. Para quienes no estaban de acuerdo con esta tesis, aquello podía resultar demasiado peligroso, pues se podía terminar hipotecando todo el capital político construido a lo largo de dos décadas en “una aventura comunicacional”.
“Un rostro” bajo cuyas faldas –salvo el de su fracción al interior del PS, la Nueva Izquierda de Camilo Escalona, que se autopercibía maltratada durante toda la transición, por lo tanto, ávida de cargos, pero sin experticia profesional ni política para gerenciarlos– no se exhibían apoyos contundentes ni institucionales. Para quienes desconfiaban del modelo que se quería instalar –un liderazgo sin estructuras profundas de apoyo–, la coalición, por sí y ante sí, podía terminar disparándose su propio tiro de gracia. De allí que apostar todo o nada a la virtud del “piloto automático” podía, a la larga, resultar muy peligroso si, por ejemplo, se consagraba una ciudadanía activa, como la del 2011, o cuando el modelo comenzase a presentar gruesas fisuras.
Los Barones del PS deciden inmolarse: la reservada reunión del Parque Forestal
Un hito clave no solo en el futuro de la ascendente candidata sino también sobre cómo la coalición resolvería la definición presidencial en el futuro, fue la famosa reunión celebrada en mayo de 2004 en el departamento de Jaime Gazmuri en que estuvieron presentes Gonzalo Martner (presidente), Arturo Barrios (secretario general), Camilo Escalona (líder de la Nueva Izquierda) y Ricardo Núñez (jefe de la renovación) y que tuvo por objeto definir el aspirante socialista a La Moneda entre su exitoso ministro del interior, José Miguel Insulza, el panzer, símbolo del aspirante tradicional, perfil anclado en la médula más profunda de la Concertación y, Michelle Bachelet, cuyo liderazgo se había forjado abruptamente desde los medios de comunicación a partir del instante mismo en que Ricardo Lagos la designó primero ministra de Salud y luego de Defensa.
Pero Bachelet se los saltó y apostó todo a sus “jóvenes pistoleros” que, encabezados por Rodrigo Peñailillo, son los mismos que junto a los más avezados que ayer obtenían prebendas como resultado de su proximidad con ella, hoy no solo la evalúan mal y la desautorizan sino que también comienzan a filtrar peligrosamente detalles muy privados de la vida de la Presidenta. Son los mismos que la proclamaron los que ahora, sin ninguna vergüenza, culpan a la prensa por poner por escrito lo que ellos a raudales manifiestan en privado. Y ahí está Michelle Bachelet, metida en el lodo ya por meses, sin poder salir del pantano que ella misma y sus ex aduladores construyeron. Es el precio que ella está pagando por querer jubilarlos.
A raíz de la crisis actual del estilo de liderazgo que representó Michelle Bachelet y que cada día replican a coro los mismos que antes la apoyaron sin reservas, que fueron sus ministros, o que en 2004-2005 le rindieron pleitesía, bien vale la pena detenerse en este episodio socialista porque ya allí, desde el primer instante, se pusieron en evidencia nítidamente las dificultades que podían derivarse como resultado de que la coalición terminase tirando por la borda lo consagrado en dos décadas de extenso trabajo. Primero, por la unidad de dos sectores que habían sido irreconciliables y, luego, por gestionar tres buenas administraciones desde la perspectiva de la estabilidad alcanzada, y abrazar una candidatura ajena a la propia historia concertacionista.
Carlos Ominami relata pormenorizadamente aquella esperada reunión. Señala que el primero que habló fue Jaime Gazmuri, “todo un caballero”, quien “se felicitó por la ocasión y expresó su convencimiento de que estábamos protagonizando un hecho histórico”. Luego Gonzalo Martner, como mandamás del PS, expresó “la necesidad de adoptar una decisión presidencial unitaria para evitar disensos internos y allanar camino con las otras fuerzas políticas”. Según el padre de MEO, luego vino el turno de Ricardo Núñez, quien no dijo mucho. El testimonio tampoco da cuenta de las palabras de Escalona. Luego fue el turno de Insulza, la intervención más esperada, quien señaló que “en sus salidas a terreno, el aplausómetro en favor de Bachelet era más que evidente… la corriente de simpatía hacia la doctora era incontrarrestable”.
Con ello se había cerrado el círculo por la definición presidencial. Ominami cuenta que, enseguida, fue el turno de Bachelet, “quien no necesitaba decir nada… lo podía haber dejado pasar de manera de escuchar a todos los barones y ella, cual reina, haber hecho los agradecimientos finales a todos”.
Pero no fue esa su opción y habló. Frente a los actores políticos del socialismo más relevantes de los últimos quince años dijo cosas como las siguientes: “Chile estaba experimentando un cambio muy profundo… que los políticos tradicionales eran incapaces de comprender y que Chile no podía continuar manejándose de la misma manera. Y descargó una frase terrible: ‘Si ustedes pudieran verse en el espejo se darían cuenta de cuán lejos están de la opinión de los ciudadanos’”.
La interpretación que dio Ominami a esa frase fue que “la doctora nos quiso decir que la mayoría de los que estábamos allí no entendíamos las nuevas realidades del país y que no pretendiéramos continuar manejando las cosas en la forma como lo habíamos hecho hasta ahora… también que no le tenía un apego especial a la función presidencial y que, más aún, si se trataba de proyectos de vida, se imaginaba otros mejores, como tener una pareja con la cual pasear tomados de la mano por la playa”.
Según relata el autor de Secretos de la Concertación, las palabras de la, a partir de allí, candidata socialista cayeron como “latigazos” sobre la mayoría de los asistentes. El propio Ominami se reprochó, luego, no haber dicho por ejemplo que “si ella tenía proyectos de vida que la entusiasmaban más que la Presidencia de Chile, que no se obligara a actuar en contra de sus ganas, decirle que si no tenía un gran entusiasmo por la lucha que se le proponía encabezar, era mejor que, simplemente, diera un paso al costado”.
La tensión de la reunión y las palabras de Bachelet llevaron a que, al día siguiente, Gonzalo Martner presentara su renuncia, la que luego retiró como resultado de las explicaciones que le ofreció Bachelet. Así Martner retomó su cargo y Ominami no dijo lo que pensó.
Los barones socialistas aceptaron de ese modo, implícitamente, el chantaje que, posteriormente, la candidata ya ungida desplegaría sobre el conjunto de actores políticos de la coalición: “O las cosas se hacen como yo las determine, o arréglenselas como puedan”.
Luego vino el turno del PPD, donde Girardi sacrificó a su candidato hasta entonces, Fernando Flores, tal cual como Jorge Burgos lo acaba de hacer con Francisco Huenchumilla: por nada.
Después el turno del PDC, donde Adolfo Zaldívar entregó a Soledad Alvear, también sin muchas condiciones, pero que, a su vez, generaría un resentimiento del grueso de los actores partidistas hacia su figura que hoy, definitivamente, le está pasando la cuenta cuando ella ya no les sirve.
Es en torno a ese tiempo donde se acabó definitivamente la Concertación como bloque político, como alianza que toma decisiones colectivas, y se terminó por imponer un cesarismo presidencial que ya con Ricardo Lagos había comenzado a evidenciarse. La coalición, en vez de asumir la profundidad de los cambios que experimentaba Chile e intentar dar respuestas, asumir la debilidad que crecientemente aquejaba a los partidos y rectificar, enfrentar la corrupción que con Lagos se desató, hizo todo lo contrario: se puso la basura bajo la alfombra –el acuerdo Insulza-Longueira– y el Gobierno defendió y salvó a los parlamentarios y funcionarios involucrados en casos de corrupción, se permitió que los partidos continuaran su desangramiento y se terminó abrazando, con tal de sobrevivir y capear los aires de cambio, un liderazgo tipo Coca-Cola.
Liderazgo que, por lo demás, no resolvió el problema de la coalición. Por el contrario, en el periodo anterior se exacerbó la figura presidencial y los partidos continuaron su desangramiento: se quebró el PDC, se expulsó a Adolfo Zaldívar y con él abandonaron la colectividad varios de los diputados colorines; se fue una corriente significativa del PPD, que encabezaron el senador Fernando Flores y dos de sus fundadores: Jorge Schaulsohn y el legislador Esteban Valenzuela; en el PS, también se inició la diáspora: a Navarro y Bucat le siguió prontamente Jorge Arrate y el ex secretario de la FJS, Luis Sierra, luego fue el turno de los Enríquez-Ominami, en un proceso que todavía no se detiene; a la vez, la Concertación quedó reducida a la Junta de sus presidentes y se exacerbó el rol en el gobierno de uno de ellos: Camilo Escalona.
Por último, Bachelet, salvó su popularidad, pero su figura no pudo salvar a la coalición que el 2009, en primera vuelta, obtuvo la peor votación en la historia de las elecciones presidenciales desde 1989. Hoy, ya al mediar la mitad de su segundo mandato, el PS desde hace mucho tiempo dejó de ser la casa común de la izquierda y ha surgido una serie de conglomerados a su izquierda –RD, IA–, así como una serie de colectividades regionalistas que son producto del desangramiento de la NM.
La pérdida del Gobierno, y la esperanza de un pronto retorno al poder que desde un inicio representó la directora de ONU Mujeres, más una mediocre administración de Piñera –acosado desde un comienzo por las movilizaciones estudiantiles–, impidieron una reflexión más profunda sobre la crisis de la Concertación, la que se escabulló, nuevamente, entregándose sus líderes y partidos, sin excepción –Walker, Andrade, Gómez y Quintana–, prontamente a sus brazos sin ninguna exigencia de por medio. Al punto que los que habían proclamado a la Concertación, urbi et orbi, como la coalición “más exitosa en la historia de Chile”, no tuvieron ningún reparo al momento en que, por sí y ante sí, Bachelet exigió cambiar su nombre. Como bien lo ha dicho Alberto Mayol, no hubo funeral ni nadie fue a dejar flores al erial “de la coalición de Gobierno más exitosa de la historia de Chile” (Ricardo Lagos).
Como se sabe, Bachelet en razón también de la permanente instrumentalización de que fue objeto en su periodo anterior, particularmente de parte de Camilo Escalona, profundizó aún más un recambio profundo en la composición de su Gobierno y, entre sus dos opciones –un gabinete de coalición o uno personalista–, optó por este último, jubilando no solo al grueso de los actores de la transición mandándolos al desierto o a alguna embajada, sino también a la G-80, generación que estaba llamada a ocupar un rol central en el Estado: tenían la historia, la experiencia, el compromiso.
Pero Bachelet se los saltó y apostó todo a sus “jóvenes pistoleros” que, encabezados por Rodrigo Peñailillo, son los mismos que junto a los más avezados que ayer obtenían prebendas como resultado de su proximidad con ella, hoy no solo la evalúan mal y la desautorizan sino que también comienzan a filtrar peligrosamente detalles muy privados de la vida de la Presidenta. Son los mismos que la proclamaron los que ahora, sin ninguna vergüenza, culpan a la prensa por poner por escrito lo que ellos a raudales manifiestan en privado. Y ahí está Michelle Bachelet, metida en el lodo ya por meses, sin poder salir del pantano que ella misma y sus ex aduladores construyeron. Es el precio que ella está pagando por querer jubilarlos.
Y es que Bachelet, contra el sentido común que indicó que ella era la candidata que se impuso “desde afuera”, resultó ser finalmente el caballo de Troya que permitió que esa generación política, que había hecho la transición y que ya mostraba evidentes signos de descomposición a fines del Gobierno de Lagos, sobreviviera un periodo más; que luego, ahora como oposición a Piñera, fundamentalmente en el Parlamento, sobreviviera a duras penas y que ante la falta de relato y de recambio, volvió a peregrinar a Nueva York, implorando su regreso; que después, por un instinto natural de sobrevivencia, abrazó sin reparos su candidatura y programa y que cuando el milagro acabó –en especial luego de la irrupción de Caval– no solo la critican abiertamente, sino que, ahora, también, les ha dado por faltarle abiertamente el respeto.
Es el triste epílogo de una historia y una figura que prometió cambiar Chile para siempre. Y de la única actividad donde nadie quiere nunca jubilarse.
*Fuente: El Mostrador

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1 Comentario

  1. José Maria Vega Fernandez

    Guerra ideológica.
    Oportunidades que son únicas y que desean aprovecharse.
    Cierto. No es sólo Bachelet quien pudo tener una visión más exacta de lo que Chile necesita.
    Otros también conocen el mundo como ella.
    Oportunidades que mueven a desbancar para situar nuevas políticas.
    Pero ¿podrán mas las nuevas ideas que los inversores que dan pega y sus políticos?

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